Hetalia y Latin Hetalia no me pertenecen.
Un pequeño proyecto que en realidad ya tiene mucho tiempo existiendo, mucho tiempo en el olvido, y que hace poco decidí retomar y finalizarlo. Actualizaciones semanales (trataré). Cualquier comentario es bienvenido, especialmente si puedes decirme algo respecto al ritmo de la narración y el suspenso :)
Casanegra
1. La casa
Martín oyó a Manuel toser a sus espaldas, expulsando luego una grosería en un murmullo ahogado. Volvió a tocar la puerta, frente a la cual llevaban parados ya varios minutos, firme y fuerte para que quien quiera que viviese en aquella casona perdida en medio de la nada los oyera por encima de la lluvia torrencial. La precipitación los había sorprendido en plena caminata (Martín le decía así para disimular el hecho de que estaban perdidos) y cuando vieron el edificio negro erguirse en medio de la nada, el argentino echó a correr aliviado hacia él. Manuel sólo lo siguió a regañadientes y cuando lo alcanzó, quiso decirle que le parecía una mala idea. Martín sin embargo ya había tocado, golpeando la puerta enérgicamente puesto que el timbre no funcionaba. Manuel esperó en silencio las tres veces que tocó su amigo.
-No hay nadie -masculló finalmente y se volvió sobre sus talones, mirando hacia el caminito que los separaba de la reja que cercaba el terreno-. Mejor vayámonos antes de que...
-¿Antes de que qué? -bufó Martín de mal humor y Manuel rodó los ojos-. Mínimo esperemos acá hasta que pase la lluvia.
Manuel esperó unos segundos en silencio, mirando todavía las rejas oxidadas a lo lejos.
-Bueno -suspiró finalmente-. Mientras no entremos, supongo que no habrá proble... ¿Martín?
El chileno se volteó otra vez y resopló enojado al ver como el aludido, fresco como una lechuga, abría la puerta y entraba.
-La concha que lo parió -puteó por lo bajo y lo siguió apresurado-. ¡Martín!
-¿Qué?
-¿¡Cómo que qué!? ¿¡Qué chucha hací!?
-Nada, vos dijiste que esperemos aquí -el argentino se encogió de hombros, mirando a su alrededor.
Manuel alzó una ceja, mascullando un "yo no dije eso". Se encontraban parados en un recibidor oscuro, las luces estaban apagadas y aunque era de día, el clima lluvioso mantenía la estancia en penumbras. Todo estaba en silencio. Martín estaba igual que él, quieto y observando su alrededor.
-No hay nadie -volvió a murmurar Manuel, ya queriendo salir de nuevo por la puerta, pero Martín lo detuvo por el brazo.
-Entonces no importa que nos quedemos acá.
-¿Es en serio?
-¿Por qué no?
-Es una casa ajena, esto es invasión de propiedad privada, larguémonos antes de que vuelvan y nos denuncien o...
-Al menos así regresaríamos a la civilización...
-...o algo peor.
Martín alzó una ceja.
-¿Algo peor?
-Ya sabes, echarnos a escopetazos y esas cosas... Gente loca hay.
Manuel se encogió de hombros y se removió incómodo. Iba a agregar algo más, pero Martín le dio la espalda, mirando hacia las escaleras. Había escuchado un ruido provenir del segundo piso y cuando se repitió, Manuel lo escuchó también.
-Vámonos -susurró apenas-. ¡Martín!
Pero Martín ya estaba en el primer escalón, a punto de poner su pie en el segundo. El ruido se repitió, se repetía una y otra vez. Era como un leve golpeteo, o al menos eso había sido al principio. Con el pasar de los segundos y con cada escalón que Martín subía, el ruido se intensificaba, más y más hasta que parecía como si alguien estuviese pateando con fuerza una pared. Manuel comenzó a sudar frío y no entendía por qué Martín seguía subiendo. Los escalones crujían bajo el peso del argentino, mezclándose con los golpes del segundo piso.
-¡Martín, ya para!
El rubio se detuvo y de inmediato el ruido cesó. Así sencillamente y de golpe. Manuel por poco se olvidó de respirar.
-Vuelve -susurró, no queriendo saber qué demonios había arriba.
Pero Martín sólo lo miraba en silencio, cosa que desesperó a Manuel. Miró a su alrededor y se mordió el labio. La puerta principal seguía abierta y afuera llovía.
-Ya baja -le volvió a insistir nervioso.
-¿Pero y si alguien necesita ayuda? -replicó el rubio y Manuel lo miró incrédulo.
-Vámonos.
-No.
La estancia se quedó en silencio. La mirada de Manuel seguía prendida de él, suplicando en silencio. Manuel temía hacer ruido, pero sus ojos se dilataron asustados cuando Martín se volvió y terminó de colocar sus pies en el segundo piso. Manuel contuvo la respiración, oyendo un leve chirrido provenir desde la puerta. Se volteó rápido, justo para ver como el viento la cerraba de golpe, y de su garganta salió un grito aterrado.
-¡Martín, la conchesumare, vámonos! -chilló volviéndose hacia la escalera, asustado.
Pero Martín ya no estaba ahí.
Manuel puteó una y otra vez, alzando la voz histérico cada vez que se volvía sobre los talones. Se encontraba caminando de un lado al otro frente a la puerta de la casa, la cual seguía abierta, sabiendo que lo más lógico debió haber sido seguir a su amigo, subir las escaleras y arrastrarlo fuera de ese lugar, pero en el momento en que ya no lo vio, su cabeza sólo hizo corto circuito y su cuerpo se movió solo, saliendo a toda carrera. En los momentos más oportunos, el lado cobarde de Manuel González sentía la urgencia de salir a relucir. Maravilloso.
Había dejado de llover pocos segundos después de que Manuel abandonase la casa, sin embargo el chileno no se salvó de mojarse un poco más. Tiritaba y la molesta sensación de la ropa que se le pegaba sólo aumentaba más su frustración. Volvió a toser, maldiciendo tanto en voz alta como mentalmente. Sus zapatos se hundían en el lodo, el cual había ahogado los pocos pastos que horas antes de la lluvia habían poblado el suelo de la parte fronteriza a la casa. Las rejas que enmarcaban el terreno seguían intactas a lo lejos, silenciosas y sin moverse, sólo mojadas.
Lanzó otro vistazo por encima de su hombro, viendo la puerta de la cual salía un silencio que lo penetraba hasta los huesos. Tomó aire varias veces, apretó los puños y dio un paso de regreso a la casa. Tragó y dio otro paso, exhaló y un paso más. Por un lado no podía explicarse aquel nerviosismo y hasta miedo sin aparente razón. De estar realmente habitada la casa, los dos jóvenes podrían simplemente disculparse diciendo que se perdieron y que buscaban alguna dirección, pero que nadie les había abierto por lo que pensaron que la casa estaría deshabitada. O podrían hasta mentir y decir que se trataba de una emergencia y que a toda costa habían necesitado el teléfono, pero ninguna de estas posibilidades le quitaba la mala espina que le daba todo esto.
Volvió a tragar cuando se encontró frente a frente con la puerta abierta. No oía nada aún, ni pasos, ni nada. Habría esperado al menos oír a Martín, ya que la casa parecía ser vieja, de esas que tenían pisos que anunciaban cada paso que se daba sobre ellos. Pero no, no oyó nada, ni un paso, ni una puerta, ni el golpeteo que hace un rato lo había aterrado tanto. Manuel se miró los zapatos, dudando si entrar ahora que estaban todavía más sucios. Vio el barro que Martín había dejado a su paso, siendo poco, pero sospechó que si lo seguía ahora, de seguro dejaría atrás una huella mucho más llamativa que la del argentino.
Decidió quitarse los zapatos, quedándose en medias. Estaban igual de mojadas que el resto de su ropa y por un momento pensó si quitárselas también. Decidió que no, que luego tendría que ponérselas de nuevo y eso sería peor, así que se apresuró en dejar los zapatos afuera, a un lado de la puerta principal, y entrar rápidamente. Fue hacia la escalera, tratando de ser silencioso pero a la vez no perder más tiempo del que ya había desperdiciado. Siguió prestando atención por si oía algún ruido, pero el silencio permaneció, incluso cuando alcanzó el segundo piso.
-¿Ma... Martín? –trató de llamarlo, su voz graznando ridículamente. Dios, cómo golpearía al argentino cuando lo encontrase, más si resultaba que estaba bien y sólo le jugaba una broma-. ¡Martín!
Se quedó parado en el corredor, uno largo, flanqueado por un lado de ventanas muy altas. Los vidrios estaban empañados y sucios, en algunos había manchas de origen desconocido. Volvió a llamar al argentino por su nombre y luego soltó una sarta de insultos, dándole a entender (de ser el caso de que estuviese escondiéndose de él) que no estaba para sus jueguitos estúpidos. Pero nadie respondió, ni siquiera oyó una risita ahogada. Manuel apretó los puños y luego estiró los dedos ansioso. Ahora más que nunca le encantaría tener un cigarro, ahora que miraba a ambos extremos del corredor y se preguntaba cuál elegir, si irse por el que estaba más cerca de la escalera o si irse para el otro lado y buscar ahí al rubio.
Fue ahí que volvió a escucharlo. Comenzó exactamente igual que la otra vez, siendo apenas un ligero golpeteo. La sangre se le congeló en las venas cuando lo reconoció. Oía el constante golpeteo, como cuando alguien juega con los dedos sobre la mesa. Toc, toc, toc... Venía de la izquierda, de la puerta más cercana. Toc, toc, toc... Se repetía y se repetía, como si alguien lo estuviese llamando con clave morse, sólo que este mensaje no decía nada que Manuel pudiese entender. Nuevamente su mente dejó de reaccionar, se apagó y lo único que encontró su lugar en él fue el terror. Manuel temblaba.
Y su cuerpo se volvió a mover solo, exactamente como hace ya media hora. Se acercó a la puerta, confirmando horrorizado que con cada paso, el golpeteo se volvía a intensificar. Con cada golpe, su corazón de encogía un poco más y las imágenes más horripilantes le saltaron a la mente, arrepintiéndose de haber visto tantas películas de terror y de tener una imaginación tan viva. Para el momento que estaba parado frente a la puerta, a centímetros de ella, era como si alguien se estuviese golpeando con la cabeza contra una pared. El ruido era tan ensordecedor, que su mente se encontraba totalmente nublada de miedo, un miedo al cual su cuerpo era totalmente ajeno.
Su mano se estiró, sintiendo un dolor punzante en el codo, y tomó la manija.
El ruido cesó tan de golpe como había abierto la puerta. La habitación que se revelo detrás de ella, estaba completamente vacía. Bueno, no en realidad, era una salita de estar, completamente equipada, con un pequeño sofá, sillas y una mesita, sobre la cual había un mantelito de bordados y encaje blanco. Pero dentro no había nadie. Manuel parpadeó, notablemente sorprendido, y notó recién entonces que estaba respirando pesadamente. Se aclaró la garganta, parándose derecho, y trató de calmarse mientras paseaba la mirada por el lugar.
Le recordaba algo a su abuela y a su juego de té. Era más o menos su estilo de decoración, con las cortinas amarillentas (blancas en algún momento pasado), los cojines en los asientos y sillones y los cuadros colgados en las paredes tapizadas. Se acercó un poco al sofá, viendo que todos los cojines estaban colocados en orden, y luego desvió la vista hacia la mesa ratona. Había polvo en ella, pero cuando bajó la mirada, pudo ver en el suelo, que ahí había estado alguien antes y hace relativamente poco.
Sobre la mesa había una tetera y dos tazas de porcelana. Al meter un dedo en una de las tacitas, descubrió que el té estaba helado y probablemente malogrado. Las tazas habían sido olvidadas, claramente, aunque pareciese que de ninguna se había bebido nada. En una bandejita de plata había galletas en el mismo estado.
Toc, toc, toc...
Manuel contuvo la respiración de golpe. Sus ojos se dilataron y su cuerpo quedó tieso, olvidando por poco de respirar. Los segundos pasaron, arrastrándose lentamente. El silencio se esparció nuevamente por la estancia, pero justo cuando Manuel creyó que se lo había imaginado, el golpeteo se repitió, bajito y casi inocente, como si no supiera lo que estaba haciendo realmente. Y esta vez Manuel alzó la mirada, oyendo perfectamente de dónde salía. Atrás, en una esquina sobre la cual el techo estaba algo inclinado, había un armario. El golpeteo seguía. Minutos pasaron hasta que Manuel se atrevió a caminar hacia la esquina.
Esta vez el golpeteo no se intensificó, pero el corazón le latía tan rápido, que le pareció como si se acelerase al ritmo en el que le bombeaba la sangre. Se vio parado frente a un armario sencillo, de madera vieja y oscura, manchada por el tiempo. Tenía dos puertas largas, con una cerradura plateada, oxidada. En la parte baja, había dos cajoncitos, de esos que se jalan. Manuel inhaló profundamente, tratado de no hacer ruido. Sus manos temblaban mientras oía como algo en el interior del mueble golpeteaba sus paredes, como pidiendo permiso para salir.
Esta vez era su cuerpo el que no quería responderle, pero con esfuerzo se obligó a abrir las dos puertas más grandes, revelando que dentro no había nada más que un pequeño saco negro colgado. Manuel contempló en silencio el armario abierto, sin entender. El golpeteo seguía, pero Manuel estaba seguro de que provenía de aquel armario. Lanzó una mirada sobre su hombro para ver la puerta cerrada. El ruido no cesaba y lo estaba comenzando a volver loco. Manuel resopló hastiado y sin pensarlo abrió el primer cajón, hallándose dos enormes ojos marrones que parpadearon, cegados por la luz. Su grito debió escucharse seguramente en toda la casa.
-Co... ¡Conchetumare! –chilló alejándose apurado del armario, tropezando en el camino.
Aterrizó sobre su retaguardia y ante sus ojos incrédulos, un cuerpo salió del pequeño cajón. Primero sacó sus manos y apoyándose sobre estas, jaló el resto de su cuerpo y saltó fuera del armario. Aterrizó sobre sus pies descalzos y el chico que apareció frente a Manuel soltó un quejido, estirándose y maldiciendo a alguien que Manuel no conocía y seguramente no querría conocer jamás. El chico se talló los ojos, acostumbrándose dolorosamente a la luz luego de haber estado encerrado ahí, y luego contempló a Manuel.
-¿Tú me sacaste? –preguntó con voz rasposa, carraspeándose luego.
De haber sido aquella una situación algo más cotidiana, Manuel habría respondido con un sarcástico "no, tu abuela", pero claramente no hablamos aquí de un encuentro normal. El chileno seguía mudo, mirándolo con los ojos bien abiertos, y el chico, apenas una adolescente, resopló.
-¿Dónde está Miguel? ¿Te dijo que ya puedo salir o qué? –siguió preguntando y su voz se iba aligerando conforme más la usaba.
Dio un paso hacia Manuel y este instintivamente retrocedió de espaldas. El chico alzó una ceja, arrodillándose luego en el suelo, a la altura de Manuel, quien todavía no entendía nada de lo que estaba sucediendo. Veía la expresión entre amurrada e impaciente del adolescente y todo aquello tenía cada vez menos sentido.
-Descuida –susurró de pronto el menor, gateando lentamente hacia él-. No es como si te fuera a hacer daño, birlocha... Ah, no le digas a Miguel que dije eso.
Manuel parpadeó, siendo repentinamente presionado contra el suelo. Sobre su frente se halló la boca del chico, dándole un beso torpe. Luego de eso se separó y se arregló un poco la ropa, ropa muy sencilla por no decir haraposa, notó Manuel.
-Oí que la puerta de afuera se había abierto –siguió hablando el adolescente-, y pensé que era... alguien... Así que traté de llamarlo, porque este maldito armario no se puede abrir desde adentro y de seguro Miguel se olvidó que me dejó aquí y me está buscando en la habitación equivocada...
Y mientras hablaba de corrido y de manera atropellada, se fue acercando a la puerta (que Manuel recién recordaba que no había cerrado), abriéndola para salir. Hizo un gesto para que el chileno lo siguiese, y tras dudarlo unos segundos, Manuel se puso de pie, siguiéndolo a una distancia prudente y miedosa. El chico se quedó parado en el corredor y se volvió hacia él, frunciendo el ceño.
-Estaba llamando por un buen rato, que lento que eres. No entiendo qué te pudo tomar tanto tiempo.
El chileno lo mirada como en un estado de trance, con la mente medio ida. Más que no entender cómo no había podido abrir el armario por dentro, Manuel no entendía como era que el cuerpo de un adolescente entraba en un cajón en el que por leyes físicas no debería tener espacio ni una caja de zapatos.
