Estoy en cualquier lugar.

No reconozco nada, solo hay luces brillantes y metal frío bajo mi espalda.

Siento mis labios agrietados y uno o dos cardenales en mis brazos.

Me da vueltas la cabeza mientras intento recuperar el hilo de mis pensamientos.

Estaba en la Arena.

En el tercer Quarter Quell.

Y estaba a punto de morir.

Betee y Finnick.

Los recuerdo, pero son casi imágenes borrosas que se escapan como agua entre los dedos de los recovecos de mi mente desequilibrada.

Debía matar o morir.

Nos traicionaron.

Al trágico matrimonio joven y lleno de amor meloso.

A la farsa que se estaba replanteando como algo real.

Johanna Mason.

¿Ella era parte del complot también?

No comprendo y mis ojos arden.

En mis recuerdos brumosos veo un aerodeslizador rompiendo el domo que formaba la Arena y escucho un cañón; las tenazas descendiendo y el presentimiento de que algo no va bien.

Debí haber intentado levantarme y huir, pero estaba inconsciente.

Era imposible.

La frustración me desesperaba, no pudiendo hacer más que gritar en mi interior.

Ahora veo paredes grises y muchas cajas de medicina por todos lados.

Es una camilla la cosa fría que me sostiene.

Y, como un golpe en la cabeza me llega la idea de que me mantienen en cautiverio.

Necesito escapar, pero veo que no podré hacerlo.

Sigo en la camilla, con un agujero en el estómago, el pánico fluyendo en mis venas y solo un pensamiento se mantiene latente en lo poco de razón que me queda…

Debo saber si la persona a quien juré mantener con vida aún está conmigo.

Debo encontrarla y salvarla.

Y salvarme.

Pero si la forma de que esa persona se mantenga con vida es mi sacrificio, me entregaré.

Lucharé si eso nos vuelve a unir o le da más tiempo de existencia.

Y moriré si eso le otorga libertad.

Porque, si bien es cierto, nuestro tiempo juntos fue corto, el amor va más allá.

Y eso es lo que caracteriza a los Trágicos Amantes del Distrito 12.