Allá, a lo lejos, el cielo ardía. La tierra temblaba y, una a una, todas aquellas bellas regiones que hasta entonces habían sido pobladas por Elfos, Hombres, y Enanos, se sumergieron en las turbulentas aguas de un océano que bramaba con toda la cólera de los Valar.

Y así fue como los trovadores la llamaron, tiempos después, al cantar sobre ella: la Guerra de la Cólera. La Guerra de la Cólera, porque la ira que los Valar habían desatado sobre Morgoth había destruído todo a su paso. La bella Hithlum y las extensas praderas de Dor-lómin, la oculta Gondolin y la majestuosa Nevrast; las Falas y Doriath, y todo aquello cuanto alguna vez había sido hermoso.

Ereinion Gil-galad hizo una mueca al pensar en que Hithlum, su tierra natal, yacía ahora bajo aquellas olas salvajes. Por suerte, Círdan había conseguido ponerlos a salvo. A él, el joven Rey Supremo de los Noldor en el exilio, a los pequeños Elrond y Elros, y a la totalidad de los refugiados que habían acudido a la isla de Balar y las costas aledañas a la desembocadura del río Sirion. Una vez más, el anciano Teler había demostrado la maestría con la que era capaz de construir sus barcos, que habían aguantado la más feroz de las tormentas.

Suspiró. El joven Rey se pasó una mano por la frente, con gesto cansado. Apenas sí había podido descansar en los últimos días, y su túnica azul -por raro que pudiese parecer en un Elfo- estaba sucia y arrugada. Incluso tenía un pequeño desgarrón en la manga. Se apoyó en la pared de madera del pequeño camarote que compartía con Elrond y Elros y se dejó resbalar hasta quedar sentado en el suelo. Alzó levemente la cabeza para observar a los dos pequeños, que dormían acurrucados el uno al lado del otro en una estrecha camita. Ambos habían sentido un miedo atroz cuando habían despertado en mitad de la noche, envueltos en una manta mientras Ereinion y Círdan los llevaban hasta uno de los barcos en los que dejarían atrás la desolación de Beleriand.

Él también había sentido miedo. Mucho, como nunca antes. Pero se había cuidado mucho de mostrarlo, salvo en presencia de Círdan, su mentor. Delante de todos aquellos que creían en él, y que lo reconocían como Rey, no podía mostrar ese tipo de debilidad. Entonces más que nunca era cuando necesitaban que alguien fuerte los guiase, para poder salir de aquel desastre con vida. Y Ereinion lo sabía; sus vidas iban a ser muy diferentes a partir de entonces: tendrían que encontrar una nueva patria, y construir su hogar desde los cimientos... otra vez.

Sin embargo, quería creer que después de todo lo que habían pasado, podrían ser felices de nuevo. Quería creer que podría servir a su pueblo tal y como su tío, su padre y su abuelo lo habían hecho antes que él. Quería creer que llegaría a ser un buen rey para ellos, y que podría protegerlos de todo mal.

-Ereinion -la aguda e infantil voz del pequeño Elrond lo sacó de sus pensamientos-. ¿No puedes dormir?

Ereinion esbozó una suave sonrisa y se alzó para después arrodillarse frente a la cama de los gemelos. Negó levemente con la cabeza y volvió a tapar al niño con la manta. En el preciso instante en el que iba a responderle, varias voces resonaron por la cubierta y las cámaras superiores, y llegaron hasta ellos.

-¡Tierra! ¡Tierra a la vista! -gritaban los marineros-. ¡Estamos salvados! ¡Tierra, tierra!