Los personajes son de S. Meyer.

La historia tiene un valor sentimental ya que es en parte la historia de mi familia, de una persona que quiero mucho y ahora está en el cielo.

Para ubicarlos, la historia está situada a inicios del siglo pasado en una hacienda de la sierra del norte de mi país.


El sol se ocultaba detrás de las altas montañas, pincelando el cielo de de tonos rojizos; la melodía triste de una solitaria quena se perdía a lo lejos, ocultando el rápido y aterrorizado latir de mi corazón. Los campos de trigo, dorados por el sol del verano, se empezaron a teñir de sangre a medida que el frio metal del cuchillo, se hundía poco a poco en mi garganta, pude sentir la tibieza de las primeras gotas de mi sangre, al entrar en contacto con la fría piel de mis pechos.

Miré por última vez los ojos fríos y sádicos de aquel que se juró mi protector, entregándole a aquel cielo, ya oscuro, mis últimos pensamientos "Te amo y siempre te amaré". Antes de entregarme por completo a la noche eterna. Por fin, ya todo había terminado.


El frio de la mañana traspasaba mis huesos, me cubrí como pude con el viejo chal que me regaló mi madre, intentando no alejarme del camino. Conocía aquellos parajes como la palma de mi mano, pero las ovejas me llevaban un buen tramo de distancia, apuré mis pasos intentando seguirles el ritmo, antes de volver la vista atrás.

La belleza y la inmensidad de aquel paisaje casi desierto me sobrecogió, nunca tendría bastante de todo aquello. Los cerros cubiertos de todos los matices imaginables de verde; el cielo inmenso y azul, moteado por esponjosas nubes blancas, cubriéndolo todo; los reflejos dorados del sol, creando sombras difusas en medio de los bosques de sauces y eucaliptos; el trinar de los pájaros, a los cuales me gustaba imitar, sin éxito alguno.

Me saqué los viejos zapatos y los dejé caer a mi lado, sentir el frio del pasto todavía húmedo por el rocío era todo un placer; giré un par de veces riendo, satisfecha y conforme con aquella vida, tan fácil, tan simple, tan poco complicada.

Llené de aire mis pulmones, absorbiendo los aromas de las flores silvestres que ya empezaban a abrir, con el poco calor del sol matutino. Un lejano balido me llamó de vuelta a mis obligaciones, ya podía sentir el lejano rumor del rio.

Me puse los zapatos y corrí lo más rápido que pude tratando de no tropezarme con las piedras y raíces que asomaban en medio del camino. Si el capataz notara que había dejado al rebaño pastar demasiado lejos, sin duda iría con el cuento a los patrones, y estos a su vez a mi padre, quien me saldría con el cuento de siempre.

Era cierto, había dejado de ser una niña y ya me encontraba en edad casadera, sin embargo eso de atender un esposo y dedicarme a criar hijos, no me atraía.

Había visto a más de una amiga marchitarse al lado de los fogones, lavando pañales en el rio y atendiendo a sus maridos cuando llegaban cansados y sucios de trabajar en las chacras; había visto los golpes en sus rostros, después de que la chicha hubiera corrido a raudales en la fiesta del pueblo.

Llegué a orillas del rio casi sin aliento, justo a tiempo para evitar que una oveja de sólo unos días de nacida, se enredara en medio de las zarzas. Cuando la tomé en brazos su balido lastimero me conmovió y la apreté contra mi pecho, pude sentir la suavidad y la tibieza del blanco cuerpecito apretujado junto al mío. Aquella era mi vida, lo que me gustaba era el aire de libertad que respiraba.

Me senté a la sombra de un viejo árbol y saqué de mi bolsa, el viejo libro de cuentos que me regaló la señorita Alice hacia ya mucho tiempo, un año en la vieja escuelita de la hacienda me había permitido aprender a leer lo básico, el resto me lo había enseñado ella a través de sus coloridos libros llenos de historias mágicas; cada vez que el patrón Carlisle la traía de paseo.

Continuamente cuando en un cuento aparecía una princesa, me imaginaba a la señorita Rosalie. Siempre que iba a la casa hacienda, la veía bordando o leyendo bajo la sombra de un árbol, llevaba siempre esos elegantes y hermosos vestidos cubiertos de blondas y encajes, unas botitas de un blanco inmaculado que le llegaban hasta las rodillas. De niña me preguntaba cuanto tardaría en amarrarse cada botita y en peinarse aquel cabello del color del trigo maduro, que le caía en suaves bucles por la espalda y siempre ataba con un lazo del mismo color que el vestido.

Ahora me preguntaba si ella se marchitaría igual que mis amigas. Tenía un año más que yo y sin duda ya estaría comprometida con el hijo de algún rico hacendado. No, ella se marchitaría pero lo haría de manera diferente.

Las campesinas nos marchitábamos como una flor silvestre, como una florcita tímida y simple que nadie se detiene a mirar, morimos con el calor del sol y con el frio de la brisa de la mañana, morimos poco a poco sin que nadie más nos vea.

Ella se marchitaría como una hermosa rosa tomada de un bello jardín, que es puesta en un jarrón para que todos la observen. Moriría poco a poco, pero de soledad; todos la mirarían pero nadie se detendría a hacerle compañía; algunos envidiarían su belleza, otros su delicado perfume, pero nadie vería mas allá de aquello. Ella se marchitaría sin ver la luz del sol, sin sentir el clamor del viento.

El ruido de los cascos de un caballo acercándose con rapidez me hizo salir de mis ensoñaciones, sonreí apenas reconocí al potrillo pinto que se acercaba veloz, hacia donde estaba.

— ¡Señorita Alice! —saludé emocionada cuando la vi desmontar de un saltó. Hacía casi un año que no la veía, llevaba el oscuro cabello cayendo libre por su espalda y su vestido tan elegante, como los que solía llevar la señorita Rosalie estaba manchado de barro. No había cambiado casi nada y eso me alegró sobremanera, seguía siendo la misma chiquilla alborotada que se escapaba para jugar conmigo en medio de las moradas y perfumadas chacras de tarwi.

—¡Te enteraste!, regresa la semana próxima…hace tanto que no lo veo.

Sentí que la sonrisa se borraba de mi rostro y la paz abandonaba mi alma. Habían sueños que era mejor dejarlos estar, ilusiones que no deberían conocer la luz del sol, recuerdos que deberían quedar en la niñez.