Disclaimer: Todos y cada uno de los personajes y nombres descritos de aquí en más son de la original obra de J.K. Rowling.
~ Farsas
Queenie había sido la favoritadesde el principio. Había deleitado a nuestros padres consiguiendo su puesto en la casa Slytherin, la más gloriosa. Se había destacado en todas sus calificaciones e incluso podía decirse que era una de las pocas sangre pura que quedaban en Hogwarts. Al tiempo que ella comenzaba su tercer curso en el colegio, yo apenas iniciaba el primero. Papá y mamá, a diferencia de los dos años anteriores, no demostraron el mismo entusiasmo el día que visitamos Diagon para comprar mis cosas.
Mi nombre es Astoria. Astoria Greengrass. Y esta es la historia que pretendo contar, mi historia. Lo considero algo así como un diario íntimo, una autobiografía. Mi vida actualmente es monótona, con tendencia a ser bastante insulsa. Frecuentemente, mi historia se verá opacada por el natural resplandor de mi hermana, Daphne, o como a mis padres le gusta decirle, Queenie. Por costumbre, yo también le digo así. Por costumbre, a mi me llaman Tori.
Los Greengrass no nos destacábamos por nuestro orgullo familiar, ni por nuestra fortuna. Éramos acomodados, sí, sangre pura. Vivíamos en una modesta mansión, en Wiltshire, sureste de Inglaterra. Se rumoreaba que por allí estaría la imponente Mansión Malfoy, pero en mi corta vida jamás la había apreciado.
Mi oscuro cabello, a tono con mis ojos negros, era lacio y sedoso, muy similar al de mi hermana pero algo más largo. Las hermanas Greengrass nos parecíamos demasiado físicamente, pero éramos muy diferentes en nuestro carácter. Ella era más bien amigable, aclamada por mis padres. Se notaba a leguas que era la más deseada y que yo, por el contrario, no era más que un estorbo allí. Yo me caracterizaba por ser bastante frívola, sombría, muy solitaria. Los familiares y amigos me describían como lúgubre para mis apenas dieciséis años.
La historia que les voy a contar empieza con mi llegada a Hogwarts. Con apenas once años me las ingeniaba para llamar la atención de los profesores. Usualmente obtenía buenas notas y me destacaba en las clases; por alguna razón tenía vocación de servicio, siempre me atrajo el trabajo en la enfermería. Las pociones eran mi fuerte, como de la mayoría de los Slytherins: en las mazmorras me perdía entre los calderos hirvientes, deleitándome con los aromas que emanaban.
Me pasaba noches enteras leyendo y releyendo los libros escolares, e incluso había extraído de la biblioteca un sinfín de volúmenes acerca de la fabricación de pociones. Mi devoción por el estudio fácilmente me guió en el camino de la soledad. No contaba con muchos amigos, mi hermana tendía a ignorarme en el colegio y la mayoría de la gente intentaba evitarme. No era algo que me molestase, de hecho me agradaba estar sola para poder leer y aprender más. Compartía mis días en el colegio con otro Slytherin, Jackson, quién se había hecho amigo mío por su destreza en la clase de Pociones.
Cualquiera diría que algo nos traíamos entre manos, siempre buscábamos quedar juntos, pasábamos la mayor parte del día en la biblioteca o experimentando en baños averiados con equipos de pociones viejos. Sin embargo, los chicos no me atraían bastante. O tal vez no había prestado la suficiente atención. Sólo una cabeza rubia hizo que levantara la vista de "Antídotos asiáticos" y me desconcentrase por primera vez en la tarde.
Draco Malfoy. Pavoneándose como siempre con una bandada de chicas de tercer año corriendo detrás de él. Ni el gran Harry Potter le podía hacer sombra a alguien como él, aunque muchos no creían lo mismo. Para mí, era claramente una desatención. Nunca me había sentido así, atraída por alguien. Sabía que lo mío con Malfoy era prácticamente imposible: a pesar de nuestras raíces en común, el chico ya seguramente estaría destinado a una importante hija de ricachones.
De cualquier forma, soñar no cuesta nada. Me inventé mil y una historias en mi mente, repasándolas una por una antes de irme a dormir. El muchacho no me registraba, tal vez hasta ni siquiera me había observado detenidamente. Sabía que conocía mi nombre, porque Queenie seguramente me había mencionado. Pocas veces nos habíamos cruzado en la sala común que compartíamos, pero creo que aún no habíamos cruzado palabra. Hasta aquella noche.
Yo, sumida en mi libro de antídotos, me había dejado caer sobre un sofá, a un costado de la sala, muy cerca de la chimenea. Hacía frío en todo momento allí, pero la vista del lago negro era increíble a cualquier horario. Mis gafas se habían resbalado hasta la punta de mi recta nariz hasta tal punto que estaban a centímetros de las páginas amarillentas del libro, pero yo, tan concentrada en la lectura, no me había percatado del hecho.
En un momento determinado de la tarde, entró él. Tan codiciado como siempre, portando su escoba en su hombro, luciéndose tan increíblemente sexy que podría haberle hecho una escultura allí mismo. Claramente me distraje de la lectura, y subiéndome las gafas detenidamente, observé cómo se acercaba hasta mi asiento.
— Levántate. –me ordenó, tan frívolamente que pareció ladrarme.
Me recorrió con la mirada lascivamente, sentí que casi pudo olerme. Colocó una mano en mi cintura y me atrajo hacia él, apoyándose e inclinándose sobre el sillón en el que había estado sentada anteriormente. Su otra mano buscó en la hendidura entre los almohadones hasta lograr sacar una caja de terciopelo, de esas que portan un anillo. Lo guardó en el bolsillo de su túnica y volvió a erguirse. Noté que me llevaba cerca de una cabeza. Su rostro rozó mi mejilla y luego, empujó mi cuerpo de nuevo al sillón, arrojándome para que volviera a sentarme. Giró y se fue, tan increíble como había llegado.
Lo odié. Lo odié tanto. Había quedado cual estúpida mirándolo de aquella forma, aún sorprendida por su acercamiento. Ni siquiera había podido articular palabra ante su imponente figura. ¿Cómo me había ilusionado así? ¿Cómo iba a poder ser que el magnífico Draco se fijara en mí? Imposible. A él le gustaban las chicas simpáticas, y fáciles entre otras cualidades, como esa tal Pansy Parkinson, que correteaba tras él como si portara un millón de galeones. Es cierto, su perfume era tan exquisito que podía imaginarme hasta a Dumbledore corriendo detrás de él. Sin embargo, la forma en que me había mirado, en que me había tocado, había dejado una gran impresión en mí.
Lo deseaba, pero a la vez lo detestaba. No podía ser tan manipulador, y yo tan crédula. Había caído por completo en sus redes, y por más que quisiera salir, ya estaba atada a su "encanto". Intenté olvidarme, pensar en otra cosa, distraerme en libros enormes, pero una y otra vez me volvía a la mente su entrada triunfal en la sala y el episodio entre nosotros se marcaba a fuego en mi mente cada vez más. Lo detestaba, sí, pero deseaba que algo volviera a suceder entre nosotros dos. Y esperaba no volver a quedar tan humillada luego.
Mi oportunidad se dio casi al final de mi primer curso en Hogwarts. Se acercaba la medianoche y yo me había quedado terminando unos deberes de transformaciones. La profesora McGonagall nos había mandado a escribir un pergamino de metro y medio acerca del hechizo de Conmutación y aún me faltaban diez centímetros. Unos pasos detrás de mí llamaron mi atención, y pensé que era un prefecto que había llegado para regañarme. Pero no, era él: con una mano ensangrentada y su nariz embadurnada en el líquido escarlata. Me extraño que no hubiera acudido a la enfermería, pero seguramente sería una herida de guerra. Sus dos amigotes, Crabbe y Goyle, no lo acompañaron esta vez.
Cuidadosamente, me acerqué a su lado y lo ayudé a limpiarse. No había nadie más allí. Aún no nos habían enseñado a arreglar huesos rotos, pero con su ayuda y un poco de práctica con mi varita, conjuré un Episkey que logró detener la hemorragia. Su mirada hambrienta recorrió mi cuerpo, me observó cual animal del zoo. Sus ojos grises recorrieron mi escueta figura, mientras no podía imaginar lo que él estaba pensando en su retorcido cerebro. No lo podía ni pensar. Me dio tanto asco que le volteé la cara de una bofetada.
El muchacho se levantó delante de mí y me sujetó por la muñeca con la cual le había pegado. Hizo que se me doblasen las rodillas de la fuerza con la que retuvo mi mano, por lo que quedé muy por debajo de él.
— Pero si no eres más que una golfa inmunda… -susurró con una sonrisa en su rostro. Acto seguido, me escupió la cara. La repulsión que sentí en ese momento era invaluable.
Sin decir más, se fue a su dormitorio, dejándome allí una vez más, humillada.
NdeA. Daphne Greengrass, el personaje creado por J. , llevaba el nombre de "Queenie" en sus borradores iniciales. Me gustó y por eso quise hacerle un pequeño honor en esta ficticia historia.
