Amarla no era imprescindible, pero no podía dejar de hacerlo. Tenía el sentimiento incrustado en su pecho; recorría sus venas como un veneno; desgastaba su ser tal como un torbellino, eliminando todo a su paso; quemaba su cuerpo causando un gran impacto.
Ella era su locura, su delirio, su perdición. Su más grande tormento. La Reina de las Nieves.
.
.
.
Disclaimer: Sería perfectamente feliz creyendo que Frozen me pertenece pero, afortunadamente para miles de fanáticos, no es así.
Aclaraciones/Advertencias: Helsa. AU. OoC. "Dark!Elsa". En los puntos de vista de Elsa, las secciones en cursiva son el pasado.
Tenía que alejarme. Escapar.
Salté las rocas que encontré a mi paso, sin prestarles mayor atención.
Tenía que ser un ser mágico. No un humano. Como humano no podía hacer cosas así. Matar a los míos.
Sería otro ser horrendo, de los que aparecían en los libros. Los que temían los seres humanos. Los que cometían actos crueles, que no eran perdonados.
No podía ser un humano.
No.
La tormenta a mi alrededor aumentó causando remolinos de nieve, acumulándola a mis pies para no permitirme avanzar.
Tenía que salir de aquí, no podía continuar en Arendelle. Arendelle era peligroso. En Arendelle estaban todos ellos. Seres que sabían la verdad de los monstruos. Que habían visto a uno nacer, estar entre ellos.
Seguí corriendo sin mirar atrás.
Tenía que acabar el invierno, la tormenta. Tenía que huir, alejarme de Arendelle. No volver. Me darían muerte aquí, no habría piedad, no existiría piedad para mí.
Llegaría el momento en que se decidirían a atrapar al monstruo, y lo lograrían, pero ya sería demasiado tarde. Ya habría matado a muchos, no regresarían todas las vidas que fueron arrebatadas con sus manos.
Manos manchadas de sangre humana. Como la mía.
Corrí descendiendo la montaña. No debía mirar atrás, no sabiendo que el eco de la voz de ese ser mágico me perseguiría, repitiendo esas palabras que había dicho. Me capturaría, y me tendría a su merced hasta que yo…
Ya me había convencido. Había visto las imágenes, la sangre. Con mis propios ojos había visto de lo que era capaz.
Corrí. Pisé el río congelado.
Y de pronto lo vi, lo tenía frente a mí, tan claro y reluciente. Detuve mis pasos y me quedé en mi lugar, contemplándolo sin saber qué hacer.
La tormenta de nieve finalizó, escuché los gritos de júbilo a la distancia, ellos estaban libres de la criatura, del frío, del invierno. Y yo, yo estaba con el monstruo.
El monstruo me observaba detenidamente con sus ojos azules, viendo cada uno de mis rasgos, el temor y la incredulidad en mis facciones. Era tan parecido a los humanos. Y no me iba a dejar escapar. Estaba frente a mí. No iba a apartarse, nunca iba a hacerlo, nunca lograría huir de él.
Frente a mí estaba mi captor, mi peor tormento…
El monstruo.
Fría como el hielo
Primera parte
.
.
.
Hans
.
Las velas del barco fueron soltadas y sentí cuando dejamos de ser dirigidos por las olas del mar, para ser uno con el viento, que marcó un rumbo en nuestro camino. Nos llevaba hacia el nordeste, dirección que queríamos seguir desde un comienzo, pero que nos vimos imposibilitados de tomar cuando la calma del mar desapareció.
Gritos de júbilo se escucharon en todo el navío y sonreí de lado; llevábamos tres días sin poder emprender el viaje de regreso a las Islas del Sur, las inclemencias del tiempo no nos habían permitido avanzar, una terrible tormenta azotó el mar y no quisimos resistirnos a ella, de lo contrario ahora seríamos parte la corriente marina.
Parpadeé al dejar de observar la tela azulina de las velas, de haber insistido en enfrentarla, la tormenta las habría destruido sin demora. Y a nosotros junto a ellas.
—¡Almirante Westergaard! —me llamó uno de los tripulantes del Ráfaga Nocturna, la embarcación que estaba bajo mi cargo desde hacía algunos años. Aage, nombre por el que respondía el marinero, realizó una reverencia en mi dirección, yo fui quien le ordenó, a él y a los otros, diseminar sus malas esperanzas de perecer en el océano una semana atrás. Me preguntaba cómo era que algunos de los marineros llevaban años navegando, si ante cualquier circunstancia se comportaban como chiquillos temerosos en su primer salto de obstáculos.
Farfullé un "patético" y giré para dirigirme a mi camarote, la tormenta había apaciguado, tal vez podría recuperar el sueño perdido de las últimas treinta y seis horas. Sólo dos marineros sufrían por sus lesiones, así que el barco no estaría del todo desatendido.
Aunque con tripulantes demasiado estúpidos y patéticos habría que reconsiderar mi decisión. Sin embargo, me encontraba exhausto, había trabajado como un peón para asegurarme que la tempestad no ocasionara perdidas lamentables y deseaba recostarme en el lecho para sumergirme en un merecido sueño.
Dejé la proa del barco y caminé por la parte lateral de la embarcación, sobre babor (1), escuchando las gotas de agua repiquetear contra el casco de madera y sintiendo cómo llegaban hasta mi cuerpo y rostro, humedeciendo mi camisa blanca que, de cualquier forma, ya se había visto afectada con las lluvias de ayer.
Bajé las escaleras que llevaban al nivel inferior y allí empujé la puerta que daba acceso a los compartimientos, donde me crucé con mi hombre de confianza, segundo al mando. —Preciso que todo esté en orden, Vilhelm —indiqué con voz gruesa, él colocó su brazo sobre mi hombro para darme una palmada amistosa. Llevábamos conociéndonos algún tiempo, desde el internado, y él, junto con mi buen amigo Georg, eran los únicos que tenían permitida tal familiaridad conmigo.
Sus ojos verdes me miraron con firmeza. —Siempre haces un buen trabajo, Hans. Yo me encargo de todo. —Se apartó de mí y avanzó hasta la salida, chisteando la melodía de una de esas ridículas canciones entonadas por los niños —y los marineros— en honor a las guerras entre Ingland y Francea el siglo pasado, Mambrú se fue a la guerra.
Dejé escapar una risa burlona y llegué hasta mi camarote, el más amplio de todo el barco, inevitablemente repitiendo en mi cabeza la tonada de la canción. Abrí la puerta y me abstuve de mascullar en voz alta; al prohibir que entraran sin mi autorización, todos los artículos que no estaban sujetos seguían desperdigados en el suelo de madera, en espera de unas manos que los recogieran. Me incliné y cogí lo más importante, que eran los documentos que llevaría a mi abuelo; recordé haberlos dejado en la mesa a medio analizar porque la tormenta había azotado y mi prioridad fue salir con vida.
Anudé los documentos con el listón rojo que estuvo en el suelo y avancé hasta la mesa para guardarlos en el cajón, de haber sido importantes habrían ido debajo de la tabla floja que quedaba oculta por la cama, un pequeño compartimiento secreto ajeno a los ojos de otros. Con mi pie pateé una de las sábanas blancas que se habían caído del lecho, dejándolas lo más cerca posible para cuando fuera a acostarme, con la idea de que sólo estiraría mi brazo para tenerlas.
Buscando relajarme, fui a un armario y extraje una botella de whisky y un vaso.
Serví la bebida y llevé el vaso a mis labios. Sonreí por la aspereza en mi garganta, poco me importaba no haber probado bocado en un día, si iba a terminar borracho, haber disfrutado de un whisky escocés lo habría valido.
Abandoné el vaso en la mesa lateral a mi cama y comencé a despojarme de mis prendas. Desabotoné la camisa y saqué los brazos con rapidez, luego la mandé volar a la silla, y comencé a escuchar el goteo insistente del agua en el suelo; me despojé de las botas y bajé mis pantalones, para sólo quedar con mis calzones blancos.
Coloqué los pantalones sobre la cómoda y nuevamente cogí el vaso, llevándolo a mi boca.
De repente, un escalofrío me recorrió; los vellos de mi piel se erizaron y sentí mis dientes castañear. Con escepticismo miré a través del ojo de buey, era imposible que estuviéramos muy cerca de las Islas del Sur o que nos hubiéramos desviado en demasía, rumbo a territorios más fríos. Avancé hasta la mesa, coloqué el vaso sobre la madera y desenrollé uno de los mapas del cajón, extendiéndolo para apreciarlo mejor. Nos encontrábamos cerca de Belgak, aún debíamos terminar de rodear Neerlandia para poder llegar a mi reino, no existía explicación plausible para la repentina frialdad que me envolvía.
Negué divertido y serví más whisky, probablemente podría estar comenzando a tener fiebre por la tormenta de ayer y lo único que calentaría mi sangre sería el líquido dorado.
—Necesitas un servicio de calidad, Hans —mascullé y de un sorbo finalicé el contenido del vaso, que volvió al armario en que se encontraba momentos antes. Supuse que mi cuerpo estaba lo suficientemente caliente, por lo que podría dormir.
Sin otro pensamiento, me recosté en el lecho, recogí las sábanas y cerré los ojos.
Sin embargo, el frío aún no se había ido.
.
Me desperté en medio de las sombras y asumí que el ocaso había caído durante mi sueño; a tientas busqué el reloj del bolsillo que había bajo mi almohada y, con la iluminación de la luna, pude distinguir eran las ocho. Había dormido sólo cuatro horas, pero mi cuerpo se sentía tan fresco como en las mañanas en que montaba a Sitron, costumbre que obviamente cesaba por los interludios en el mar, como el actual; tres meses habían pasado desde mi última estancia en mi reino, que se extenderían a tres y medio si teníamos otro impedimento en altamar.
Decidí que debía dar un paseo fuera, para corroborar que todo siguiera en orden; me describían como demasiado meticuloso, pero serlo en diferentes ámbitos era provechoso, no existían detalles nimios, todo podía llegar a ser en beneficio propio y no había que desaprovechar oportunidades. No cuando tenías hermanos mayores que saldrían mejor beneficiados que tú en la vida.
De manera lenta me coloqué la prenda bajo mi cintura, la camisa seguía humedecida y no me apetecía buscar otra entre mis pertenencias, sólo iba a dar un pequeño paseo en un barco colmado de hombres. Apostaba porque la noche de verano no fuera lo suficientemente fría, e incapaz de provocarme alguna afectación.
Salí de mi camarote y escuché algunos de los ronquidos provenientes de los compartimientos vecinos, ocupados por tres o cuatro hombres cada uno. Reconocí lo escandalosos que podían llegar a ser los tripulantes, y no sólo cuando se hallaban despiertos. Golpeé una pared riéndome por la exclamación dentro y continué mi camino.
Ascendí a cubierta, siendo recibido por la apacible noche, cuya quietud sólo se veía interrumpida por el momentáneo sonido de las olas. Agradecí que la temperatura no fuera muy alta y determiné que el frío de horas atrás fue sólo porque aún me encontraba mojado.
Llegué a popa y comencé a subir la escalera que llevaba a la cabina con el timón. Sonreí con petulancia al pasar al costado de un marinero, cuyos ojos se cerraban durante momentos. Me abstuve de patearle las botas, el hombre era agresivo y durante la somnolencia podría reaccionar violentamente teniéndome como objetivo, sin reparar que yo era su Almirante.
Mañana le haría limpiar los suelos de todo el barco por dormirse cuando tenía guardia.
Empujé la compuerta de la cabina y Georg me recibió con un asentimiento de cabeza, apartando la vista del libro entre sus piernas. Malnacido castaño. Podría estar activo a la hora que fuera. Bostecé inevitablemente y arqueé una ceja.
—¿Has olvidado que comandas el barco? —inquirí con sorna, ubicándome en la banca de madera en que se encontraba sentado, a un metro del lustrado timón de madera, tallado en Parizce por unos ingleses, irónico. Tras de mí quedó el mapa del continente europeo, en donde se mostraban los territorios en que el barco había ido en esta ocasión. Portuguel, Espagn, y el suroeste de Ingland, todos tachados después de haber sido recorridos.
Georg cabeceó divertido, mirando con fingida indignación la pose de calma que tomé al cruzar mis piernas.
—No temo al naufragio, Almirante, ¿tú sí? —Realizó un doblez en el borde inferior de la página de su delgado libro, In vino veritas. Filosofía, reconocí chasqueando la lengua—. Pensé que eras otro Juan Sin Miedo (2) —continuó con gracia, sin darle importancia a su falta de sueño. Me asombraba su actitud, una persona que no ha dormido el tiempo que debía se encontraría de pésimo humor, pero él no daba atisbo de tenerlo, o era muy bueno disimulándolo.
—Mejor lárgate a dormir, Georg —mascullé, quizá él era quien hacía competencia con el tiempo en que yo no me había recostado. Con más de treinta horas despierto era admirable que Georg permaneciera activo y leyendo, supuse que su tiempo breve en el ejército le había servido para amoldarse a la vigilia; aunque ese tiempo no correspondiera a la actitud que tenía para con la vida en general, o sus gustos literarios.
—Como ordenes —respondió dejando el libro bajo su brazo; señaló un objeto en la banca y salió tomando el mismo camino que yo había seguido minutos atrás. Volteé y me fijé que había dejado una naranja. La tomé y busqué la navaja en mi bolsillo para comenzar a pelarla, sintiéndome hambriento después de muchas horas sin alimento.
Corté un gajo y lo llevé a mi boca, preguntándome cuánto tiempo llevaba sin consumir un buen plato de comida. Quizá más de dos días, pues ahora con el retraso debíamos cuidar nuestro suministro de alimentos antes de llegar a casa.
Dirigí una mirada al frente del barco corroborando que no hubiera algún imprevisto y volví a cortar un nuevo gajo, lamentándome por no consumir algo más substancial, pero mi estómago ya estaba acostumbrado a comidas frugales por las muchas veces que había estado en el mar.
Mordí la naranja y me detuve en seco.
Un aire helado inundó la cabina, empañando los vidrios con levedad.
Mi piel se erizó. Me recorría la misma sensación de la tarde, una incomodidad en los miembros de mi cuerpo, que reprochaban verse expuestos a una temperatura baja. Mis dientes castañeaban como en la tarde, pero ahora mi cuerpo se estremecía con pequeños espasmos.
Nuevamente había frío, mas estaba seguro que no nos encontrábamos muy al norte, y en pleno verano no había posibilidad que las temperaturas bajaran tanto. Ni siquiera de noche.
Me paré soltando la naranja y guardando la navaja, me aproximé al vidrio y pasé mi mano para quitar lo empañado, pero antes de tomar el timón algo llamó mi atención. Algo que no había estado allí minutos antes.
Una espesa niebla se esparcía sobre el mar, entorpeciendo mi visión de lo que había después. Era blanca, no muy translúcida, al punto de que si llegaba hasta nosotros nos encontraríamos tan a deriva que ni las lámparas nos permitirían seguir avanzando con seguridad. Una niebla así era un gran temor para un marinero, le llenaba de inquietud, por la impotencia de verse obligado a someterse a ella.
Parecía que la madre naturaleza nos daba un claro mensaje. No quería que saliéramos vivos de este viaje.
Miré la niebla atentamente. —Maldi-ta se-ea, ¿de d-dón-de sa-saliste? —proferí en voz baja, notando que podía ver mi aliento frente a mí.
Así que de ahí provenía el frío.
Pero, ¿qué era? Estaba imposibilitado de hallar una respuesta desde el sitio en que me encontraba, ni siquiera yendo a la punta del barco podría estar lo suficientemente cerca para averiguar qué ocurría. Sin embargo, me encontré caminando exactamente hasta ese lugar, bajando la escalera y esquivando al marinero dormido.
Nadie más debía de estar despierto, de lo contrario estarían lanzando maldiciones contra lo que sea que estuviera ocasionando el frío.
Sin darme cuenta ya había llegado al límite del barco, atento a esa espesa niebla que se esparcía con rapidez acercándose a nosotros. Me apoyé en la barandilla, conteniéndome para no inclinarme porque caería al agua, sin la oportunidad de sostenerme del bauprés.
Entrecerré los ojos.
¿Qué era eso?
De pronto, una dulce voz llegó a mis oídos, su dueño… su dueña estaba cantando.
Ven cariño, no tengas miedo, estoy extrañándote,
triste aquel día en que dejé de verte;
mis ojos te buscan y no te encuentran.
Ven cariño, que te espero.
Un nuevo escalofrío recorrió mi cuerpo, su voz era una leve caricia, era tenue, fina, como la de una nodriza adormeciéndote a la hora de dormir, embriagante, hechizante. Tranquila para una apacible noche.
Reúnete conmigo en la noche,
cuando el sol cae, las tinieblas nos rodean
y nadie nos acecha.
Cuando somos libres y yo recorro tu rostro,
lentamente, acariciándote.
Siendo parte de mí…
Pero las palabras de su canción eran estremecedoras, daban a entender que dos amantes querían reunirse, y al mismo tiempo me hacían pensar que escondían un mensaje más oscuro.
Reúnete conmigo en la noche,
cuando los monstruos no nos buscan,
nos protegen, nos aíslan.
Nos corrompen.
Un secreto, algo prohibido.
Oscuro.
Cuando nadie nos acecha, y yo recorro tu rostro,
lentamente, acariciándote,
haciéndote parte de mí.
Dejando que la noche nos rodee…
En los mares, la existencia de las sirenas era comentada por los tripulantes que hacían guardias nocturnas, por marineros que frecuentaban las tabernas, incluso por los altos mandos que visitaban los casinos de categoría. Seres hermosos con seductor cuerpo de mujer pero cola de pez, seres de belleza sin igual que engañaban a los navegantes con su dulce voz, tentándolos para introducirse al agua y aprovecharse ellos, seduciéndolos y provocando tempestades. Si nos encontrábamos con una de ellas… Si me encontraba con una de ellas…
No podía permitirme ser escéptico ahora que había escuchado el canto de una mujer en medio del mar, cuando no divisaba ninguna embarcación. Ahora que la niebla se encontraba frente a mi barco.
Tragué saliva mirando a mi alrededor por alguna salida, pero la niebla comenzaba a rodearnos como una capa protectora, envolviéndonos no bajo su calor, sino un helado manto. Suavemente el agua nos había mecido hasta dejarnos en medio de ella.
Sentía el frío recorriendo mi ser, pensando en los últimos minutos de vida que me restaban si las historias eran ciertas. Ninguno de mis hombres estaba despierto, no había otro testigo de lo que estaba ocurriendo. Sólo era yo, y lo que fuera que me hacía compañía entre toda esta niebla.
El frío aumentaba, pero me veía imposibilitado de frotar mis manos, con el miedo de que si me soltaba de la barandilla, un movimiento brusco me haría caer al agua.
Entrecerré más mis ojos y de pronto vi una silueta a metros de distancia, indudablemente su cuerpo era de mujer, pero no estaba sumergida en el mar, parecía flotar unos centímetros sobre él, como sólo sería posible en un ser sobrenatural.
Pero no, presté más atención y me percaté que caminaba con lentitud sobre el agua. No existía la cola de pez, tenía largas piernas como cualquier mujer, y un cabello largo que caía quizá hasta su cintura, que se agitaba con el aire frío que nos rodeaba.
Ella era mi fin.
Esa criatura andante era mi fin.
Mas no se diría hacia mí, hacia mi barco. Iba hacia norte, con la cabeza en alto, en un andar elegante, un vaivén de caderas que habría provocado la tentación de cualquier hombre que presumiera de serlo.
¿Así eran realmente las sirenas?
—¿Qu-ué e-eres? —me encontré pronunciando sin poder evitarlo, maldiciéndome internamente, porque podría haber pasado desapercibido para… ella.
Escuché una risa suave, que estremeció todo mi cuerpo, sonaba tétrica. Demasiado. Su cuerpo se detuvo y noté que el viento frío también lo hacía, pero lo más increíble era que distinguía copos de nieve suspendidos en el aire, aún con la niebla.
No había explicación humana para todo esto.
—¿Qué soy? —respondió de vuelta la misma voz melódica que había entonado la canción de momentos atrás. Era un deleite para los oídos una voz como la de ella, suave, cautivadora. Me vi envuelto en su hechizo.
Comenzó a reír, pero ahora su risa era como hecha por un instrumento musical de viento, acompasada, controlada, débil. Como si no encontrara sentido a cualquier cosa que estuviera pensando.
—No lo sé —continuó, y me contagió el tono triste con el que sonó, aunque una corazonada me dijo que era mentira—, algunos podrían considerarme un monstruo, otros un ser sin comparación. ¿Qué crees tú? —interrogó con verdadero interés, algo en su forma de preguntar me lo indicaba, pero no sabría precisar qué. No podía pensar con claridad teniéndola cerca.
Permanecí elucubrando unos instantes. —No te conozco, no tengo idea —dije apoyando mis antebrazos en la barandilla de madera. Agradeciendo que ahora el frío no me impidiera pronunciar bien mis palabras. —Nunca me había cruzado con alguien como tú. No puedo opinar sin conocerte.
—Eres muy considerado —agradeció ella riendo levemente, dejándome entrever que realmente se sentía agradecida por mis palabras—, el primero que no me dice que soy un monstruo teniéndome tan cerca. ¿Cómo te llamas?
—Hans, ¿por qué habrían de llamarte monstruo? —pregunté aprovechando el interés que tuvo en mí, intrigado por lo que fuera ella. Cerré los ojos bufando, debería preguntarle su nombre también.
De repente la niebla dejó de esparcirse alrededor del barco, y empezó a volver a ella. Los copos de nieve también lo hicieron, ella partía, dejándome a salvo.
—Porque dicen que hago cosas malas, Hans. Aunque nunca lo he creído así. Los monstruos matan a sus iguales. Yo no lo he hecho. Debo de irme, ya me he detenido mucho tiempo. Buen viaje, espero que llegues a tu destino sin otras complicaciones—. Volvió a avanzar alejándose del barco, pero debía saber una cosa antes.
—¡Espera! —grité con todas mis fuerzas, sin el frío podía permitírmelo—, ¿puedo saber tu nombre?
Pasaron unos segundos y pensé que había sido en vano mi atrevimiento, pero ella se detuvo nuevamente y llegué a distinguí el girar de su rostro.
Sus párpados se levantaron y un destello apareció donde se encontraban sus ojos.
—Elsa —reveló y alzó su mano, de la que despidió una brisa fría que movió mi barco.
Busqué la barandilla con rapidez y me sostuve con fuerza.
Pero al alzar mi rostro de nuevo Elsa había desaparecido.
La neblina y el frío junto con ella.
No obstante, en el dorso de mi mano había un pequeño copo de nieve dorado, que se destruyó con una explosión de luz y escarcha.
.
.
.
Elsa
.
Salí al jardín un poco feliz y un poco triste, mami me acababa de decir que ya no habría nieve, que ahora era tiempo para que las florecitas salieran.
A mí me gustaba más la nieve. Como la que yo hacía.
Reí divertida y moví mi manita queriendo ver un muñeco de nieve, pero no lo hice porque vi a una señora con cabello amarillo y un bonito vestido azul salir de atrás de un árbol.
—Hola —saludó viniendo a mí. La miré enojada. Papi me decía siempre que no podía hacer nieve si había alguien que no conocía.
—Hola. —Abrí los ojos con miedo y tapé mi boca. Papi y mami decían que no hablara con personas que no conocía. Me di la vuelta para entrar al castillo, la señora Gerda me había dicho que saliera porque iban a sacar a mi hermanito o hermanita de mami y yo no podía ver. Pero yo quería ver cómo hacían para que saliera de la panza de mami.
—No te vayas —dijo la señora de cabello amarillo y vestido azul bonito. —Conozco tu secreto, que haces nieve. Yo también puedo hacer algo parecido. ¿Quieres verlo?
Sonreí y me volteé feliz. —¿Puedes hacer nieve? —Volví a tapar mi boca.
—¿Qué ocurre, pequeña? —preguntó poniendo su rodilla en el pasto. Me sonrió y vi sus dientes blancos. Era bonita. —¿No te dejan hablar con extraños? —Moví mi cabeza diciendo que no. —Bueno, pues si te digo mi nombre y tú me dices el tuyo ya no seremos extrañas. No conocemos el nombre de los extraños.
Sus ojos azules me miraban mucho. Moví la cabeza de arriba abajo.
—Me llamo Agnes, no puedo hacer nieve, pero sí otra cosa. Después de que me digas tu nombre te enseño, ¿cómo te llamas? —Vi otra sonrisa.
—Soy la princesa Elsa de Arrendel —repetí lo que papi me decía siempre.
—¡Una princesa! Qué honor, su Alteza —me dijo bajando la cabeza como hacían los señores que veían a papá. —Ahora te mostraré qué puedo hacer.
Puso su mano cerca de mi nariz y sonrió otra vez. Abrí los ojos y sentí que algo en mi cabeza se movía. Luego vi mi listón azul llegar hasta su mano.
Aplaudí feliz. ¡También hacía magia!
—¿Te gustó? —Moví mi cabeza diciendo que sí. —Qué bueno, enséñame qué puedes hacer tú.
Moví mi mano y pensé en la nieve. Sentí algo en mi mano y la señora Agnes aplaudió feliz.
—¡Muy bien!, ¿quieres ver qué otra cosa puedo hacer? —La señora me dio su mano para que la tomara. —Daremos un paseo —dijo y no le di mi mano. —No te preocupes, Elsa. Te digo un secreto, soy amiga de tu papi Adgar y tu mami Idun. Quiero ser tu amiga también, vamos a jugar mientras buscan a tu hermanito o hermanita, ¿damos ese paseo y jugamos?
Vi su mano antes de darle mi mano. Era amiga de mi papi y mi mami. No era una extraña.
—Nos vamos a divertir mucho juntas, Elsa —escuché antes de que empezara a decir palabras raras. —Ya lo verás —dijo cuando el jardín del castillo desapareció.
ω
Dirigí mi mirada al soleado horizonte, cuestionándome el porqué de no aparecer simplemente en Arendelle, en vez de tomar el camino largo andando a pie.
Era estúpido que estuviera recurriendo a algo tan insignificante como la caminata cuando podía haber estado demostrando la grandeza de mis poderes, lo que una simple joven era capaz de hacer con el control del hielo y la nieve.
Lo que muchos temían.
Pero secretamente deseaban poseer.
Resultaban patéticos cuando veían con envidia cómo un solo movimiento de mi dedo podía hacer creaciones en extremo hermosas y que no podían aspirar a hacer. Pero más patética era la forma en que sus rostros se contraían del miedo con solo mirarme, escuchar de mí o verme actuar.
Aunque no todos.
Por primera vez me había encontrado con uno que no se amedrentó con tenerme cerca, sino que incluso se aventuró a saber de mí.
El tal Hans era un hombre de lo más extraño.
Me había dejado intrigada el encuentro de ayer por la noche en medio del mar. Cuando había visto el barco cerca durante la tarde los quise desviar de mi camino haciéndoles un poco de oleaje, pero inteligentemente habían podido manejarlo y continuaron su camino, así que había decidido divertirme llegada la noche.
Casi nunca tenía oportunidades para admirarme de lo mucho que había aprendido de mis poderes todos estos años. De regocijarme con la manera en que la angustia se acumulaba en la gente y les hacía cometer actos insensatos que pensaban les ayudarían a resolver la situación y deshacerse de mí.
Eran muy ingenuos.
Y yo muy humilde, siempre tenía oportunidades para probar mis habilidades, y cuando se presentaba otra nueva ocasión la aprovechaba sin miramientos.
La estúpida de Agnes me había enseñado tan bien.
Llegada la noche, me había aproximado más a la embarcación y comenzado con mi entretenimiento, con sólo suspirar los había dejado atrapados en la niebla. Un pequeño movimiento de mi índice había descendido la temperatura y un giro de mi mano había provocado que los copos de nieve aparecieran completando el lindo panorama. Había sido aburrido porque nadie se había alterado, y simplemente había querido dejarlos congelarse y sumergirse en el mar sin dejar rastro.
Hasta que ese Hans había aparecido.
Él no había podido verme bien, me había asegurado que la niebla fuera muy densa y le fuera imposible distinguirme, pero yo sí había sido capaz de observarlo.
Era un hombre en su veintena, alto, con buen porte, atlético, de tez blanca aunque tostada por el sol, de ojos verdes y cabello cobrizo. Un descripción sencilla, ¿qué más debía decir de él?, no me interesaba en lo absoluto su aspecto.
Aunque… quizá los estándares de belleza de la sociedad europea podrían catalogarlo como apuesto, bien parecido.
Pero lo que había atraído mi atención al verlo de reojo fue la arrogancia que desprendió con su barbilla por lo alto y la firmeza de sus hombros a pesar del frío que le había hecho temblar aunque no lo quisiera.
Esa clase de hombre bien podría haber tenido alguna habilidad mágica y ser digno de respeto. Había notado que tenía el carácter para poseer un poder.
Era una lástima para él no tener ningún don.
Y una desafortunada suerte para el mundo, porque podría haber hecho mucho.
Fueron su valentía y su interés los que me orillaron a no darle muerte a alguien. Por primera vez.
Nunca había titubeado con las seis personas a las que había matado.
En este momento los demás tripulantes deberían estar agradecidos con él, porque este amanecer podrían haber estado dentro del estómago de un tiburón.
Reí en voz alta imaginándome sus gritos de dolor cuando los afilados dientes de la bestia marina atravesaran sus miembros.
Aunque habría sido mucho mejor que sus cuerpos se tornaran azules del frío y los latidos de sus corazones cesaran en el mismo momento. Nunca había intentado dar muerte a muchas personas a la vez. Habría sido interesante probarlo.
Debí haberlos desaparecido sin considerar al pelirrojo, ahora no estaría creando historias en mi mente, sino rememorando lo ocurrido.
Me encogí de hombros desdeñosa, ya eso era pasado, lo que tenía que hacer era enfocarme en el futuro, llegar a Arendelle, presenciar cómo la princesita menor estaba tomándose su papel de reina después de la muerte de sus padres.
Probar sus capacidades como gobernante.
No tenía pensado arrebatarle el trono que "por derecho me pertenecía", porque un reino era una posesión mediocre para mí, que poseía algo mucho mejor. Pero quería divertirme un rato con los súbditos, ver hasta dónde podían soportar el frío.
Cómo suplicarían por sus vidas y las acciones que harían para tratar de detenerme.
Aparté la mirada del horizonte y di otro paso sobre el agua, congelándola con mi pie para poder seguir avanzando sin hundirme. Era aburrido estar en el mar, pero era la segunda manera más rápida de llegar a Arendelle sin contratiempos. Tener que atravesar calles atestadas con insignificantes humanos me repugnaba, cruzarme con algún barco no era nada en comparación, engañarlos resultaría demasiado fácil.
Bajé la vista y me encontré con que debajo de mi superficie de hielo los peces de colores se arremolinaban interesados en quien fuera que pudiera andar sobre ellos. Inevitablemente ellos me recordaron a mis años viviendo en Francea con Agnes, donde la cabaña cerca de la playa me daba la libertad de salir y sentarme a contemplar el atardecer sentada en una roca, con los pececillos nadando alrededor de mis pies, haciéndome cosquillas.
Año tras año, durante los cinco que habíamos vivido allí, me había encontrado haciendo lo mismo. Fue pacífico, determiné, pero no tenía la menor idea de por qué, sólo había tenido esa rutina hasta los diez, antes de que Agnes y yo nos mudáramos a Germandell.
Pateé el suelo con mi zapatilla de hielo y los peces huyeron atemorizados, así era mejor, me distraían.
Observé a mi alrededor dando un suspiro, estaba un poco fastidiada de andar en el Mar del Norte sin algo en qué ocuparme, sólo veía gaviotas, nubes, agua y ocasionales aletas de tiburones.
—Es aburrido —solté suspirando hondamente, sintiéndome tentada a simplemente aparecerme en Arendelle y desistir de este viaje por mar. No estaba resultado como esperaba, había creído que por ser comienzos de verano podría haber muchos barcos que me servirían de distracción. Pero nada.
—¡Elsa! —llamó una voz aguda tras de mí y viendo de reojo me fijé que aparecía el estúpido de Olaf, corriendo para alcanzarme. Probablemente yo le llevaba medio kilómetro de ventaja.
—Otra vez ese maldito muñeco —musité continuando mi camino. Cuando me dije que era aburrido, no esperaba que la criatura que me hacía compañía desde niña volviera a darme alcance. Pensé que dejarlo en las costas de Ingland había servido, pero me podía dar cuenta ahora que no fue así.
Tal vez ni un océano de distancia servía con él.
—¡Elsa, espera! —gritó y su voz sonó más cercana a mí. Al ser, lamentablemente, una creación mía, la superficie bajo él podía congelarse para permitirle avanzar.
Todas las veces que había tratado de impedirlo no rindieron frutos, él tenía cierta ventaja por ser parte de la Reina de las Nieves.
Aceleré el paso riéndome, haciéndome la desentendida. Indiferente a sus patéticos alaridos de esperarlo. Si tanto interés tenía en llegar a mí, iba a hacerlo. Siempre lo lograba, recordé con ironía.
Y, ratificando mi predicción, llegó hasta mi lado. Parecía querer recuperar un aire que no necesitaba.
—¡Guau! Hasta que llego, fue un largo camino —dijo animado, apenas y le dirigí una breve mirada. No necesitaba verlo otra vez para saber lo que estaba haciendo. Seguramente tenía sus brazos sobre su rostro blanco de nieve, su torcida nariz de zanahoria elevada mirando al cielo y su boca amplia formando una sonrisa, dejando ver el estúpido diente de conejo que sobresalía de ella. Sus ojos negros estarían buscándome para recibir mi aprobación y sus delgadas cejas se encontrarían hacia arriba, en gesto de admiración. —Debiste esperarme y habríamos podido admirar todo juntos, las pequeñitas gaviotas aprendiendo a volar junto con sus madres, los delfines saltando y haciendo esos adorables sonidos de eh, eh, eh.
Rodé los ojos y comencé a peinar mi cabello con una trenza, admirando el brillo que el sol le daba a las puntas.
—Y…y, ¡familias! Todas disfrutando de un verano en la playa, ¡fue maravilloso! —exclamó y lo miré fijamente, deteniéndome en medio del mar.
—¡Entonces te hubieras quedado ahí de una buena vez y hubieras desaparecido de mi vida, maldecido muñeco! —espeté soltando mi cabello, alzando mis brazos exasperada—. Te he repetido hasta el cansancio que no quiero verte, tenerte cerca, escucharte. ¡Quiero que desaparezcas! Eres un estorbo, si pudiera eliminarte lo haría, pero eres un estúpido ser mágico y rompería el juramento. Y aunque me atreviera a romperlo no desaparecerías, ¡cuántas veces no lo intenté antes! ¡Déjame en paz de una vez!
Continué caminando impasible a la mirada anhelante que me dirigió, no pasaría ni un minuto y volvería a andar a mi lado, mis palabras nunca tenían efecto en él, lo cual estaba llevándome al borde del hastío.
—Muy bien. —Escucharlo nuevamente a mi costado me hizo bufar, su tono alegre era un castigo para mí, era tan pueril que me avergonzaba haberlo creado en primer lugar—. Iremos en silencio hasta Arendelle. ¡Ya quiero conocer a Anna en persona! Se veía tan bonita esa vez que la viste en el hielo. Y como reina debe ser muy buena, seguramente los habitantes la quieren mucho. ¿Qué haremos cuando la veamos?
Extendí mi mano derecha y di un giro con ella.
Su grito de asombro siempre que lo mandaba a volar era lo único que soportaba de él.
ω
Caí al piso y comencé a llorar. —¡Quiero a mi mami! —dije junto a la señora Agnes, que rió feo, como siempre hacía cuando le decía eso—. ¡A mi papi!, ¡A mi hermanito o hermanita! ¡Quiero ir a mi casa! —La señora Agnes siguió comiendo en la mesa y jalé su vestido verde. —¡No quiero estar contigo! ¡Quiero ir a mi casa! —grité y le pegué en la pierna, viendo que mi magia apareció ahí. —¡Eres mala! ¡Quiero a mi mami!
Sentí su mano en carita, apretando fuerte, me dolía mucho.
—¡Escúchame bien mocosa! Nunca volverás a ver a tu mami, a partir de hoy yo seré tu mami, ¿entendiste? Si eres una buena niña no seré mala contigo, pero si no lo eres, no dudes que te pegaré.
Mi carita me dolía, pero la moví de arriba abajo. —Ahora come. Por ser tan buena te daré chocolate después.
Me senté y ella me dio un beso en mi mejilla, acariciando mi cabeza aunque no me gustaba.
—De cualquier forma, en unos meses comenzarás a olvidarlos, y en un par de años no sabrás quiénes son —dijo con voz bajita. —¡Pero mira allá, Elsa! —gritó y se paró hasta donde había un lugar con fuego, papi había dicho cheminea. Miré a un muñeco de nieve. —¡Una creación tuya!
—¡Hola! —El muñequito movió sus manitas y reí feliz. Era chistoso. —¡No tengo nombre!
—¡Olaf! —grité parándome y corriendo hasta Olaf. —¡Eres Olaf! ¡Mi papi y yo te hicimos!
—Perfecto, Elsa. Ahora será la primera gran prueba de tus poderes —dijo la señora Agnes. Olaf y yo la miramos. ¿Prueba?, ¿qué era una prueba?
Abrí mis ojos cuando levantó a Olaf y lo puso cerca del fuego. —¡No! —gritamos los dos. Estaba diciendo adiós. ¡Se iba a ir! ¡No quería que se fuera!
—Veamos qué harás para impedirlo.
Corrí y puse mis manitas en Olaf.
Él tuvo una luz azul en su cuerpo y la señora Agnes lo soltó al suelo, yo lo abracé y él me dio un abrazo.
—Buen comienzo, Elsa. Tu amigo Olaf no desaparecerá nunca. —La señora Agnes se puso en su rodilla y tocó mi mano. —Te permitiré quedártelo, sólo si me dices mamá.
—Mi mami se llama…
—No, Elsa. Yo seré tu nueva mami. Si no quieres que Olaf se vaya, me dirás mamá.
Vi a Olaf, y le di un beso.
—Sí, mami —dije y ella hizo una sonrisa bonita, aunque otras veces hacía una que se veía feo.
—Así se hace, hija. Pero a Olaf le falta una nariz—. Puso su mano frente a ella y desde la mesa se acercó una zanahoria. La puso en la cara de Olaf y reí porque se veía chistoso. —Ya está perfecto, la primera creación de la Reina de las Nieves.
ω
Contemplé Arendelle con una sonrisa ladina, expectante de lo que ocurriría en mi tiempo aquí.
El castillo se imponía sobre todo el territorio, ocupaba por lo menos la cuarta parte de todo el reino —si contaba las montañas. Sus altos muros de piedra grisácea, desgastada y amarillenta por el tiempo, resguardaban el tesoro más grande de la Familia Real, el único miembro que continuaría la línea dinástica, que cumpliría su tonto propósito de casarse, dar un heredero y gobernar hasta que la vida se le fuera de las manos, el único miembro que sólo serviría para estar al frente de un reino, pero del que dependía totalmente.
Las torres seguramente estaban para demostrar a los habitantes que el dominio de todo estaba en quien era dueño y señor de ellas, porque sus grandes tamaños obligaban a que la vista de cualquier humano recorriera su —no tan inmensa— altura y su grosor, sintiéndose como un pequeño renacuajo a los pies de semejante muestra de poder. Para mí no era nada impresionante. Pero también las torres esconderían los secretos más profundos del castillo, los calabozos, y todas las personas que alguna vez terminaron allí, temporalmente o de por vida; y la vigilancia, que había visto cosas ajenas a los ojos de quienes resguardaban, y cuyas manos estaban manchadas de sangre "justificada" por un bien mayor.
Desvié la vista de los tejados verduzcos y de las banderas con los colores del reino —púrpura, verde y amarillo—, y continué mi inspección siguiendo el camino de piedra que conectaba al pueblito con el castillo, riéndome divertida de lo diminutas que eran las casas en comparación con el hogar de la reina.
Eran simples pocilgas de piedra y madera, desaliñadas, que con suerte soportarían un frío invierno, no guardarían calor ni con las patéticas chimeneas que sobresalían en sus techos. Detrás de las pocilgas se extendía la primera montaña con la cumbre nevada y creí que era lo único bello que había en este ridículo reino.
Decidiendo que el punto en que me encontraba era el último que podría hacer a pie para no atraer toda la atención de una sola vez, me concentré en desaparecer del mar.
Y lo hice, envuelta en una lluvia de escarcha y un remolino de nieve.
.
Aparecí tras una de las últimas pocilgas, que se presumía abandonada, buscando a mi alrededor algún posible testigo. Negué desilusionada al ver que nadie parecía andar por allí. Aunque la falta de grito bien podría haberme dicho que ninguna persona había acudido al lugar, además de mí.
Fruncí mis labios pensando en que había perdido mi oportunidad de comenzar a sembrar el temor en Arendelle con una muerte extraña casi al final de la tarde. Ya habría otra ocasión, ahora debía desaparecer mi fino vestido de hielo y encontrar un sitio en el cual adquirir un poco de alimento, años atrás había descubierto que no necesitaba ingerirlos con la frecuencia de un ser vivo común, pero después de días sin él requería siquiera un poco de chocolate, del que me había vuelto adicta gracias a la estúpida de Agnes. (También había notado que la incomodidad sanitaria femenina había desaparecido).
Con pena incliné mi cabeza e hice dar giros a mi índice derecho, deshaciendo poco a poco el vestido brillante que cubría mi cuerpo, desde la larga falda que caía con libertad desde las caderas, hasta la parte superior hecha de copos de nieve, que finalizaba con un cuello alto. Con molestia, observé la prenda sencilla que se revelaba bajo mi vestido. Las mangas largas de escarcha daban paso a unas cortas de muselina verde, como todo el vestido, que sólo se sujetaba al busto, dejándolo a la vista levemente por el bajo escote.
Bufé irritada y busqué una moneda de baja denominación en el pequeño bolsillo —no llamaría todavía la atención "tomándolo sin permiso"—, pero al dar un paso para ir al camino principal reí divertida, percatándome que seguía con las zapatillas de hielo. Di dos golpes a la piedra del suelo y explotaron después de un leve crujido, dejando unas minúsculas zapatillas marrón de tacón bajo en su lugar.
Me dispuse a avanzar nuevamente, pero me detuve cuando vi a un hombre joven llegar a donde yo me encontraba. Él apoyó su hombro en la pared de piedra de la pocilga a mi derecha y sus ojos negros me recorrieron de pies a cabeza.
Enarqué una ceja y me crucé de brazos, imaginándome la clase de pensamientos indecorosos que estarían recorriendo su cabeza. Los hombres eran seres despreciables, principalmente aquellos que sólo buscaban pasar su vida complaciéndose en la cama.
La mirada lasciva de éste expresaba que eso era lo único que quería. Seguramente su gordura le había ocasionado desprecios de las mujeres y su pobreza no le permitía pagar a una para darle placer.
Aunque imaginaba que en el puritano Arendelle, diferente a Ingland y Francea, y muchos otros reinos europeos, no habría alguna "casa de citas".
—¿Qué hace una campesina tan sola en un lugar abandonado? —preguntó él aproximándose a mí con cautela, ingenuamente creyéndome su presa—. Una muchacha tan bonita no debería andar sin compañía, pero, ahora que te veo más de cerca, no recuerdo verte antes. No olvido la cara de una muchacha tan linda, ¿no eres de Arendelle? —Llegó hasta mí y alzó su brazo con intención de tocar mi rostro.
Así que este puritano lugar no tenía personajes tan decentes como quería aparentar.
Su repugnante mano se posó en mi mejilla y yo sonreí de lado por su atrevimiento. —Estás muy fría… ¿te gustaría que Frer te diera de su calor?
Solté una carcajada que le hizo retroceder con miedo, frunciendo su ceño profusamente. Yo di un paso hacia él, imitando su acción anterior, pero sólo colocando la punta de mi dedo en su pómulo.
Tal vez mi mirada inexpresiva le aturdió, porque trastabilló y cayó sentado en el suelo cuando quiso poner más distancia entre los dos.
—¿Qué ocurre, Frer, no te agrada el frío? —dije con un ronroneó, apreciando el copo de nieve dorado que apareció en su rostro. Una obra de arte de doce puntas. Afortunadamente tendría un buen uso. —¿A dónde se fue todo tu calor?
—¿Qu-ué qué e-e-er-eres? —tartamudeó arrastrándose por el suelo, como una lombriz rastrera. Asquerosa, débil, patética. Reí nuevamente y su cuerpo tembló notoriamente.
Hice una pequeña reverencia con indolencia. —No creo que importe, Frer. —Elevé mi mano y coloqué mi palma hacia arriba, una a una toqué las yemas de mis dedos con mi pulgar y lo miré impávida.
Las puntas de sus manos comenzaron a tornarse azules y sabía con certeza que estaba ocurriendo lo mismo con sus pies. Sus cabellos negros se volvieron blancos y comenzó a temblar más, golpeando su cabeza contra el suelo cada vez que la temperatura corporal comenzaba a descender.
Sus ojos se enfocaron en mí y percibí el profundo temor que sentía.
Me sentí rebosante de dicha al saber que era yo quien provocaba tal reacción en esta patética lombriz. Oh, lo feliz que sería haciéndole lo mismo a otro que lo mereciera. Suspiré cuando trató de soltar un grito de auxilio a pesar de que su garganta estaba siendo consumida por el frío.
—Eres un ingenuo, Frer —susurré con gracia, negando con diversión.
Poco a poco sus miembros se volvieron azules y sonreí cuando sentí mi magia llegar a su corazón, que se detuvo con el último suspiro de su dueño.
—Pobre hombre, ¿qué ha pasado contigo?, ¿quieres recuperar tu calor? —dije con burla observando mi trabajo admirada.
Comencé a empuñar mi mano en el aire y una translúcida neblina azul abandonó el cuerpo de Frer, dejándolo como estuvo antes, con su piel blanca y sus cabellos negros, sin una huella de que el frío lo había consumido.
Todavía no daría indicios de que yo había sido la causante.
Rodeé su cuerpo y le dirigí una breve mirada antes de internarme en los caminos del pueblo.
Era mi primera muerte en Arendelle.
.
.
.
Hans
.
Entré al salón Real del castillo de mi familia, que había pertenecido a la dinastía Westergaard desde hacía más de un siglo, e incluso más tiempo atrás, cuando la última mujer de los Søregaard —el antepasado original de las Islas del Sur— se desposó con mi tata-tara-tatarabuelo paterno.
Divisé en el trono a mi abuelo, que daba alguna reprimenda a uno de los sirvientes, por la cara atemorizada de éste último.
Søren Westergaard III no cambiaría nunca, ni siquiera ahora que estaba en sus últimas como el soberano de las Islas del Sur, había sido criado con los ideales políticos de la Francea de 1780 y se creía con los privilegios del mismísimo Delfín que fue asesinado durante la Revolución.
Y me había transmitido muchas de sus creencias, para su gran orgullo.
Afortunadamente para mi abuelo, ambos éramos hombres sagaces en los negocios, y nuestras excentricidades no suponían algún problema para nuestra riqueza.
Llegué hasta ellos y di una lacónica inclinación de cabeza a mi abuelo, que sonrió arrogantemente y despachó al sirviente con un ademán indiferente.
—¿Qué ha sido ahora, abuelo? —pregunté ubicándome en el trono de terciopelo rojo junto a él, cruzando mis piernas y apoyando mi codo izquierdo en el brazo tallado de oro de la silla. Enarqué una ceja y le miré con diversión. —¿Alguno de tus pañuelos almidonados no fue debidamente anudado en estos meses que estuve ausente?, ¿o la plata de sus utensilios de comida tenía una impureza?, ¿o sus caballos no fueron atendidos como debían?, ¿o no se lustraron sus botas con brandy sino con un escupitajo? —inquirí buscando la respuesta en sus ojos verdes.
Mi abuelo soltó una carcajada, que hizo tintinear las condecoraciones sujetas a su pecho, sobre la chaqueta azul que vestía hoy, del mismo color cobalto que sus pantalones. Llevó una mano hasta su ojo derecho y se limpió una lágrima.
—Has hecho falta en este castillo, muchacho —me dijo inclinándose para darme una palmada en el brazo—. Esos hermanos tuyos son una verdadera desgracia, en especial el mayor de ellos. Es una vergüenza para la casa de Westergaard que vaya a ser el próximo rey cuando abdique el trono en agosto. Si esas estúpidas leyes de nuestros antepasados pudieran ser modificadas tú estarías preparándote para tus obligaciones como soberano.
Reí burlonamente. Desde que tenía doce años había escuchado el mismo discurso de mi abuelo, que desde mi infancia había tomado una gran inclinación por mí, al ser el único de los hijos de mi padre que me le parecía físicamente —y que, según él, era el único que valía la pena.
—¿Otra vez Hugo propuso una estupidez, abuelo? —resolví quitándome los guantes blancos para guardarlos en el bolsillo interior de mi chaqueta azul.
—Asombrosamente no, sino uno de los bastardos de tu padre. Maldita la hora en que mi único hijo decidió que sus siete hijos ilegítimos fueran reconocidos. Aunque creo que eso se lo tengo que agradecer a mi difunta esposa, qué falta de respeto para tu madre, muchacho.
Me encogí de hombros, si ella lo había tomado bien cuando estuvo viva, ya no podía hacérsele nada. Mas ser el quinto hubiera sido mejor que ocupar el lugar trece.
—¿Y qué fue?, no importa quién, ¿qué se le ocurrió proponer al Consejo?
—¡Un maldito puente que llegue hasta Ingland! —exclamó mi abuelo alzando los brazos y yo estallé en carcajadas, como debieron haber hecho todos los que escucharon la propuesta en primer lugar. Coloqué una mano en mi estómago, mis hermanos era unos imbéciles, quizá sólo uno se salvaba, pero los demás presumían su falta de inteligencia.
—Creo… que me… hubiera… gustado… estar ahí —musité entre risas, conteniéndome para no orinarme.
Mi abuelo rió y negó divertido. —Pero no era para eso que te mandé la nota al muelle para que te presentaras ante mí —dijo y me puse serio, porque se me había hecho extraño el recibimiento.
Él siempre me decía que lo viera al día siguiente de mi llegada, no al momento de pisar tierras sureñas. Brevemente me preguntaba cómo había sido el viaje, pues tenía plena confianza en mí; en lo que se enfrascaba era en hacerme conocedor de los sucesos acaecidos en el reino, lo cual podía ser más adelante, según su opinión. Que me hubiera citado en mi llegada significaba que era un tema importante.
—Me lo imagino, abuelo —admití elevando una ceja inquisidor.
—He encontrado tu oportunidad, Hans —enunció recostándose en el respaldo aterciopelado de su trono, viendo hacia las puertas de madera de la entrada pintadas con una interpretación de Odiseo en su reencuentro con Penélope, cuando él volvía a casa después de la Guerra de Troya. —De que seas rey —completó mirándome a mí.
Abrí los ojos asombrado, no era un secreto para mi abuelo que yo ansiaba serlo, pero meses atrás medité las oportunidades y decidí que no muchas princesas estaban disponibles, y que mis oportunidades para sólo ser el príncipe consorte de una princesa eran muchas. Por tanto, simplemente me había encogido de hombros y continuado con mis labores de Almirante.
Si ahora había una oportunidad que yo no contemplé, podría considerarla.
—¿Cómo? —cuestioné prestándole toda mi atención, él sonrió de lado.
—La oculta heredera de Arendelle ha salido a la luz esta primavera que pasó y ahora es la reina. Pensábamos que estaría reclusa hasta cumplir los veintiuno, pero no es así. Quizá su Consejo decidió que era digna de una oportunidad, por si los resultados eran los mismos que en Ingland, como con la actual reina Virgina —aseveró mi abuelo en tono confidente, acariciando su la barba blanquecina que cubría su mentón—, ¿qué opinas?
—No es muy joven para mí, aunque si hubieran encontrado a la princesa secuestrada no tendría la sensación de que estaría con una niña —contesté recordando la información más precisa de Arendelle. Había ocurrido cuando yo era un niño de cinco o seis años. La princesa fue raptada, la persona causante había burlado la seguridad del castillo y desde allí se la había llevado. La niña, de la cual no me acordaba el nombre, fue vista por última vez en el jardín, donde la enviaron el día del nacimiento de su hermana.
Nunca la habían recuperado.
Fue un duro golpe para la realeza de Arendelle, pues dos años atrás la sobrina del Rey, la princesa de Corona, había tenido la misma suerte, sólo que ella sí fue encontrada, precisamente el mismo año en que sus tíos fallecieron.
Y los reyes no habían vuelto a ver a su hija.
Una triste historia.
Quizá la reina actual esperaba encontrarla todavía.
—Hubiera esperado para ti una novia más madura que Anna de Arendelle —mi abuelo me sacó de mis pensamientos—, pero será de provecho que ella no haya explorado el mundo desde su nacimiento —manifestó haciendo hincapié en la sobreprotección a la que la princesa menor fue sometida desde su nacimiento, al punto de que nadie la conoció nunca, apenas sabiendo su edad y su nombre—. El dignatario que envié en mi lugar asegura que es bonita, y podría llegar a ser manipulable, aunque esté llena de espíritu. Con certeza podrías enamorarla rápido y ganarle a los pretendientes que seguramente la acechan en estos momentos. Eres mejor partido que muchos. Tienes el respaldo de un reino próspero y todo el apoyo de su rey, obtendrías mucho de mi parte si la desposaras antes de que yo me retire, Hans.
—Estoy seguro de ello abuelo. Entonces, ¿no supongo mal cuando digo que mañana mismo debería partir nuevamente? —inquirí levantándome de su asiento para mirarle de frente. Él asintió con orgullo.
—Eres un muchacho listo, Hans. Nada te detendrá hasta cumplir tu objetivo. Espero la buena nueva en menos de un mes, es lo que te queda de tiempo. —Asentí e hice una reverencia, empezando a prepararme para tres semanas de cortejo a la reina de Arendelle.
Me di la vuelta para abandonar el salón, pero las palabras de mi abuelo me detuvieron en seco: —Me pregunto qué habrá sido de la princesa Elsa de Arendelle —dijo para sí, y yo me obligué a seguir andando.
¿Existía alguna posibilidad de que la mujer que me encontré en medio del mar fuera la princesa perdida?
Salí del salón con pasos firmes, que no hicieran notar que estaba sumido en mis cavilaciones. Tenía que pedir a los sirvientes del castillo que prepararan el barco para partir mañana al amanecer, dejaría descansar a mis tripulantes el día de hoy.
Hacían dos semanas desde que había decidido apartar de mis pensamientos esa noche de junio en que me había cruzado con la mujer que dijo llamarse Elsa, que había sido capaz de crear una ventisca fría, controlar una niebla, caminar sobre el agua y embrujarme con su hechizo —al grado de que me pareció haberla soñado en todo este tiempo.
Había decidido que tal vez se hubiera tratado de una alucinación y no hasta ahora no había comentado a nadie, ni siquiera a Georg y Vilhelm, lo ocurrido. Había quedado pasmado cuando el copo de nieve dorado desapareció y las tres noches siguientes había estado despierto con la esperanza de cruzarme con ella nuevamente, pero no había ocurrido.
Nunca había creído en los seres sobrenaturales, y no quise hacerlo aun cuando, al parecer, me había encontrado con uno.
Pero las palabras de mi abuelo desataron una incógnita en mí. La princesa secuestrada de Arendelle se llamaba Elsa, como la mujer del mar, y esta última se dirigía al norte, donde el reino se encontraba.
¿Era posible que fueran la misma persona?
Tal vez la persona que había secuestrado a la princesa sabía que tenía poderes y por eso la raptó. Quien la hubiera secuestrado sólo por ser una princesa habría pedido una recompensa por ella, pero no lo hizo, sino que la mantuvo oculta. Según Vilhelm, que era de Corona, siempre se había rumorado que la princesa había tenido algo especial, y por eso el secuestro.
¿Podía tratarse de la misma situación con Elsa de Arendelle?
Que hubiera tenido habilidades mágicas, y que alguien hubiera querido utilizarlas para su provecho. Que ella finalmente hubiera podido liberarse de sus captores y ahora estuviera regresando a su hogar.
Mis conjeturas podrían ser ciertas y no tendría propósito casarme con la reina Anna. Pero también podrían ser falsas.
La posibilidad de obtener una respuesta me entusiasmó más que la idea de convertirme en rey siendo esposo de Anna.
Pero pensar en encontrarme con Elsa de nuevo fue mucho más grande que mi deseo de hallar respuestas.
Porque iba a tener la oportunidad de finalmente verla a la cara.
o
Surgió en mí una gran inquietud a partir de mi salida de las Islas del Sur después de un solo día de estancia allí, tanto que mis ansias fueron notables para mis dos amigos, que me acompañaron a Arendelle sin titubear una vez que les había comentado el motivo por el cual mi abuelo me había citado.
Vilhelm me había apoyado con el plan de enamorar a la reina para convertirme en el rey, recordándome las veces que él había cortejado a algunas jovencitas cuando obtuvo su título de vizconde; pero Georg me había dirigido una mirada de reproche porque mi único interés era la corona y no la jovencita.
Para él era sencillo decirlo, pues era el único heredero de su anciano tío, uno de los Duques más importantes de las Islas del Sur, y obtendría propiedades que le harían dueño y señor de todos los que rentaran en ellas; contrario a mí, que era el décimo tercer príncipe y un Almirante que a lo mucho que podría llegar era una minúscula posesión en el campo con la que sólo sería patrón del mayordomo y los sirvientes que residieran en ella.
Así que ahora que llegaba a Arendelle, estaba dividido entre mis dos amigos, y aunque no estuviera seguro, tal vez entre dos mujeres.
Anna de Arendelle y, si existía, incluso sin ser la princesa perdida, Elsa.
Una palmada en mi brazo me sacó de mis ensoñaciones. Volteé a ver al causante y fruncí el ceño al encontrarme con los ojos azules de Georg. Él señaló el muelle y noté que me había distraído mucho pensando, al grado de que quizá habíamos estado anclados en Arendelle por más de media hora y yo seguía parado como estúpido en la cubierta del barco, apoyado en la barandilla.
—Todavía estás a tiempo de conocerla con calma y decidir si ella será una esposa adecuada, sea reina o no —dijo Georg cruzándose de brazos mirando a nuestras espaldas, donde estaba el imponente castillo de Arendelle en el que vivía la nueva reina Anna. —No creo que, por un simple título de rey y las tierras adjuntas a él, valga la pena casarte con una jovencita que te desagrade, Hans.
—¿Y si llega a agradarme?
—¿Nunca has llegado a pensar en la posibilidad de enamorarte? —preguntó él ignorándome—, no digo que quizá puedas hacerlo de la reina Anna, pero de otra persona.
Dejé escapar una risa seca.
—Bien te has criado como el hijo de un oficial del ejército, Georg. Cuando tu tío muera y heredes el ducado entenderás que el amor no es algo que consideremos los de la alta sociedad, por lo menos no con las esposas. Ahí tienes a mi padre de ejemplo, la única amante de toda su vida era la mujer que amaba, pero ella era hija de un banquero y ellos no pudieron casarse —expliqué mirando a unos niños jugar en las calles con una bicicleta y a una niña rubia peinando a su muñeca, pero observando embelesada a los otros. —Hay cosas que sencillamente no son para nosotros, aunque lo deseemos.
—Es estúpido —masculló Georg bufando con irritación—, llegará el día en que no importe tanto que no te cases con quien debes, sino con quien deseas.
—Pues yo no le veo posibilidades, amigo.
—Entonces espero que por lo menos tú nunca conozcas a tu propia hija de un banquero, porque imagino lo que será para ti denigrarla hasta el grado que permitió tu padre.
—Yo también espero lo mismo, Georg —convine sin remedio. Busqué en mi bolsillo y extraje mi reloj. Eran las dieciséis con treinta. —¿Crees que la reina tenga la misma hora del té que en Ingland?
Georg suspiró y se encogió de hombros. —Si vas a hacerle una visita, lo mejor es que sea ahora. Ya te han admitido a su territorio, sería una descortesía no presentar tus respetos.
Reí y me despedí para ir por mi chaqueta.
.
El salón en que la reina de Arendelle tomaba el té era un poco acogedor, no era rosa como muchos de los que había visto en mi vida, sino que tenía un empapelado amarillo claro con toques en blanco, y un mobiliario consistente en dos sillones y un pequeño sofá de tonos bajos de marrón, dos mesitas laterales y una central, un piano de cola, un biombo francés y una chimenea que se encontraba apagada. El mayordomo había dicho que la reina había aceptado que nos reuniéramos en el "salón amarillo", y éste era fiel a su palabra.
Me encontraba esperando por la reina, y algo me decía que su tardanza no era por evitarme, sino que tal vez era habitual en ella, pues al decirme "siéntase cómodo, su Alteza", el mayordomo me había mirado apenado.
Suspiré y miré mi reloj, llevaba esperando quince minutos por la reina Anna, y se volvía insoportable estar aquí haciendo nada.
Me levanté con la intención de ir a la ventana a contemplar el exterior, pero uno de los retratos en una de las mesitas laterales atrajo mi atención. Era un óleo pequeño, retratando a una niña de dos o tres años de cabellos rubios, casi blancos, rubios platinados para ser más exacto, y de expresivos ojos azules. Su sonrisa era alegre mientras tenía sus pequeños manos en su regazo, sobre la falda de su vestido rosa.
El dignatario de mi reino me había dicho que la princesa era de cabellos cobrizos, casi anaranjados, piel blanca, y ojos verde azulados, así que ésta era…
—Es mi hermana Elsa —dijo una voz suave sobresaltándome. Y la risa que continuó me habría hecho sentirme abochornado de la situación en que había sido descubierto si al ver a la dueña me hubiera sentido atraído.
Anna de Arendelle sí seguía la descripción que el dignatario había hecho de ella, pero además tenía una sonrisa amigable que, sin discutir, la habría hecho la hermanita menor de muchos hombres.
Pero no era porque pareciera delicada, al contrario exudaba fortaleza con la mirada orgullosa de sus ojos, sino por la vivacidad de su sonrisa, que poco encontrabas en las mujeres de nuestra época, a menos que fueran poco femeninas.
Quizá el hombre indicado habría sentido una atracción inmediata para con ella, pero me daba cuenta que yo no lo era. Su voz no había sido más que otra con la que pude haberme cruzado en cualquier salón de baile.
—Su Majestad. —Me incliné respetuosamente aún con el retrato en mi mano derecha. —Príncipe Hans Westergaard de las Islas del Sur. —Me presenté volviendo a enderezarme, y ella me devolvió un movimiento elocuente de cabeza, probablemente acostumbrada a recibir el tipo de trato que yo había hecho. Ella avanzó hasta mí sujetando un poco la falda de su vestido verde y estiró su brazo para recibir el marco.
—Anna de Arendelle, un placer, su Alteza —musitó observando la imagen por unos segundos antes de devolverla a su sitio—. Tomemos asiento —pidió señalando uno de los sillones y ocupando el sofá de una plaza. Justo al momento entró una señora regordeta con un servicio de té, que dejó en la mesa de centro—. Así está bien, Gerda. Yo me encargo, puedes retirarte.
La mujer de uniforme verde olivo asintió sonriéndole y dejó el recipiente que había cogido para servirnos, después abandonó la habitación en silencio tras dos reverencias respetuosas.
—¿Cómo le apetece su té, príncipe Hans? —cuestionó ella sirviendo la bebida en las dos tazas de porcelana.
—Dos terrones de azúcar, su Majestad —respondí y cogí la taza cuando ella ya había procedido con mi indicación.
—Dígame Anna, Hans. Ése es mi nombre, y después de todo desea ser mi pretendiente —aseguró ella llevando el borde de su taza a su boca, sorbiendo con una elegancia que parecía ajena a ella. No hice nada que revelara haber sido cazado. —En el resguardo de todos estos años me enseñaron a ser perspicaz para no caer en alguna trampa.
Sonreí de lado, el dignatario y mi abuelo se habían equivocado. Y yo no, no me imaginaba que una princesa reclusa por el secuestro de su hermana fuera muy temerosa al mundo. Más bien creía que por la misma razón le habrían enseñado a enfrentarlo; más allá de la sobreprotección que los padres querían tenerle, también debieron haber pensado en formas en que ella podría protegerse si ellos faltaban.
—Entonces usted no se va con rodeos, Anna —dije cogiendo una galleta de chocolate del plato. La primera después de las tres que ella ya había ingerido.
—En algunos aspectos es necesario, Hans, pero con los que han llegado hasta aquí por el mismo motivo que usted no puedo ser muy permisiva. Después del payaso nieto del Duque de Weselton —reí ante la mención del veterano de Ingland—, no puedo someterme a un suplicio mayor.
—Guarda entonces un ideal de encontrar su verdadero amor, Anna —expresé como afirmación y no pregunta, perdiendo un poco de respeto por esta reina. Era un poco ingenua, después de todo.
—Romántica fue lo único que se me permitió ser en todos estos años, Hans —afirmó ella encogiéndose de hombros, observando la galleta de chocolate con profundo interés. —Pero platíqueme de usted, mi mayordomo dice que es Almirante, ¿cómo es conocer otros lugares fuera de este idílico sitio apartado de todo? —preguntó con genuino interés, sin una muestra de envidia, aunque un poco de anhelo por explorar otros lugares.
Para ella era una suerte que con su posición y sus propias reglas, más adelante podría visitar destinos nuevos, aunque siempre arraigada a su lugar de origen.
Le platiqué de Griezia, Italianni y Francea, las playas cálidas de las islas de la primera, las magníficas obras de arte de la segunda y los castillos de cuento de la tercera, escuchando sus expresiones de asombro y elocuentes respuestas por algunas anécdotas mías, y me encontré sintiendo un agrado por la reina, uno que quizá cualquier hombre hubiera querido tener por la mujer que fuera su esposa, pero que yo no. Anna de Arendelle me pareció más una buena amiga, de las pocas que podías encontrar en la sociedad, que podría haber deseado como esposa de uno de tus más valiosos allegados.
Era una jovencita agradable, un poco orgullosa sin ser pretenciosa, inteligente y sincera, pero ser su esposo no me atraía mucho —aunque quizá era mejor que muchas con quienes me cruzaría.
No obstante, vine aquí por un propósito y debía intentar seguirlo, aunque no me apeteciera.
—Entonces Anna, considerando que sabe lo que vine a hacer aquí, ¿estaría dispuesta a darme una oportunidad? Un buen matrimonio podría ser entre dos amigos —musité después de un pequeño silencio.
Sus ojos verde agua me miraron fijamente y negó sonriendo.
—Es apuesto, Hans. Y quizá en otras circunstancias me habría sentido muy atraída hacia usted, pero tales circunstancias no existen, y aunque sea un poco ingenuo de mi parte, quiero esperar a la posibilidad de conocer a la persona que ame. El Consejo me tiene en período de prueba y tengo un límite de casarme hasta los veintiuno, así que no estoy apresurada. Tengo tiempo —asentí sintiéndome ligeramente aliviado, me interesaba ser el rey, pero de alguna forma, ser el esposo de Anna se sentía mal. Incorrecto. Si ella decidía después que podría intentarlo, sería fabuloso y tomaría la oportunidad, pero el entusiasmo que tendría sería tan poco que parecería obligación—. Pero si llego a mi vigésimo primer cumpleaños sin desposarme, será el primero a quien recurriré.
—Me parece justo, Anna —admití dando un respiro, percatándome que la oportunidad de ser rey se me iba de las manos, pendía de un hilo, pero que no me importaba. Platicarle de mis experiencias en el mar, y obtener una respuesta genuina de su parte, me había devuelto el agrado que hacía años sentía por ser Almirante, me había recordado lo placentero de estar navegando, sintiéndome libre y dueño de lo que mis ojos veían, sin responsabilidades que me ataran a otra persona que no fuera yo mismo.
Me seguía atrayendo, mínimamente, la idea de ser rey, pero una simple joven que no había conocido todo lo que yo, que tenía un gran peso sobre sus hombros, me había abierto los ojos y hecho ver que hacía mucho había alcanzado mi objetivo de ser un verdadero gobernante. No de un reino en la tierra, ni de vastas propiedades, o muchos ciudadanos.
Sino de mi propia vida.
Ella estaba completamente atada a este reino, no tenía la posibilidad de tomar decisiones sin verse respaldada por un Consejo, de hacer lo que realmente quería, ir a donde quisiera.
No me atraía en lo absoluto tener la misma condena que ella; a mí que me enorgullecía hacer mis propias reglas y mandar a los otros sin que estas fueran cuestionadas, seguir mi propio rumbo, ser mi propio líder.
No, la vida de Anna de Arendelle no era para mí. La vida de mi abuelo tampoco lo era.
Y había necesitado hacer un corto viaje para descubrirlo.
—¿Le parecería que fuéramos amigos, Hans? —interrogó Anna viéndome con timidez, mordiendo la última galleta de chocolate del plato. No me costaba adivinar que sería el primero que tendría, aún si consideraba a los sirvientes como tales.
—Cuente con ello, Anna.
La puerta se abrió y apareció el mayordomo, que ella había nombrado como Kai en algún momento. Él estaba pálido y sus ojos marrones miraron a Anna pidiéndole hablar a solas, seguramente de un asunto de extrema importancia.
El rostro de Anna reflejó preocupación, pero negó y le instó a hablar.
—Ha aparecido otro cuerpo, su Majestad —anunció él tragando saliva. —Es la segunda muerte extraña de un joven en la semana.
Fruncí el ceño y vi a Anna empuñar sus manos. —¿Dónde? —cuestionó con voz serena, levantándose de su lugar.
—En el mismo sitio que la vez pasada. Pero éste tenía sus labios severamente lastimados.
Arendelle estaba teniendo problemas.
.
.
.
Elsa
.
La noche apenas estaba cayendo, pero ningún alma deambulaba por las calles de Arendelle. Cuando un joven pastor había encontrado el cuerpo de Frer el lunes pasado y hecho un escándalo por su muerte, profiriendo alaridos alarmantes, los habitantes del pequeño reino habían comenzado a tomar sus precauciones. Llegadas las diecinueve horas, una antes de la caída del ocaso, la gente estaba alistándose para resguardarse en sus pocilgas, con las puertas bajo llave y los negocios cerrados —incluso los nocturnos, como la cantina y el pequeño dispensario que según parecía antes atendía enfermos a toda hora—, temiendo a quien fuera que hubiera ocasionado la muerte del "querido" joven de veintiocho años.
Según los ancianos, las criaturas mágicas del bosque habían sido quienes tomaron la vida del joven, y si se encontraban fuera ellos podrían llegar por la suya.
Pero hoy viernes que había aparecido el segundo cuerpo, mi segunda víctima, ni siquiera los pocos valientes que los días pasados permanecieron fuera se hallaban cerca.
Seguramente estaban en sus casas, temblando bajo las cobijas por lo que fuera que matara a otro hombre de veintiocho años.
Éste fue más osado que el anterior, y al verme había tratado de juntar sus labios a los míos y robarme un beso, prometiéndome que él iba a ser mi protector si algo llegaba a ocurrirme.
Con él su muerte había sido más lenta que la de Frer, me había quedado esperando a que exigiera aire, que suplicara por piedad y me viera mientras soltaba esas gruesas y cómicas lágrimas.
Le había sido difícil lo primero, pues con el hielo había resecado sus labios hasta quemarlos, pero había suplicado al final, implorando que me apiadara. La piel que recubría sus labios se había desprendido y entre sus gemidos lastimeros apenas y se habían entendido sus ruegos. Pero me había imaginado perfectamente qué tanto decía.
Los humanos eran seres tontos, veían que no quedaba nada más para ellos y rogaban porque el fin fuera grato, que después de todo el sufrimiento vivido la muerte fuera sencilla, indolora. Pero era una ingenuidad de su parte, si en toda la vida sufrían, el final debía ser igual.
Si la corriente del río era muy rápida, no podían esperar que al caer por la cascada cambiara.
Los seres mágicos éramos mejor que ellos, soportábamos hasta el fin, sin importarnos el daño que pudieran infringirnos o la energía perdida. Íbamos por nuestro objetivo sin contemplaciones y los que perecían por él se iban orgullosos de su lucha, sin lamentar a quienes dejaran atrás, si sentían dolor. Lo único que querían era que alguien continuara lo que habían comenzado.
Tal vez por eso pocos seres mágicos morían.
ω
—Madre, estoy cansada de practicar hoy, quiero divertirme. ¡Y lo haré! —grité con fuerza, deteniendo la tormenta que había a mi alrededor. Madre me había hecho crear nieve en el sótano de la casa y por horas había estado trabajando para que se moviera a mi control, mientras ella me lanzaba objetos con su propia magia, pidiéndome que no la esquivara, sino que utilizara la nieve como barrera.
—¡Todavía no, Elsa! —ordenó ella cuando yo comencé a subir las escaleras para ir al piso superior y tomar unas galletas de chocolate del tarro.
—¡Sí lo haré! Me has dicho que como ser mágico puedo hacer lo que quiera y eso es lo que voy a hacer —dije subiendo los demás escalones.
—¡Claro que como ser mágico podemos hacer lo que deseemos!, ¡pero aún no estás lista para eso, así que debes obedecerme! ¡Tienes que practicar para controlar tus poderes y así podrás hacer lo que quieras, Elsa! ¡Demostrarle a quienes nos odian lo que eres capaz de hacer! —exclamó al momento en que yo llegaba a la puerta.
—¡No! ¡Quiero divertirme! —Volteé dispuesta a salir y la puerta se cerró de golpe. Coloqué mi mano en el pomo y al girarlo no podía abrirlo, aunque jalara con fuerza. No cedía gracias a la magia de mi madre.
—¡Oh sí! Tu entrenamiento diario acaba en una hora, Elsa —me dijo y me sentí flotar acercándome a ella.
—¡No! —grité cerrando mis ojos deseando estar en la cocina. —¡Auch! —me quejé al caer sobre el suelo—, no tenías que tirarme, madre.
Abrí mis ojos y parpadeé sorprendida, estaba en la cocina y debajo de mi cuerpo había escarcha y nieve.
—¡Elsa! ¡Elsa! —llamó mi madre mientras yo seguía atenta a mi alrededor, sin comprender. Estaba en la cocina, con la mesa para cuatro sitios, el fogón, el lavadero. —¡¿Dónde estás?! —La vi aparecer bajo el umbral de la puerta. Suspiró aliviada.
—¿Qué pasó? —pregunté tomando su mano para levantarme.
—Dímelo tú, parece que ya hiciste algo nuevo. —¿Sí? —Así es, terminó todo por hoy, mi Reina de las Nieves. Puedes comer tus galletas.
La abracé, pero me aparté al recordar que no me lo permitía. Tomé el tarro de galletas antes de salir al jardín, llamando a Olaf para jugar.
La sonrisa orgullosa de madre me decía que hoy podría hacer lo que quería.
ω
Caminé hacia el muelle haciendo pequeños espirales de escarcha con mis manos, disfrutando de lo solitaria que estaba la calle ahora que el miedo comenzaba a acumularse en las personas, principalmente por no tener explicaciones que les satisficieran.
A medida que crecía, había aprendido que la mayoría de los humanos se complacían con buscar la lógica a lo que ocurría, y sólo unos pocos consideraban que había algo más allá de lo que ellos no tenían control y tal vez unos cuantos sí. Creían que en el mundo para todo debían encontrar una explicación, porque de lo contrario no existía. Desconocían la profundidad de las cosas más sencillas, creían que las flores en primavera provenían sólo del cambio de estación, que llovía porque el agua se evaporaba y llegaba a las nubes para después condensarse.
Los seres mágicos hacíamos cosas como esa día tras día, y ellos nos pagaban desacreditando nuestras habilidades, dándonos caza y matándonos.
Era justo que algunos de nosotros nos reveláramos y decidiéramos mostrarle de lo que éramos capaces.
Había quienes creían que los humanos no se merecían un mal trato a pesar de lo que hacíamos, pues había un balance que no debíamos romper, pero otros considerábamos que podíamos hacer nuestra voluntad.
Otros también eran imparciales y a pesar de creer que no debían acabar con los humanos, algunas veces creaban tormentas, incendios, terremotos o controlaban a las personas para cometer actos impropios.
Yo nunca estaría en ese grupo. Los humanos se merecían morir por lo que hacían a los seres mágicos como yo.
Alcé el rostro buscando la luna, pero estaba cubierta por las nubes. Fruncí mis labios por quien las controlara y suspiré. Bajé el rostro pensativa y me dije que, encontrándome lejos de las casas, era prudente comenzar a cantar.
Ven cariño, no tengas miedo, estoy extrañándote,
triste aquel día en que dejé de verte;
mis ojos te buscan y no te encuentran.
Ven cariño, que te espero.
Una noche cuando tenía diez años había tenido una pesadilla. Me había despertado desorientada y me había levantado de la cama para encender una lámpara.
Reúnete conmigo en la noche,
cuando el sol cae, las tinieblas nos rodean
y nadie nos acecha.
Cuando somos libres y yo recorro tu rostro,
lentamente, acariciándote.
Siendo parte de mí…
Me había acercado al espejo y había visto que mis cabellos habían dejado de ser platinados, sino de un color castaño claro, como mis cejas. Me había sentido débil. Me había asustado. Literalmente me había quedado congelada en mi sitio.
Reúnete conmigo en la noche,
cuando los monstruos no nos buscan,
nos protegen, nos aíslan.
Nos corrompen.
Y de pronto la letra de la canción había llegado a mí, me había parecido que la recordaba del sueño.
Al cantar, había sentido mi magia volver lentamente a mi cuerpo y había visto que mis cabellos volvieron al color que conocía.
Desde entonces, cada noche cantaba, con el temor de que mis poderes desaparecieran. Con la música, mis poderes se fortalecían, me sentía capaz de todo, no tenía dudas de lo que era.
Cuando nadie nos acecha, y yo recorro tu rostro,
lentamente, acariciándote,
haciéndote parte de mí.
Dejando que la noche nos rodee…
No sabía qué tenía la canción, ni de dónde había surgido, sólo seguía entonándola.
Pero hasta el día de hoy no recordaba el sueño de aquel día.
—¡¿Elsa?! —me llamó una voz tremendamente familiar, provenía de mi derecha. Nadie sabía que estaba aquí, y quien conociera mi voz no sabía que respondía por tal nombre. —¿Elsa, eres tú?
Fruncí el ceño. Era… —Hans.
Volteé y vi el mismo barco de la noche de poco menos de un mes atrás. Un casco de madera con diseños de cruces cerca de la barandilla, tres altos mástiles —uno más que los otros—, telas de azul claro que conformaban las velas pero que estaban izadas, tres banderas rojas con una diagonal blanca ondulantes con el viento nocturno.
—¿Elsa? —repitió la voz de Hans y lo vi aparecer en la parte trasera del barco, que era la que colindaba con el muelle. Esta vez sí llevaba una camisa encima, pero no hacía diferencia alguna con su voz firme y su buen porte. Me senté en la orilla del muelle, sin responderle. Si su interés era mucho él insistiría, si no lo era, bueno, volvería a su camarote y yo me quedaría viendo el movimiento del mar hasta que llegara la hora de irme.
Escuché un ruido proveniente del barco y luego el sonido de unas botas haciendo contacto con el suelo. Había saltado.
Me encontré sonriendo involuntariamente. Él había visto de lo que era capaz y aun así iba a aproximarse a mí.
Era un hombre idiota o en realidad distinto de los otros.
Los pasos resonaron tras de mí. —¿Elsa? —preguntó nuevamente, estaba caminando muy cerca, no tardaría en divisarme. —Elsa…
—Parece que volvemos a cruzarnos, Hans —musité observando la luna aparecer en el agua, las nubes estaban dejándola al descubierto finalmente.
—Sí eres tú —susurró, tal vez para sí, sonaba ilusionado. —¿Éste era tu destino? —De reojo noté que se sentó a mi costado.
Asentí.
—¿Por qué? —preguntó y me fijé en que no me veía a mí, sino que contemplaba la luna como yo lo hacía. Pero sabía que estaba atento a mi respuesta, consciente de mi presencia a su lado.
—Porque podía —respondí riéndome con malicia y la comisura de su boca se elevó.
—¿Tú eres la princesa perdida de Arendelle, cierto? —inquirió mirándome por primera vez y yo me encogí de hombros indiferente.
—Parece que hiciste bien tu trabajo, Hans —dije escuetamente y formé en mi pulgar una pequeña bola de hielo. Como si fuera una piedra la lancé al mar y bufé cuando la vi hundirse. Nunca había podido conseguirlo ni con piedras reales. Era posible hacerlo con el hielo duro, pero nunca había tenido la precisión para lograrlo.
—¿Buscas recuperar el trono? —interrogó él y yo volví a formar otra bola, que al lanzarla tuvo el mismo destino que la primera. Reí ante su pregunta.
—No me rebajaría a hacerlo. —Lancé otra bola de hielo. —Un simple reino no es nada para mí.
—¿Puedo intentarlo? —cuestionó él y lo miré con el entrecejo fruncido. Hans me observaba esbozando la misma sonrisa prepotente que yo muchas veces veía en mi propio rostro al observarme en un espejo.
Hasta el momento él no parecía atemorizado de mí o receloso de lo que podía hacer.
Mucho menos demostraba tener el odio que la mayoría de las personas guardaban por los seres mágicos. Tampoco había buscado atentar contra mí teniendo una posición ventajosa, yo con la guardia baja. Sí que era un ser humano extraño.
Rodé los ojos cuando él estiró su mano derecha, debatiéndome si ceder o no. Me decidí por que era inofensivo y coloqué mi palma en lo alto, a centímetros de la suya, e hice aparecer tres bolas de hielo como las mías.
Asentí y señalé con mi cabeza el agua. Él sonrió de una manera que me pareció insolente y miró el agua preparando su brazo izquierdo, pegándolo a su estómago.
Me fijé en el agua en la espera de su lanzamiento.
—Todo depende de la técnica, Elsa —susurró con suavidad y tiró la bola de hielo, que brincó tres veces antes de hundirse, haciendo saltos pequeños pero efectivos. —En las Islas del Sur, donde yo crecí, es una costumbre hacer esto en los embarcaderos. Así que no te sientas mal por no poder lograrlo, yo llevo diecinueve años haciéndolo —dijo arrogantemente y lo miré con una ceja enarcada, deshaciendo una de las dos bolas restantes.
Él rió y cogió entre sus dedos la bola restante, colocó su brazo izquierdo en un ángulo distinto a la vez anterior, esta vez hacia fuera, y lanzó.
No dejé que tocara el agua y la hice explotar, dejando escarcha a su paso.
—Eso fue injusto —farfulló él—. Podrías haber aprendido de mí.
Dejé escapar una risa burlona. Era increíble que pretendiera eso. —No tengo nada que aprender de nadie. Ya no más. Me aseguré de ello.
—¿Has vuelto para ver a Anna? —interrogó cambiando de tema. Asentí. Prácticamente eso iba a hacer, pero no sólo iba a verla. —¿Permanecerás aquí? —Negué, comenzando a irritarme por sus preguntas. Estaba respondiendo porque me intrigaba que llevara tiempo junto a mí y no mostrara ninguna reacción, porque por alguna razón estaba voluntariamente interesada en un ser humano. Como nunca lo había hecho.
Para este momento él debía de haber huido de mí o intentado matarme. Gritado para tener refuerzos. No comprendía.
Hans permaneció callado unos minutos, observando el agua. Cerré los ojos disfrutando del silencio.
—¿Cómo los controlas, Elsa? —Parpadeé sorprendida, la pregunta de si había nacido así no la había pronunciado, y había sido extraño, esperaba que la formulara. —¿Quién te enseñó a hacerlo?
—Una mujer que conocí durante quince años —admití recordando brevemente a Agnes, que fungió como mi madre hasta que alcancé los dieciocho, cuando me separé de ella. A pesar de que había omitido parte de mi historia, estaba agradecida con Agnes, porque todo el aprendizaje que me dio me sirvió para llegar a ser lo que era ahora.
Para alcanzar mi destino, que era ser la Reina de las Nieves.
ω
Busqué a mi madre en toda la casa pero no la hallé. Tal vez había salido por comida cuando estaba leyendo uno de los libros de hechicería en mi habitación, y con lo concentrada que estuve no me había percatado que ella se había ido.
Me encogí de hombros y me senté en el sofá, creando un tablero de ajedrez con piezas de nieve y hielo, obligando a Olaf a jugar conmigo, haciéndolo aparecer desde mi habitación hasta la alfombra.
Estaba a punto de destruir a la reina de nieve de él con un peón mío cuando la puerta principal se abrió de golpe, cerrándose con fuerza unos segundos después.
—¡Elsa! —gritó mi madre y vi con asombro que todos los objetos importantes comenzaban a acercarse a donde estaba yo, reuniéndose en nuestras maletas. —¡Tenemos que irnos!
Me paré asombrada y escuché gritos provenir de fuera. Olaf comenzó a dar vueltas desesperado.
—¿Qué pasa? —pregunté haciéndome a un lado para evitar ser golpeada con los libros de magia de mi madre. Comencé a sentir un olor a quemado.
—¡Están comenzando a quemar la casa! —exclamó mi madre y se acercó a mí tomándome de los hombros. —Elsa, los habitantes del pueblo están cazando seres mágicos y han descubierto que tú y yo lo somos. Quieren matarnos.
—¿Por qué? —Abrí mis ojos asustada, sintiendo que el humo empezaba a llenar la casa, nublando mi visión.
—Porque nos odian, quieren que los seres mágicos desaparezcamos, Elsa. Los seres humanos quieren destruirnos. Necesito que nos transportes a otro lugar, para salvarnos, no podemos dejar que cumplan su cometido. —Asentí y ella tomó las maletas y llamó a Olaf.
Yo les di mis manos a ambos y cerré los ojos. Deseando que funcionara, nunca había intentado hacerlo con más de uno. Pero tenía que proteger a los míos.
Abrí los ojos y me di cuenta que la escarcha nos había rodeado pero no nos habíamos ido.
Brinqué al escuchar que un vidrio de la ventana se rompía por una piedra y golpeaba a Olaf. Las exclamaciones de "bruja", "hechicería", "monstruos", se escucharon por lo alto.
—Concéntrate, Elsa —pidió mi madre arrodillándose frente a mí. Tosí, estaba comenzando a ahogarme. El calor estaba abrasándonos y me sentía debilitada, el fuego no me gustaba. Me atemorizaba.
—No puedo. No quiero que nos lastimen, pero no tengo todo el poder todavía. —Mi madre colocó su mano en mi mentón y pensé que la preocupación era lo que le hacía apretarme fuerte. Incluso me lastimaba haciéndolo.
—Yo sé que puedes sacarnos de aquí. Es más, lo harás. ¿Sabes que puede aumentar tu poder? El odio.
—¿El odio? —repetí. Había leído algo parecido en el libro de hacía un rato.
—Sí, Elsa. El que debemos tener por los seres humanos, porque nos hacen daño. —Una nueva piedra entró por la ventana y golpeó el brazo de mi madre, haciéndole soltar mi barbilla con una maldición—. El odio que nos sirve para defendernos. El odio hacia los humanos nos fortalece. El odio hacia quien nos quiere destruir es nuestra única salida.
Asentí y contemplé la ventana con fijeza. Ellos nos querían matar, y nosotros no habíamos hecho nada. Ellos querían vernos muertos por ser diferentes. Ellos nos tenían miedo pero se unían para cazar a los seres mágicos.
Ellos eran malos y merecían ser odiados por eso.
Contemplé la escarcha que nos envolvió a Olaf, mi madre y a mí, sintiendo todo el desprecio que a los once años podía tener por los seres humanos.
ω
A los dieciocho me había convertido finalmente en la Reina de las Nieves que estaba destinada a ser. Había llegado a la cúspide de mi poder y nada había podido detenerme desde entonces.
Los indefensos humanos eran nada para mí, excepto basura. Acumular el odio por ellos era sencillo, día a día hacían algo nuevo que ganaba el desprecio de mi raza.
Presumían en sus libros de historia las muertes que habían dado a los seres mágicos con las hogueras, las horcas, las guillotinas. Presumían de ser seres de fuerza inigualable, capaces de dominar al mundo y someter a los otros a sus pies.
Inculcaban a los niños una sed de venganza por nosotros, alimentaban a los cultos con libros que "explicaban" todo sobre nosotros, cómo distinguirnos, cómo burlarse, cómo destruirnos, cómo eliminarlos de la faz de la tierra.
A nosotros, de los que dependían más de lo que creían.
El equilibrio lo hacíamos nosotros, lo que tenían era gracias a la misericordia de los míos.
Ellos se explotaban a sí mismos, se eliminaban unos a otros sin medida desde siglos atrás.
Y querían hacer lo mismo con nosotros.
Con quienes me había cruzado lo habían demostrado.
Excepto este hombre a mi lado. Hans.
Había visto lo que yo hacía, no había sentido la tentación de dejarme a su merced, había querido acercarse a mí y se mostraba genuinamente interesado en Elsa, más que en la habilidad que me hacía un ser mágico.
—El odio —respondí inquieta por tener consideraciones con este humano. De reojo me percaté que él parpadeaba sin comprender, ya habían pasado minutos en que permanecimos callados. —Lo puedo controlar con el odio.
—¿El odio? —sonó como yo la primera vez que lo pregunté. Desconcertado. —¿Cómo es eso? —Me escrutaba con la mira, concentrado completamente en mí.
—Es el sentimiento más poderoso del mundo —aseguré elevando mi barbilla, sonriendo recordando las veces en que había funcionado.
—Creí que lo era el amor… —susurró perplejo. Yo reí con diversión, dejando de lado el tono irónico.
—El amor no lo es… Las personas que aman no lo hacen por completo, porque a una pequeña parte de ellos les desagrada algo de la persona amada. Por mucho que traten de negarlo. En cambio, cuando odias, odias todo, no hay nada que te guste, los defectos y virtudes son iguales. No te desagrada que tengan defectos porque eso los hace imperfectos, y sientes un profundo desprecio por que cuente con virtudes suficientes… —expliqué con lentitud lo que había aprendido en estos diez años. Nada había sido más importante que esa simple enseñanza, todas mis grandes habilidades tenían su razón de ser en ese único sentimiento que me había permitido profesar alguna vez.
—Elsa… —murmuró Hans viendo la luna en lo alto—. Aunque tu argumento suena un poco lógico, y me cuesta admitirlo, hablas como si no hubieras conocido nunca el amor. Elsa, para ti, ¿qué es el amor?
Su pregunta me dejó perpleja.
Nunca me lo había cuestionado.
ω
Vi con admiración la diminuta escultura de hielo que había creado imitando un elefante de los que mi madre y yo habíamos visto en el circo ambulante que se encontraba en la ciudad. Fuimos porque mi madre había dicho que la vidente que iba con ellos era una amiga suya.
Había sido gracioso ver a los humanos tratar de hacer magia, pero mucho más ver al público emocionado por trucos baratos. Lo único emocionante había sido un trovador que hizo piruetas en el aire, sobre la cuerda floja, pero madre me había explicado que él podía volar y se divertía engañando a los humanos con lo que hacía.
Escuché unos toques en la puerta y aparté la vista de mi bonito elefante. Olaf estaba esperando en el umbral de la puerta a que le diera acceso a mi habitación.
Asentí suspirando, de niña había sido divertido estar con Olaf, pero ahora que estaba creciendo se volvía aburrido. Él era demasiado cariñoso e infantil, y no podía hacer otra cosa que no fuera hablar de lo mismo.
El verano.
Ya habíamos vivido muchos veranos y él los seguía mencionando con emoción. La llegada de esa temporada era la peor, sólo había calor y el sol estaba en lo alto más tiempo del día.
Yo odiaba el verano.
Y él lo amaba.
Al parecer él era el único en esta casa capaz de sentir eso, yo respetaba y apreciaba a mi madre, y ella a mí. Pero ninguna de las dos comprendíamos ese sentimiento humano. Mucho menos estábamos interesadas en profesarlo.
Si es que existía.
—¿Elsa? —preguntó Olaf aproximándose a mí. Se sentó en la alfombra gris de mi dormitorio y movió su cabeza de un lado a otro, como bobo. Unos meses atrás había tratado de desaparecerlo pero no había funcionado. Le había preguntado a madre y ella me había explicado que era mi primera creación, la demostración del poder que guardaba en lo más profundo de mí, y que con la inmensidad de mi magia lo más probable fuera que nunca pudiera deshacerme de él, aun cuando me volviera lo poderosa que iba a ser.
Estaba condenada a verlo conmigo porque era la prueba de lo magnífico de mis poderes.
Aunque también mi madre me recordó que nosotras no destruíamos a los nuestros, era nuestro juramento. Entre seres mágicos no nos destruíamos.
—¿Qué quieres, Olaf? —Dejé el elefante en la mesa junto a mi cama y me senté con las piernas cruzadas. Apoyé mi codo sobre mi rodilla y recosté mi cara en la palma de mi mano. —No voy a jugar contigo.
—No quiero que juguemos —dijo él mirándome con lo que parecía seriedad. Nunca lo había visto así. Era algo nuevo.
Tal vez había esperanzas para el muñeco.
—¿Entonces? —Lo miré con una ceja alzada, esperando conocer el motivo que lo trajo aquí. Estaba bien observando a los niños jugar desde su lugar en el ático, donde pasaba la mayor parte del tiempo.
—Las palabras de tu mamá me provocaron miedo, cuando huimos de Germandell —reveló y yo junté mis cejas. ¿Qué palabras? —Las de odiar a los humanos. Eso de que el odio es la forma de que tus poderes sean mejores. Creo que no está bien odiar a los humanos.
Solté una carcajada. ¿Qué esperaba que sintiera por ellos si el odio era lo que ellos nos demostraban?, ¿si cuando habíamos huido de Germandell me habían mostrado lo que le hacían a los seres mágicos?, ¿si al ir a la librería a la que me llevó mi madre había visto los libros en que decían las formas de destruirnos?
Le dirigí una mirada seria. —Si ellos te vieran Olaf, tratarían de acabar contigo. No sabrían que es imposible, pero lo intentarían de miles de maneras. Sin darse la oportunidad de conocerte. No tomarían un solo segundo en saber cómo eres. Sólo te dañarían. Y lo harían aunque te conocieran. A todas esas mujeres mágicas que quemaron, las conocieron, eran sus vecinas, ¿y qué hicieron?, les dieron la espalda. No les importó nada, sólo su temor, lo diferente que eran de ellos. Los humanos se merecen nuestro odio Olaf.
—Pero… —susurró jugando con sus manos, presionando las tres piedras de su cuerpo.
—¿Qué más?
—Podrías intentar con amar, para hacerte más fuerte. No amar a los humanos… sino a ti, a mí, a tu mamá —lo último lo dijo con duda—. ¿No te haría más fuerte el amor?
Lo observé atentamente sin parpadear. —¡Elsa! —llamó mi madre y me sobresalté. Salí corriendo para llegar donde ella, olvidando la pregunta de Olaf.
.
.
.
Hans
.
Ojos azules como el cielo durante la mañana y tan profundos como encontrarse en los abismos del mar; piel nívea y tersa que me hacía empuñar mis manos para no tocarla; labios delgados y rojos que llamaban a ser acariciados; pómulos sonrosados que le daban un aspecto tierno; cabellos platinados que resplandecían con el reflejo de la luna y parecían crear un halo sobre ella.
Elsa era hermosa.
Etérea.
Cuando había escuchado su voz en el barco, me había sentido como la vez pasada, atraído, embelesado, hechizado, y no había podido hacer otra cosa sino que llamarla, comprobar que ella existía y que no sólo era un sueño.
Y no lo era.
Sentada a mi lado, su presencia era más palpable que aquella noche, más cierta. Apenas y podía creerlo, aun cuando estábamos teniendo una conversación que me costaba atender por la atracción que sentía por su mera presencia. No podía tener pensamientos muy coherentes con ella a mi lado, pero sorprendentemente me encontraba teniéndolos.
Elsa sí era la princesa perdida. Sí tenía poderes.
Sí existía.
Seguía admirado por ella, lo admitía.
A pesar que algunas de sus palabras sonaran sombrías, para mí estábamos envueltos en un momento mágico, irrompible.
Estaba extasiado con su presencia, no quería que el momento terminara, ansiaba alargarlo todo lo posible. Tenerla sólo para mí.
—No creo que importe, Hans —contestó finalmente, encogiendo los hombros. Comenzó a observar sus manos sin pestañear. —Para qué preocuparme por el amor si tengo todo lo que quiero. —Sus palabras me estremecieron, fueron un susurro, pero me sonaron llenas de malicia, divertidas por algo que habían hecho, por un secreto guardado.
Incluso, aunque me pareciera temible, un crimen cometido.
Pero no me importaba, quería saber más de ella, sus gustos, sus secretos, sus miedos, todo. Tenía que saberlo pese a que las respuestas no fueran de mi agrado. Quería saberlo. Lo necesitaba.
—¿Dónde duermes?, ¿ya has cenado? —pregunté cambiando el rumbo de la conversación y ella rió verdaderamente entretenida, sus hombros se movieron e incluso llevó su mano derecha a su boca. El sonido de esta risa era mucho mejor que el otro, tanto que me encontré contagiándome y esbozando una sonrisa.
—No necesito dormir más que un par de horas… al mes —me dijo y yo parpadeé asombrado, rememorando la vez que le cuestioné lo que era y ella había fingido no saberlo. —Tampoco comer en cierto tiempo. Aunque nunca me puedo resistir a una comida suculenta. ¿Quieres saber qué es? —Me miró intensamente, delineando sus labios con su lengua.
Como cuando saboreabas lo que tenías frente a ti.
Me tensé visiblemente y la vi sonreír de lado, pero no me amedrenté. —¿Qué es?
—¿Qué me dirías si te digo que me he encontrado muy pocos pelirrojos a mi paso? —cuestionó enarcando una ceja, acercándose un poco hacia mí. Puede aspirar el olor de un bosque nevado mezclado con la fragancia de la lavanda. —¿Y que me gustaría probarlos?
Tragué saliva antes de elevar la comisura de mi labio. —Te llevaría donde hay muchos —respondí no dejándome intimidar del todo, evitando preguntarme si permitiría que ella hiciera lo que quería conmigo, porque tal vez la respuesta sería afirmativa.
Ella asintió sonriendo y bajó la cabeza, quizá analizando mis palabras.
—El chocolate —musitó introduciendo una mano en el pequeño bolsillo lateral de su vestido. Al sacarla, en su mano derecha deslumbraron dos envoltorios coloridos y solté una carcajada cuando abrió uno y dejó al descubierto una pequeña bolita de chocolate.
Elsa lo llevó con lentitud a su boca y emitió un gemido gutural que me provocó cierta incomodidad por lo sensual que pareció. Después devolvió el otro envoltorio a su bolsillo.
Suspiré y llevé mi mano derecha a mi cabello, preguntándome cómo continuar.
—¿Cómo es que no necesitas dormir ni comer, más de lo necesario? —inquirí cruzándome de brazos, ansioso de obtener una respuesta a esta nueva duda. Ella era humana, aún con todos los poderes que tenía, y un humano necesitaba ingerir alimentos, tomar agua, descansar, para sobrevivir.
—¿No lo has resuelto todavía? —preguntó sonriente, levantándose. Imité su acción e incliné la cabeza para poder verla a los ojos. Sus orbes celestes brillaban bajo la luz que ofrecía la luna, cuyo reflejo hacía que su rostro se viera más bello de lo que era. Dejó de verme y me observó dubitativamente antes de encogerse de hombros, lo hacía constantemente. —Es una lástima —murmuró para sí, pero la cercanía entre nosotros me permitió captar sus palabras. ¿Qué era una lástima? —Soy un ser mágico, Hans. —Sujetó en mi mentón y me estremecí por su frío contacto, pero después de unos momentos se sintió agradable. Cómodo. —Y tú, un simple humano —dijo con frialdad antes de desaparecer en medio de una brillante escarcha, dejando un hormigueo donde antes habían estado sus dedos.
—¿Un ser mágico? —repetí en voz baja, frunciendo el ceño. Ella no podía creer verdaderamente que no era humana, ¿o sí? Acaricié el lugar donde posó sus dedos recordando la sensación de su piel haciendo contacto con la mía. La zona se sentía fría, pero no de la manera extrema que tendría por haber sido tocado por alguien con poderes de hielo.
¿Un ser mágico?, ¿podía negar su humanidad?
Tal vez malinterpretaba sus palabras, pero no tenía posibilidad de cuestionarle a lo que se refería. No obstante, tenía el presentimiento que mi asunción era la correcta. ¿Con quién había crecido Elsa para que pensara de esa forma?
Desvié mi mirada del punto vacío donde estuvo ella y la dirigí al agua. Allí flotaban las cuatro bolas de hielo realizadas por ella.
—¿Cuál es el misterio contigo, Elsa? —pregunté al aire y di media vuelta, volviendo hacia mi barco, cada vez más intrigado con la joven que había aparecido en mi vida hacía menos de un mes y que, desde entonces, estaba causando severos estragos en mí.
o
Durante el amanecer, decidí volver al castillo de la reina para nuevamente ofrecer mi ayuda en lo que fuera que estuviera pasando allí desde hacía una semana. Ayer le había dicho a Anna que me tenía a mí y a mis hombres a su disposición si era necesario, sus guardias no eran débiles, pero los míos eran hombres con mayor experiencia en ese tipo de situaciones, no por nada gran número de ellos había participado en cubierto para obtener información en los sitios donde habíamos estado.
El día de ayer me habían dispensado para discutir los asuntos que rodeaban a las dos muertes ocurridas en esta semana, pero no podía permanecer de brazos cruzados sin hacer nada. Mucho menos si se les llegaba a ocurrir que alguno de mis hombres era el causante de lo ocurrido con el último de los muertos.
También quería saber un poco más de Elsa, y estaba seguro que, a pesar de no haber vivido allí más de tres años, en el castillo podría haber algunas respuestas a mis interrogantes. El problema era quién podía proporcionármelas fuera de los libros en la biblioteca.
Había apreciado que más de la mitad de los sirvientes era gente mayor, así que ellos podían haber conocido a la princesa durante sus años viviendo aquí, pero dudaba que no fueran más que reacios a darme una simple información sobre Elsa.
Tendría que recurrir a mis encantos si deseaba algún dato sobre ella.
Los guardias de la entrada inclinaron sus cabezas solemnemente y yo seguí avanzando buscando con la mirada a algún sirviente que luciera lo suficientemente mayor para haber conocido a Elsa. De pronto se me ocurrió otra cosa y sonreí para mis adentros.
Alguien que rondara mi edad también debió haber conocido a la hermana mayor de la reina. Y una mujer encandilada podría dar más información que un hombre.
Busqué entonces en el patio a alguna de esas jóvenes, pero bufé cuando sólo encontré algunos guardias practicando con sus espadas, esos no servirían porque parecían adolescentes.
Alcancé la puerta de entrada y ésta fue abierta por el regordete Kai, que me ofreció una afable sonrisa y una reverencia.
—Lo lamento, su Alteza, pero en estos momentos su Majestad no se encuentra disponible —anunció con voz gruesa, llevando sus manos enguantadas tras su espalda, esperando una respuesta positiva de mi parte. Como si fuera a retirarme sin haber buscado la información sobre Elsa.
—Es una lástima, pero, en realidad, también venía para otra cosa. Mi objetivo es ofrecer mis servicios a su Majestad para este pequeño asunto que le preocupa. —El mayordomo asintió suspirando—. Y aprovechar la invitación de la reina de conocer su biblioteca—. Él parpadeó recordando las palabras de Anna cuando fui sutilmente despedido del castillo ayer, un ofrecimiento considerado tomando en cuenta la forma en que se me hizo abandonar la residencia.
—Oh, en ese caso, déjeme mostrarle el camino, su Alteza. Su Majestad me dio órdenes de hacerlo cuando usted lo deseara —dijo él asintiendo nuevamente, caminando frente a mí con la cabeza firme, mirando sobre su hombro para comprobar que lo siguiera.
Anduve a través del amplio corredor con paredes tapizadas de un empapelado verde oscuro con rombos de tonalidad más clara, y largos cortinajes violáceos que decoraban las altas ventanas de marcos blancos. No había cuadros, sino armaduras, dos de ellas con un brazo introducido de manera incorrecta.
Reí en voz baja y me pareció que era una forma de incomodarlo. —Eh, Kai, ¿es alguna nueva moda el que los brazos estén así? —inquirí sonriendo inocentemente. Él se detuvo repentinamente y volteó alzando su ceja castaña de manera interrogante.
Señalé con mi cabeza las armaduras. Él tosió negando, pero su rostro se enrojeció de manera graciosa.
—Seguramente algún hijo de los sirvientes lo hizo, su Alteza —respondió incómodo y avanzó hasta la armadura para componerla, pero cuando sacó el brazo ésta se destruyó por completo.
Escuché su risa avergonzada y contuve mi carcajada mientras miraba mi saco, "buscando alguna imperfección".
Entorné los ojos mirándole antes de dar una inspiración. —Es una suerte que en las Islas del Sur los niños no lo hagan, odiaría que la armadura de mi tátara-tátara abuelo Jurgen tuviera la misma suerte —comenté fingiéndome apenado. El rostro de Kai se coloreó más. —Ahora que menciono niños —dije cambiando de tema sutilmente—, si no es muy incómodo, he estado un poco apartado de esta zona del mundo los últimos años, ¿se tuvo alguna última pista del paradero de la princesa Elsa antes de la muerte de sus Majestades? —pronuncié con extrema lentitud, tratando de hilar mi pregunta de la manera correcta.
Él tosió por estar desprevenido, pero negó. —El rey y la reina, que en paz descansen, se fueron sin…—titubeó un poco, éste sabía más de lo que demostraba su ignorancia. Como si yo no supiera que los sirvientes escuchaban tras las paredes—…tener noticia de su hija. Tuvieron esperanzas cuando la princesa de Corona apareció, de cualquier manera.
Asentí y volvimos a caminar hasta unas puertas blancas altas con pequeños diseños azules en una línea diagonal a la mitad de ellas, diseños parecidos a la flor de crocus en la bandera de Arendelle.
Kai abrió las puertas de par en par y me abrumó el reconocible aroma de libros viejos. Observé los estantes que había en la habitación, todos llenos, y agradecí que se acostumbrara a clasificar las bibliotecas bajo cierto orden, o de lo contrario necesitaría un mes para encontrar los tomos que me servirían. Qué suerte era la existencia de las secciones.
Kai se quedó en el umbral y señaló con su mano el interior.
Asentí y me mantuve quieto, observando de reojo al mayordomo. —¿Y la reina Anna tiene poderes como su prima y su desaparecida hermana? —musité desinteresadamente, dando un paso para contener la sonrisa que iba a aparecer en mi rostro. Kai se había quedado lívido, y todo el color adquirido hacía rato se había ido, así como el tono claro de su piel; había tragado saliva y mirado a su alrededor espantado. Ahora trataba de disimular todo eso.
—¿A qué se refiere, su Alteza? La magia no…
—Digamos que tengo mis medios. Entonces, ¿nada de fuego, agua, tierra, aire, o nieve? —indagué viéndolo finalmente, sus ojos se abrieron y suspiró, pero negó tembloroso.
—Si ha sido así, sus Majestades y su Majestad se encargaron de ocultarlo debidamente. —Sacó un pañuelo para secar el sudor de su frente. Sólo un idiota caería ante sus palabras.
—Para que no se repitiera la historia —aseveré con aparente astucia. Kai asintió. —¿Usted se encontraba presente el día de la desaparición de la princesa, Kai? —cuestioné cruzándome de brazos. —Y no piense ni por un instante que le creeré la mentira que está tratando de formular. La reina podría enterarse de cosas que no debe si de mi boca escapa algo que no sé si es de su conocimiento —amenacé con sutileza arqueando una ceja. El mayordomo de las Arendelle era un mal mentiroso, la reina no tenía poderes, me lo había revelado aunque trató de disimular al decir que ellos lo ocultarían. Ahora quería decirme algo que estuviera creando en su cabeza, pero yo tendría la delantera.
—Sí, yo estaba presente. —Asentí sonriendo, él miró hacia los lados y me señaló los dos sillones rojizos dentro de la biblioteca.
Entré finalmente y me ubiqué en uno de ellos. Él caminó y se quedó de pie, aun cuando le indiqué que podía sentarse.
—Yo estaba en el segundo piso, había indicado a unos sirvientes que se dispusieran los preparativos para el anuncio del nacimiento de la actual reina —recitó él con la mirada ausente, asumí que recordaba el pasado—. Pasé junto a una ventana y me pareció ver a alguien con la princesa Elsa, lo ignoré porque se parecía a una sirviente del castillo. Me alejé de la ventana y pensé en todos los empleados, pero ninguno encajó con los que podían interactuar con la niña, así que regresé, y vi con mis propios ojos a ambas desaparecer envueltas en un remolino de humo morado. No se volvió a ver a la princesa desde aquel día… Por lo menos, no aquí en el castillo.
—¿La encontraron, Kai?
—En un viaje. Su Majestad, el rey Adgar, me confió que se cruzaron con ella, pero no pudieron hallarla después.
—¿Cuánto hace de eso, Kai?
—Ocho años, su Alteza.
—Me gusta cuando no me mienten. —Esbocé una sonrisa. —Asumo que su incapacidad de decir que había estado allí se debe a que el rey Adgar le hizo prometer guardar ese secreto, ¿no es así? —Kai asintió con los hombros caídos. —No se preocupe, no diré a nadie más lo que sé, sólo una última pregunta. Necesito que me confirme algo, ¿la reina Anna no sabe de los poderes de su hermana, verdad?
—No, su Alteza —admitió Kai después de un titubeo. Entrecerré los ojos, pero asentí.
—Ya puede retirarse, Kai. Muchas gracias por mostrarme el camino a la habitación. Le aseguro que en ninguna parte repetiré los incidentes con las armaduras—. Reí cuando él desapareció como un animalillo asustado, escabulléndose para no ser atrapado.
.
Me enfrasqué en las páginas de un libro sobre criaturas sobrenaturales, leyendo con incredulidad las palabras en él.
Los otros dos que había leído fueron sobre el linaje de la familia Real de Arendelle, con retratos de sus antepasados —ninguno con algún parecido a Elsa, por lo menos del color de cabello, pero sí de las facciones—, y de algunas criaturas que se creía vivían en el interior de los bosques, llamadas trolls, otras en el fondo del mar, unas más en lo alto de las montañas y unas tan diminutas escondidas entre las flores.
Ese último libro me había dado el aspecto de que nadie lo había tocado en mucho tiempo, pues sus hojas desgastadas en los bordes a causa de la humedad y sus páginas llenas de polvo habían sido una demostración de ello.
El libro había sido interesante y bastante creíble.
Pero el que leía ahora era solamente basura, claramente obra de algún fanático religioso, que despotricaba por escrito sobre las aberraciones que había en la tierra, aquellas que debían ser destruidas al momento de nacer, que no merecían vivir, que su destino era sólo hacer el mal. Hablaba sobre las mismas criaturas que el otro, pero diciendo que su surgimiento se debía a los pecados del hombre.
Reí finalmente desentendiéndome de la información y lo cerré con un golpe, devolviéndolo a lo alto del estante.
Lo único que había descubierto de Elsa hoy, además de lo que las palabras de Kai me dijeron, era que algunos seres humanos eran dotados de magia para mantener el equilibrio en la tierra, que sus habilidades servirían para nuestra sobrevivencia, principalmente porque esos seres humanos con poderes serían los mediadores entre los seres mágicos y nosotros. Sonaba bastante lógico, Elsa, como futura reina —de un territorio muy pequeño, cabe destacar—, recibió sus poderes para servir como intermediaria entre las criaturas mágicas y los habitantes. Su influencia habría sido capaz de eso.
Pero con lo que no contaron, quienquiera o lo que fuera le diera esos poderes, fue que Elsa sería secuestrada por otra de las personas dotadas de magia y no llegara a hacer lo que estaba destinado para ella.
Para el nacimiento de la reina Anna ya había sido muy tarde, pues el momento en que se les daba su magia era cuando estaban en el vientre.
Me aparté del estante y caminé hacia la salida, llevaba tres horas aquí y no era muy adecuado que alargara mi estancia sin presentarle mis respetos a la reina.
La reina que no tendría ese puesto si su legítima heredera no hubiera sido apartada del lugar que le pertenecía por derecho.
Y tampoco si a Elsa no le hubieran llenado de ideas que no eran.
Después de la lectura, podía darme cuenta que la persona que tuviera a Elsa cautiva, no estuvo bien instruida sobre lo que, como ser humano con poderes, debía hacer. Y le había transmitido a Elsa sus ideas erróneas —aunque cabía la posibilidad que sí lo supiera y hubiera planeado que la mentalidad de Elsa fuera diferente, "especial".
La cuestión era cómo hacerle cambiar una creencia que había mantenido durante muchos años.
—Parece que ha estado entretenido aquí, Hans. —Parpadeé agitando la cabeza y miré hacia la dirección en que venía la voz de la reina Anna, ella estaba a unos pasos de la puerta, con una ceja enarcada, pero una sonrisa divertida.
¿Cómo habría sido para Elsa crecer en el castillo?, ¿educándose como la futura reina?, ¿con su familia?, ¿sin la creencia de que el odio la fortalecía?, ¿siendo la que hubiera llegado a conquistar para casarme con ella?
—Sin duda, Anna, son interesantes los libros de su biblioteca familiar. —Ella le dirigió una mirada extraña a la habitación, apretando los labios.
—Le admito que no he leído la mayor parte, pero me han instruido lo suficiente, Hans —dijo encogiéndose de hombros, sin importarle si no era muy educado de su parte hacerlo o decir eso. Se dio la vuelta y la falda verde de su vestido ondeó cuando trastabilló haciendo un ligero movimiento.
Ella era todavía una chiquilla, Elsa tenía más edad para gobernar. Habría sido prudente esperar hasta la mayoría de edad de Anna para coronarla. Avancé reprimiendo una sonrisa.
—Si se me permite saberlo, ¿hay mayor información del incidente de ayer? —interrogué abriendo la puerta de la biblioteca, con ella a mi lado.
Un suspiro profundo abandonó su boca y de reojo noté que comenzaba a apretar el interior de su mejilla.
—No hay mucho sentido en tratarlo como secreto cuando el pueblo es consciente de que algo ocurre, Hans. No debe haberle pasado desapercibido que los caminos estuvieron solitarios ayer mucho antes de que oscureciera, Arendelle no es así. —Fruncí el ceño, tratando de recordar lo que ella decía, no había podido conciliar el sueño para recobrarme después del viaje y había subido a cubierta. Y ahí fue donde escuché a Elsa.
No me había percatado de otra cosa cuando estuve buscando a Elsa. Nunca me había ocurrido algo así, siempre estaba atento a todo.
—Me temo que termino exhausto después de un viaje, y ayer ya me encontraba recostado alrededor de esa hora —justifiqué mis propias acciones, aunque para ella sólo sería una leve explicación. Tampoco se daría cuenta de la falsedad de mis palabras.
—Estamos tan cerca de encontrar una respuesta como con la desaparición de mi hermana —susurró Anna aproximándose a la ventana, donde se quedó mirando las montañas. Avancé hasta ella y me quedé a su lado, con la mirada baja.
Me sentí inquieto por callarme la información del paradero de su hermana, pero Elsa había dicho que la vería, así que dejaría en manos de ella el reencuentro entre las dos. Anna tenía una vaga idea de cómo sería su hermana mayor, pero Elsa no tenía alguna imagen de su hermana menor. Nunca se habían conocido.
Vi a Anna abrir sus ojos asombrada y volteé a ver el punto en que ella tenía fija su mirada. —Santo cielo —musitó corriendo en dirección del vestíbulo.
Yo me quedé parado en mi sitio observando la escena.
En la montaña más cercana al pueblo una nube blanca descendía estrepitosamente desde la cumbre.
Estaba ocurriendo una avalancha.
1. Proa, popa, babor, bauprés. No tenía ni una bendita idea de qué era cada cosa, pero sonaban bonitos. Proa: El frente. Popa: Atrás. Babor: Visto desde enfrente, la derecha. Bauprés: El mástil o palo largo que sobresalía en los barcos antiguos. ¿No suenan mejor así? Creí que un marinero los utilizaría xD
2. Juan sin Miedo. Esta nota no importa, es sólo por la casualidad de la obra de los Grimm, pero en realidad se refieren a Juan I de Borgoña, un francés relacionado con la Guerra de los Cien Años. Como ven, nada importante, pero es que el cuento fue publicado en una versión larga para después de 1880 y supuestamente esto está en los 40's, 50's.
