"No es valiente aquel que no tiene miedo, sino el que sabe conquistarlo" Nelson Mandela


Taichi Yagami giró rápidamente la última esquina para ir a toparse de frente con una de aquellas endemoniadas alambradas eléctricas que se habían aparecido en sus pesadillas durante toda la noche. Creyó volver a sentir que el corazón se le detenía en el pecho durante unos segundos.

La electricidad fluía visiblemente por aquella red metálica en forma de pequeños relámpagos azules. Sin embargo, Izzy no le había dicho nada de que hubiera más trampas en el camino antes de separase de él: aquella debía de ser otra puerta oculta.

Se podría decir que los ecos de la severa advertencia de Izzy resonaban en la oscuridad del corredor que tenía detrás de sí, y que toda su corta vida pasaba ante sus ojos en ese momento en una sucesión de imágenes borrosas.

-¡Vivimos aquí como vivimos en la Tierra! Si morimos aquí, también moriremos en la Tierra.

Aquel momento estaba fijado en su mente como si lo alguien lo hubiera grabado a fuego. Aquel momento en que la Muerte lo había mirado a los ojos y su valor se había hecho cenizas.

Porque aquella sensación que lo mantenía clavado en el sitio, completa y absolutamente paralizado era miedo; su instinto de supervivencia que se rebelaba ante la posibilidad de la muerte, una muerte certera, total y definitiva de la que nunca había tenido verdadera conciencia. Él nunca se había planteado verdaderamente que nunca pudiera volver a casa, que pudiera ser que sus padres y su hermana pequeña pasaran el resto de su vida esperando a que, al llamar alguien a la puerta y ellos ir a abrir, él estuviera allí.

Ante esa idea, las venas le ardían, la frente se le perlaba de sudor y el vértigo descendía hacia su pecho y se aferraba a su garganta, y le cortaba la respiración.

Dijo un asesino loco en una película que cuando el hombre se enfrenta a la muerte se muestra tal y como es. Eso es lo que le estaba ocurriendo a él en ese momento: se estaba encontrando de frente consigo mismo. Y no le gustaba nada lo que estaba viendo.

Era culpa suya que Sora estuviera prisionera en las manos mecánicas de Datamon; porque era él quien, a la hora de la verdad, había huido dejándola allí. Sora, la chica del pelo rojo que podía pasar de la idea misma de la dulzura a parecer un dragón escupiendo fuego, la chica que se sentaba a su lado en la escuela, que jugaba con él al futbol, que se quejaba porque su madre era demasiado dura con ella y su padre nunca estaba en casa. La chica que volaba con Birdramon. La chica a la que había visto llorar y escuchado reír.

¿Y si era ella la que nunca regresaba? ¿Y si era su pupitre el que se quedaba vacío, sus padres y él mismo los que pasaban el resto de su vida esperándola? Y él tendría que cargar durante el resto de sus días con el fantasma de su amiga, con el peso de su propio corazón, con la vergüenza de aquel miedo terrible que lo había mantenido clavado en el suelo.

No. Una vida así sería insoportable. ¿De qué le serviría volver a casa si para ello tenía que enfrentarse a un futuro sin ella, sabiendo que él pudo haberlo evitado con solo atreverse a dar un simple paso?

Aquella sensación de vértigo era cada vez más fuerte; y se sentía a punto de desmayarse. Pero eso se debía a que acababa de darse cuenta de que no podía vivir una vida en la que no estuviera Sora; y que además fuera por culpa suya.

Por eso, aunque las piernas la temblaban y la cabeza le daba vueltas, avanzó con paso firme hacia la red electrificada; y trató de ignorar la sensación de catástrofe inminente que se apoderaba lentamente de él, esperando sentir en cualquier momento cómo los finos relámpagos azules pasaban a través de su cuerpo.

Su brazo extendido atravesó limpiamente la amenazadora tela metálica; y la mente se le despejó de nuevo.

En su pecho, cerca de su corazón, el Emblema del Valor brilló como una antorcha encendida; mientras Tai descubría que no volvería a huir por miedo a la muerte. Nunca más.