Terminó la clase, los chicos salieron disparando del salón, sin terminar de escuchar lo que decía el profesor. Él, como siempre, fue el último en salir. No le interesaba apurarse porque ¿para qué¿Adónde iría¿A jugar¿A hablar con sus compañeros¿Afuera? Con pasos lentos, se fue dirigiendo inconscientemente a la soledad de su cuarto, sin saber bien qué haría una vez allí. Lo más probable era quedarse tirado en la cama, mirando el techo, hasta esperar la hora de la cena, para luego volver y dormir. Una vida aburrida, la verdad. Y eso hizo. Cerró la puerta al pasar, sin llave, y se recostó sobre su mullida cama. Las cortinas estaban corridas, de manera que no podía ver hacia el exterior. Tampoco había demasiada luz. El lugar tenía un aspecto algo sombrío, a pesar de estar meticulosamente ordenado. Pero, qué importaba, si nadie entraría de todos modos. Nadie…
Del patio, podía escuchar las risas de los otros niños del orfanato, jugando, divirtiéndose, viviendo. ¿Por qué él no estaba entre ellos? Ya realmente no lo sabía. Nunca tuvo bien claro las razones, pero la principal era porque tenía miedo. Miedo a ser rechazado, miedo a ser burlado, miedo… tanto tiempo encerrado dentro de sí mismo, que la gente ya no le prestaba atención, ya no existía para los demás. Sólo era saludado cuando se daban los resultados de exámenes, o trabajos, y él obtenía la mejor nota. Pero…ya le daba igual…hubiera dado toda su inteligencia por tener amigos, por ser un chico normal. Sin darse cuenta, las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos. Comenzó a llorar amargamente, dejando escapar sonoros sollozos. Apretó sus puños, y comenzó a golpear el colchón de su dura cama, con toda la fuerza que podían sus débiles manos. Qué importaba si alguien lo escuchaba, igualmente, nadie iría a consolarlo, nadie se quedaría a su lado para aplacar su dolor, nadie estaría allí para suavizar la dura realidad que vivía todos los días. Nadie.
