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Pairings: eventualmente Maya/Elle, Sylar/Maya
Calificación: G (de momento)
SPOILERS de las dos primeras temporadas
Advertencias: Universo Alternativo, Femslash

El recepcionista le sale al paso mientras arrastra el fardo por el pasillo, y tiene que dejarlo caer en el suelo sin hacer ruido. Aunque faltan unos metros hasta la puerta de la lavandería ya puede oler el detergente y sentir el calor industrial en la piel, pero de lo que más ganas tiene es de poder meter las sábanas sucias de esa mañana en la lavadora y poder limpiarse las manos.

- Cuando termines con eso te puedes ir a casa, Maya. - El señor Stein siempre mira a todas las limpiadoras del Atlantic de arriba a abajo antes de hablar, como si el hacerlo o no dependiera del grado de limpieza del uniforme. Maya se endereza y balancea la bolsa de las sábanas en el estrecho pasillo -. Hoy no ha habido ningún registro y Dotta se encargará de la tarde.

- Gracias señor. - Los días que no hay registros el señor Stein prefiere pagar sólo a las dos limpiadoras más antiguas. Maya supone que ha tenido suerte; la otra nueva, una chica del barrio, posiblemente ni siquiera entre a trabajar ese día y por tanto tampoco cobrará. En cuanto el señor Stein pasa a su lado camino del ascensor saca un cuaderno del bolsillo y se deshace de la bolsa para garabatear. Tiene que borrar un par de veces con la goma del lapicero, y volver sobre las cuentas cada vez que un mechón de pelo húmedo se le mete en los ojos, pero por fin descubre aliviada que todavía harían falta tres días más con tan pocas horas como ese para tener problemas con el alquiler. Pero ya están a finales de octubre y esa semana hay una convención de alguna clase en la Academia de Música, o eso le ha oido decir al señor Stein, así que habrá trabajo.

Su primera reacción es murmurar una oración de agradecimiento. En su lugar recoge la bolsa de las sábanas y termina de arrastrarla hasta la lavandería. Después de eso sólo tiene que volver a la pequeña habitación del servicio en el primer piso a por su abrigo, dejar su juego de llaves en la recepción y salir al otoño de Brooklyn, a los tres minutos bajo el aire libre antes de zambullirse en la hora y media de la combinación de metro que la llevará a su casa.

En la tranquilidad casi pueblerina de la Avenida Sutter, el convertible rojo con el motor encendido parece más ruidoso que el tren elevado o los gritos del dueño del Pizza Corner. Por supuesto que Maya lo ve nada más acercarse, como una mancha de sangre en el rabillo del ojo, aparcado sobre la línea roja a la entrada de la estación. Por supuesto que, después de caminar unos pasos mirando al suelo, levanta la cabeza y lo estudia sin demasiado interés. No sabe nada de coches y sólo supone que es caro. Da por hecho que el conductor se ha perdido buscando Williamsburg o Park Slope, porque le cuesta creer que haya mantenido la pintura intacta después de pasar por Bushwick. Practicamente se ha olvidado de él para cuando cruza la carretera con las manos dentro de los bolsillos con la sensación familiar de que va a perder el metro por cuestión de segundos. Entonces escucha la puerta del coche abrirse y es como si el sonido se dirigiera específicamente a ella, con la misma intensidad que si la hubieran llamado por su nombre. A varios metros sobre su cabeza el tren de la línea L en dirección a Manhattan, su tren, se para unos segundos, y durante ese instante una decena de conversaciones apagan el sonido de su respiración. Ni siquiera se gira del todo; observa por encima del hombro cómo la conductora se apoya delicadamente encima del capó, con los guantes puestos, las piernas cruzadas a la altura de los tobillos como una presentadora de televisión. Le recuerda a las revistas del recibidor del hotel. Los recién llegados a la estación bajan las escaleras que llevan a la calle, empiezan a rodearla ajenos a lo que está pasando, y Maya traga saliva. Y le parece que esa chica surgida de una pesadilla recurrente puede ver cómo lo hace igual que una máquina de rayos x, a través de sus enormes gafas de sol y sus cristales ahumados.

"Pero eso no es lo que hace ella", recuerda. No necesita verle los ojos para reconocerla. En su mente suena un disparo y Maya lo toma como lo que es: la señal inaudible para el resto del mundo de que debe echar a correr por la Avenida Sutter, tan rápido como puede, sin mirar atrás.

- Ah, por Dios - masculla Elle cuando la pequeña multitud se diluye y de Maya sólo queda la huella de su sobresalto. Si piensa que va a seguirla a pie o en metro es que se cree demasiado importante. La desgraciada corre como un galgo.