Todos los personajes le pertenecen a J.K. Rowling

Esta historia es una adaptación de una novela de Rebecca Ryman.

Falsas Intenciones

PROLOGO

El paso de Karakorum

Himalaya Occidental

Otoño 1889

Decían que no se necesitaban mapas para encontrar el paso del karakorum. Bastaba con que uno siguiera los montículos de huesos blanqueados que cubrían los senderos para llegar infaliblemente a su destino.

Aparte de alguna que otra multicolor mariposa y unos cuantos cuervos carnívoros, ninguna criatura viviente era capaz de subsistir en el paso. A más de seis mil metros de altura, la negra y pedregosa grava era eternamente estéril y el crepitante y enrarecido aire provocaba temibles enfermedades y alucinaciones. La cortante aguanieve y los vendavales castigaban al cuerpo, atravesaban las zamarras para arrancar la carne de los huesos y helar la sangre en las venas a lo largo de unos senderos tan resbaladizos como lameduras de manteca de cerdo. En la pendiente norte se levantaba un montículo de piedras en memoria de Andrew Dalgleish, un escocés asesinado en aquel lugar dos años antes. Era una mas de las estremecedoras advertencias de muerte en el Karakorum, el mas cruel de los cinco altos desfiladeros del Himalaya Occidental, situado en el camino que conducía y salía de Leh.

La antigua Ruta de la Seda discurría entre Leh, en el sur, y Xian, en el este, y atravesaba el Turquestán chino y ruso hasta llegar al Mediterráneo en un viaje de regreso de más de dieciséis mil kilómetros. A pesar de lo peligros el camino llevaba mas de cuatro mil años utilizándose como un colosal medio de comunicación y la mayor ruta comercial que jamás hubiera conocido el mundo.

Cuando los otoños resultaban inusitadamente calidos, incluso a cinco mil metros de altura las brisas eran como un suave zumbido sin el menor sabor de nieve. Las manchas de sol mateaban las laderas inferiores. A su alrededor crecían una aspereza maleza, pero la desolación quedaba en cierto modo compensada por unos diseminados puñados de preciosas florecillas de color malva con pistilos amarillos y hojitas verdes. Cuando el sol otoñal bajaba besaba las cumbres, unas oleadas de luminoso color rosa bajando por las pendientes de un blanco deslumbrante mientras las marmotas entraban y salían velozmente de sus madrigueras emitiendo pequeños gañidos de alarma. A espaldas del campamento, un arroyo discurría entre enormes rocas del tamaño de un búfalo en una seria de minúsculas cascadas.

Mientras los hombres y las bestias se despedazaban muertos de cansancio, los mozos y los muleros descargan los ponis y los camellos, tras quietarse las chaquetas de piel de oveja y los gorros, los mercaderes se tumbaban alrededor del fuego con las palmas extendidas hacia el modesto calor. Algunos se sentaban en cuclillas, comentando el aspecto de las huellas recientes de un leopardo en la orilla del río, y otros permanecían tumbados en silencio, soñando con los beneficios que esperaban obtener en los mercados de Leh, mientras otros hombres discutían acerca de propiedades. De vez en cuando, alguien se inclinaba hacia delante para remover y aspirar el aroma de la gigantesca caldera donde hervía a fuego lento la cena. En las cimas más altas todo cocía más despacio y la carne resultaba menos tierna, pero, puesto que nada sazonaba mejor la comida que las punzadas el hambre, a nadie se le ocurría protestar y las vaharadas de la hukah común aliviaba las ansias de los paladares.

Tan solo uno de los mercaderes permanecía sentado en solitario a cierta distancia de los demás.

Tras haber terminado su namaz de la tarde, descansaba en silencio, abrazándose las rodillas mientras sus inexpresivos ojos contemplaban con fijeza las heladas cumbres de la oscura lejanía, este hombre solitario parecía preferir la soledad y la meditación. Era un forastero que se había incorporado a la caravana en Shahidullah y, ya desde el principio se había mantenido apartado y en discreto silencio. No había facilitado la menor información acerca de su persona, y sus compañeros de viaje tampoco la habían pedido, pues el la Ruta de la Senda todo mundo tenía derecho a que respetara su intimidad y era libre de hacer lo que quisiera.

Al final, los hombres empezaron a saciar su voraz apetito. El viajero solitario no se unió a ellos y, por respeto a su necesidad de aislamiento nadie lo invito a hacerlo. Saco del morral de alfombra que tenía a su lado una caja de galletas de avena, albaricoques e hígados y comió en silencio su frugal cena.

La tarde se desvaneció en una noche sin luna. Tras haber terminado de comer, los hombres se sentaron para morderse los dientes y charlar un rato. Poco a poco, un curioso silencio descendió sobre el campamento, no un silencio nacido de la satisfacción de los vientres llenos de sino de presentimientos desconocidos y callados temores. Hablando en susurros y agudizados el oído para percibir posibles murmullos llevados por el viento, los hombre volvían la cabeza para lanzar nerviosas miradas por encima de sus encorvados hombros en un intento de traspasar la pensativas rocas. Después se retiraron para acurrucarse bajo sus mantas de piel, pero con los ojos abiertos y el cuerpo en tensión, sin dejar de vigilar, prestar atención y esperar.

Al final desde la dura y negra cara de la montaña les llegaron las señales que tanto temían: los parpadeos de una luz lejana y, junto con ellos, un sonido, un simple eco. Un eco que se intensifico y se fue acercando hasta que, al final, se convirtió en el inconfundible repiqueteo de los cascos de unos caballos.

Acurrucándose en posición fetal, los aterrorizados viajeros se abrazaron las rodillas y procuraron pegar en cuerpo al suelo mientras rezaban para que se produjera el milagro de la invisibilidad. Sin apenas atreverse a respirar, yacían paralizados y solo sus labios se movían, suplicando la protección de Alá. Pero los persistentes sonidos eran cada vez mas fuertes y los brumos regueros de luz en la sombría distancia ardían con creciente intensidad. Era como si la montaña repentinamente hubiera cobrado vida y su gigantesco pecho vibrara con los latidos de su corazón.

De pronto, surgieron de la oscuridad y aparecieron en la altiplanicie los temibles habitantes de la noche, el azote de la Ruta de la Seda. Envueltos en tela, sus rostros eran mas negros que la piedra del Karakorum y, por las rendijas, sus ojos pérfidos ardían como brasas. Petrificados por el terror los mercaderes contemplaron impotentes como los asaltantes rodeaban el campamento. Un hombre, el jefe desmontó y se acerco al apretujado grupo, blandiendo su espada. Cuya hoja despendía trémulos destellos a la luz de la antorchas.

-¿Quién de ustedes es Rasul Ahmed?- pregunto

Lasa lenguas se pegaron a los paladares y los atemorizados mercaderes lo miraron en silencio. Apretando con más fuerza la empuñadura el hombre levanto la voz.

-¡Busco Rasul Ahmed, el hombre que se incorporo a la caravana en Shahindullan!-

La pregunta nuevamente quedo sin respuesta

El intruso sin rostro se adelantó y levanto en alto la espada. De repente los hombres recuperaron la voz cayendo de rodillas, empezaron a suplicar entre sollozos que les perdonara la vida mientras agitaban las manos y señalaban ansiosamente al forastero que se mantenía apartado. Sin embargo, antes de que el asaltante pudiera adelantarse a él, el hombre se adelanto.

-Soy Rasul Ahmed. Me incorpore en la caravana de Shahidullah. ¿Por qué motivo me buscas?-

La pregunta formulada, fue contestada por otra.

-Me dedico al comercio. Vengo de khotan y trasporto alfombras de seda e incienso chino a Leh. Regresaré a Yarkand con chales de Cachemira. ¿Qué deseas de mí?-

Esta vez la respuesta fue inmediata y decisiva. Sujetaba con ambas manos y desplazándose lateralmente con increíble rapidez, la reluciente espada trazo un arco horizontal. Con un susurro tan suave y dulce como un suspiro, la hoja corto limpiamente el cuello de Rasul Ahmed y los separo del tronco. El cuerpo decapitado permaneció de pie una fracción de segundo y, a continuación, se doblo lentamente sobre la hierba. Del mellado orificio que antaño fuera su cuello manó un manantial de sangre que tiño las piedras de carmesí. Impulsada por la fuerza de la sangre que brotaba, la cabeza separada del cuerpo se alejó rodando.

Sin protestar ni ofrecer resistencia, los aterrorizados mercaderes huyeron despavoridos al refugio de la anónima negrura de las rocas. Los asaltantes no los persiguieron, sino que despojaron el cuerpo de Rasul Ahmed de la zamarra, el cinturón, las resistentes botas y el revolver. Trabajando con la soltura que confiera la práctica, cargaron sus propios animales con el botín y lo aseguraron con unas cuerdas, Después volvieron a montar, hicieron giran sus monturas en la dirección de la que habían y se perdieron de nuevo en la noche.

Lenta y cautelosamente los hombres salieron de sus escondites, golpeándose el pecho y la frente con las palmas de las manos. Agradeciendo a Alá que por lo menos les hubiera perdonado la vida. No era la primera vez que los saqueaban en la Ruta de la Seda y no sería la última; con la misericordia del Profeta, lograrían sobrevivir. Tras haber recogido las mercancías que quedaban y haber vuelto a cargar los animales, por fin prestaron atención a su asesinado compañero de viaje. El cuerpo yacía en el mismo lugar en el que se había desplomado, los hombres se congregaron alrededor del cuerpo decapitado sin atreverse a mirarse entre sí, avergonzados ahora, a la brutal luz del día, de la traición cometida contra su compañero muerto. Deseosos de reanudar su camino se dispusieron a cavar una sepultura, recitando plegarias abreviadas mientras cumplían a toda prisa los ritos propios de un entierro decoroso. En un Ultimo acto de reparación, rebuscaron entre los efectos personales del difunto, entre la ropa, los artículos de aseo y uno o dos de los libros, no lograron encontrar ninguno información personal. En la forja solo encontraron unas cuentas facturas antiguas, unos inventarios y algunos papeles sueltos. Vieron que los papeles no estaban escritos con caracteres árabes sino romanos, probablemente en ingles, un idioma con el que apenas estaba familiarizados.

A pesar de que los efectos personales eran pocos y de escaso valor material, había entre ellos dos objetos que desconcertaban y turbaron en gran medida a los mercaderes: una rueda de oración budista y un rosario hindú hecho de las tradicionales bayas secas rudraksha. Evitando tocar los objetos y más alarmados que antes se preguntaron¿de que le servirían a un devoto marcador musulmán aquellos sacrilegios instrumentos de los infieles hindúes?

La perplejidad de los mercaderes era comprensible. No se podía saber que Rasul Ahmed no era ni mercader, ni musulmán, ni siquiera hindú. Tan profundos eran sus conocimientos de la lengua de la región y tan perfecto su disfraz que ninguno de sus compañeros de viejos sospechó que, en realidad, era ingles. Su verdadero nombre era Dean Seamus, aunque también se le conocía por otros más.

Notas de autora:

¡Hola!, bien antes de que empiecen a lanzarme maleficios y demás por lo extraño del capítulo y hacer mención de este personaje, debo aclarar que este capítulo es solo un prólogo, pero aun así es de suma importancia para el desarrollo de la historia por lo tanto les pido que lo lean, en el próximo capítulo se hará mención de nuestros personajes favoritos en especial de Draco y Hermione y nos adentraremos un poco en los que es su historia.

Se aceptan toda clase de comentarios, así que por favor dejen sus reviews.

Bien ahora si… Nos vemos en el próximo capítulo.