Siempre había estado solo, ya que él así lo había querido. Además, nadie suponía un reto intelectual lo suficientemente grande como para perder su valioso tiempo. De modo que su existencia se limitaba a los crímenes que había por resolver: el resto no importaba. No obstante, al final llegó alguien que rompió todos esos esquemas que lo sostenían. Quizá él no fuera un reto intelectual hecho a su medida, pero la forma en la que fruncía el ceño cuando no comprendía algo o, por el contrario, la forma en la que se emocionaba al creer que lo había comprendido (aunque no fuera así) le resultaban interesantes.

Para su sorpresa, a medida que transcurrían los meses una emoción cálida comenzó a invadirlo por dentro. Nunca había sentido nada parecido, ni siquiera cuando era pequeño y se dedicaba a conversar con su hermano mayor. Realmente nunca habían sido cercanos y Sherlock tampoco lo había pretendido. Siempre había marcado las distancias con todo el mundo, manteniéndolos alejados de su burbuja privada.

Por ello, no entendía por qué notaba cierta conexión de complicidad cuando cruzaba una mirada con él en medio de un caso o ante una broma que solo ellos podían comprender.

Pero lo que más lo confundía era… el hecho de que, por algún extraño motivo que escapaba a su comprensión, quería besarlo.