When the stars go blue
Aquella nunca había sido su tumba. Bajo ese nombre no se ocultaba nada, sólo mentiras, engaños, traición. No por su parte; él no tenía la culpa, sino aquel que había usurpado su cuerpo, su vida, haciéndose pasar por Michael mientras cuidaba de un hijo que tampoco le pertenecía. Valentine le había robado lo único que de verdad había querido y él se había dejado manipular, se había vuelto en su propia marioneta porque no quería sentir, no quería pensar; no quería el peso de la conciencia, de deber decidir entre lo que estaba bien o lo que estaba mal. Y con ello se había apartado para siempre de la única verdad que tenía; que aunque Michael le quisiera, no tenía sentido tratarle mal. Ahora lo sabía.
Había tardado años en perdonarle, en asumir su propia culpa, en aprender a confiar en sí mismo, en no dejar que los demás le volvieran a usar. Habían sido sus hijos quienes le habían enseñado a amar, incondicionalmente, por encima de todas las otras cosas, más allá de lo que jamás había podido imaginar.
Había vivido tan encerrado en sí mismo, en lo que los demás esperaban de él, en lo que veían, en lo que podrían decir, que nunca había pensado en qué significaba querer o ser querido. Al lado de Maryse se sentía bien; ella lograba con sus besos hacerle olvidar, y eso estaba bien, sí, olvidar a Michael, los problemas, el dolor… pero la sensación tan solo duraba un instante, el calor que le envolvía se disipaba, volviéndose en escarcha y hielo, atrapando a su corazón. Hasta perderlo todo, hasta perder la razón.
El viento parecía hablarle, llevar hasta su oído su voz, dormida casi en el olvido, tenue, un susurro mecido en la oscuridad del crepúsculo, entre las hojas caídas entre lápidas perdidas. Él siempre había sido su amigo, siempre había estado a su lado, incluso cuando nadie más lo estuvo. Le había acompañado en el dolor y el miedo, había espantado la soledad de su pecho, arrancando sonrisas que brollaban en su rostro sin quererlo. Le había devuelto algo que no sabía que le faltaba, sólo cuando él no estaba lo sentía. El vacío, el miedo, la ansiedad, su presencia lo llenaba todo y con su ausencia los temores le habían vuelto a llenar, paralizándole, dejándole a merced de los demás.
Y, oh, había sido tan gratificante dejar de pensar, pausar su vida y dejarse mecer, dejarse empujar por Valentine, hacer de sus convicciones las suyas propias, adueñarse de sus pensamientos, convertirse a sus ideales, seguir su estela sin temer las consecuencias, pues, ¿qué consecuencias podría haber?
Pero las había habido, Michael había sido sólo la primera, pero la más dolorosa, la peor. Más que el exilio, más que las mentiras, más que saberse manipulado, más que el latido en su pecho, la voz susurrante en su cabeza recordándole sus pecados, su debilidad. Había sentido la pérdida mucho antes de que las marcas palidecieran en su piel, dejando un recuerdo imborrable, tenue, pero permanente, mucho antes de que ambos se marchasen para no volver. Había sido en Brocelyn, en una tarde clara, habían sido sus palabras las que habían roto el juramento, las que le habían alejado, empujándolo muy lejos, allá donde no le pudiera ver o tocar más.
Y ahora su tumba le contemplaba, vacía, desalojada, el lugar que no guardaba sus huesos, el lugar cuyo nombre estaba equivocado, pues ahí no yacía el último de los Wayland. Y lo sentía, muy adentro, todo lo que había estado evadiendo, todo lo que había paralizado en su vida despertándose a la vez, los sentimientos encontrándose de nuevo, el amor que siempre había sentido por su parabatai, un amor más allá de las palabras o las promesas, uno que no se podía explicar, mágico y único, que ahora hacía correr lágrimas por sus mejillas.
– Michael, lo siento… – y las palabras murieron en sus labios mientras el llanto ocupaba su cuerpo.
