Pecado imperdonable.

Por time traveler Joe.

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Un chico de cabellos oscuros se dirigía, con los millones de estrellas que yacían sobre su cabeza como testigos, hacia la silente y secreta recámara de Athena.

Levaba consigo un capa oscura que ocultaba su identidad. El corazón luchaba por salírsele del pecho y su respiración ya se le entrecortaba, gracias a la velocidad a la que sus piernas recorrían el terreno. Estaba consciente de lo que estaba a punto de hacer. Nunca había analizado tanto algo en su vida, ya que la mayor parte de esta había actuado por instinto. Pero esta vez era diferente. Totalmente distinto.

Sabía que al llevar a cabo aquello irremediablemente destruiría todo por lo que habían luchado él y sus amigos, pero ya no le importaba. Ya estaba harto de ver por los demás. Deseaba hacer algo que le causara una felicidad desmesurable, aunque fuera una vez en sus años. Y la última.

Athena y él habían ordenado todo cuanto les fue posible. Desde el momento en que lo acordaron, habían diseñado un plan que iba más allá de cualquier posible fallo. Todo estaba orquestado de manera excelente.

—¿Eres tú, Seiya?

—Sí Saori-san, aquí estoy ya.

La chica de cabellos lilas se bajó con premura en cuanto vio a su Santo más apreciado y corrió a su lado. Pero el otro ni siquiera llegó a la mitad de la habitación, cayendo al suelo de rodillas. Eso la desconcertó.

—¿Te encuentras bien, Seiya?

—Sí. Sólo necesito tomar un poco de aire.

Era cierto que los doce templos del Santuario se encontraban desiertos en esos tiempo, sólo se encontraban en ellos los Caballero de Bronce y soldados menores, pero el haberlos cruzado corriendo sin parar lo había dejado exhausto en su totalidad.

—¿Seiya, aun estás dispuesto?

—Claro, Saori-san. Lo haremos. No hay marcha atrás.

Estaban más que conscientes de las consecuencias y aun así iban a continuar. Todo era por ellos mismos. Por primera y última vez era sólo por ellos. No por la paz de la Tierra, ni por el bienestar de los seres humanos. No, esta vez no era por eso, sino sólo ellos dos. Athena y el Santo de Pegaso.

El chico de cabellos oscuros, decidido a no esperar más, levantó la mano derecha para tocar la mejilla de su Diosa encarnada. La chica cerró los ojos dejándose llevar por el calor de quien estaba frente a ella. Seiya la miró. No una mirada común y pasajera, sino una llena de una tremenda carga electromagnética. Ambos cosmos ardían en su totalidad.

Colocó la mano en la cintura de ella y la dirigió hacia la cama. Se recostaron en dicho lugar, el cual quedaba totalmente bañado por la luz lunar. Los cabellos de la Diosa quedaron regados por todo la sábana blanca, emitiendo una brillantez propia de una deidad.

Comenzaron a besarse sin llegar a un acuerdo de voz. Decidieron hacerlo impulsados por la sola mirada. No se detendrían por nada. Era hora de sentirse humanos. Tal vez la Tierra sería destruida, pero ya no les importaba nada más. La Tierra volvería a nacer y con ella sus habitantes. Esta vez era sólo por ellos.

Pegaso le fue quitando a su Diosa el vestido blanco de seda. Lo hacía con suma delicadeza para hacerla vibrar. Colocó sus labios en el hombro de ella y besó suavemente ese lugar. Bajó hasta su brazo y continuó descendiendo.

No iban a detenerse. Esta vez era por ellos. El más grande pecado: El amor entre un humano y una Diosa. La Luna, el Cielo y la Estrellas eran testigos de aquel acto. Un acto de amor, pero un acto sucio, a fin de cuentas. Los Dioses del Olimpo bajarían y buscarían penalizarlos y la tierra sería destruida irremediablemente. Deshecha hasta sus núcleo. Aun así ellos no se detendrían, y tampoco los Santos del Santuario. Lucharían hasta sacrificar sus vidas por defender su hogar y a la humanidad corrompida.

—Te amo, Seiya.

Fin.