El vuelo del ruiseñor

Seguía sintiéndose pequeño, pero no tanto como cuando tenía diez y su padre, señor de un peñasco, recibió el gran honor de Lord Hoster Tully como agradecimiento a sus servicios prestados durante la Rebelión. Le habían apartado de su familia y entregado a Aguas Dulces, y nunca se arrepentiría.

No, porque ahí había empezado su vida. Desde ese instante supo que nunca más volvería a sentirse humillado o despreciado por ser tan pequeño y de tan baja extracción. Con sus propias manos se había abierto camino entre esa maraña de hilos cortesanos, hasta convertirse en alguien importante, en un miembro de la corte real. Hasta ser imprescindible, irreemplazable.

Sí, ese crío pequeño y sin talento para luchar se había convertido en todo un señor, orgulloso y taimado, pero agradecido. Sabía cuál era su sitio y a dónde quería llegar, y cómo usar las piezas del tablero, hacerlas bailar sin que supieran que él las movía. Sabía ser amable y cortés, todas sonrisas y palabras dulces, pero capaz de clavar un puñal en la oscuridad. El conocimiento era su poder.

Hubo una vez en la que todo lo que había querido era el amor, una doncella que le quisiese a él, que desafiase a sus padres por amarle, que luchase por tener su mano, como había hecho él. Pero sólo había recibido reproches y rechazos, además de unas aparatosas cicatrices que aún le dolían más allá del corazón. Había sufrido y había llorado, le habían arrebatado aquello que más deseaba, pero algún día se alzaría, más alto, más fuerte, más poderoso, por encima de aquellos que le habían humillado, para reclamar su premio. Y nunca le había importado el precio.

Sentado en el trono del Nido de Águilas, contemplaba la imagen de quien nunca podría tener, un reflejo desvaído, pero aún vivo, aún tierno y cálido, reconfortante. Sí, había logrado títulos, tierras y castillos, pero la había perdido a ella, a su amor. Pero se había hecho con algo aún mejor. Más joven y más hermosa, inocente y desamparada, sólo para él. Y lo sabía, no tenía lugar al que ir, pero él la cuidaría, y algún día, lejano aún, se alzaría con su recompensa, más alto que ningún otro señor, más alto que el vuelo de un ruiseñor.