Antes que nada, quiero aclarar que soy Zeldin. He cambiado mi nick por motivos de seguridad que no explicaré para no molestarlos. Este es mi primer historia cient por ciento Zelink =D Qué felicidad! Iba a ser un one-shot, pero sería demasiado largo, así que irá por capítulos. No serán muchos. Espero que lo disfruten tanto como yo estoy disfrutando escribirlo.

Dedico este fic a mi amiga WeRa Loka, a Dialirvi, una de mis inspiraciones, a la generala, y a todos los que han apoyado mis fics con su lectura.

Disclaimer: The Legend of Zelda y sus personajes no me pertenecen... que más quisiera yo u_u.

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Una hada para la princesa

Hacía mucho tiempo que no amanecía así el campo de Hyrule. La primavera había llegado hacía pocos días pero hasta entonces no se había manifestado de manera tan espectacular. El verde de la hierba se adoraba con los colores de las flores.

La princesa que aún se negaba a levantarse, no se había dado cuenta, así que la muchacha que había intentado en vano despertarla, se lo hizo saber abriendo rápidamente las cortinas de su habitación. La luz pegó con fuerza en su pálido rostro, y la voz animosa de la muchacha del servicio consiguió hacerla abrir los ojos.

-Un rato más, por favor- pidió la princesa, cubriéndose de la luz que lastimaba sus ojos.

-Mire que bonito está el día, Princesa- dijo la muchacha, mientras se dirigía cargando un cesto hacia su cama- ¿no le gustaría dar un paseo por los jardines?

-Estoy muy cansada-respondió Zelda.

-Pero, Princesa, se encierra todo el día en su habitación, necesita estar al sol y respirar aire fresco más seguido-dijo en tono preocupado-. Además no es propio de usted levantarse tan tarde.

Zelda no dijo nada. Se cubrió la cara con las sábanas y pretendió volver a sus sueños. Pero la muchacha puso las manos en la cintura, dejando en claro que no se iría de la habitación hasta cumplir con su trabajo.

-No sea infantil, Princesa-dijo-. La están esperando desde hace rato a la mesa, además tengo que llevarme esto con las lavanderas-y de un tirón, arrancó las sábanas de la cama, las dobló como pudo y las puso en el cesto, dejando a la princesa sin un velo debajo del cual esconderse.

No pudo más que hundir su cara en la almohada, pero ésta también fue removida, junto con todo lo que estaba sobre el colchón.

-Les avisaré a mis compañeras para que la ayuden a vestirse-le avisó a Zelda con una sonrisa-. Iré a dejar esto y regresaré a hacer la cama. Con su permiso, Princesa.

Salió de la habitación muy satisfecha. Mientras tanto, la princesa no tuvo más remedio que levantarse. Un par de muchachas entraron a la habitación para arreglar a la princesa. La puerta del cuarto se mantuvo cerrada durante media hora, y tras ese tiempo, la princesa salió acompañada de sus sirvientas y se dirigió al comedor real.

No fue un trayecto corto, ya que el castillo era muy grande, había que recorrer varios pasillos y atravesar algunas puertas. Algunos guardias y sirvientes la saludaban con cierta reverencia al pasar, a lo que ella sólo hacía una mueca y una leve inclinación de cabeza. En realidad su propósito era sonreír, pero su ánimo no le permitía más que eso.

Su padre estaba sentado, como siempre, al final de una larga mesa, donde estaban dispuestos los platos, los cubiertos y las servilletas. Varios centros de mesa y candelabros de plata daban a la sala un toque genuino de elegancia, digno de la realeza. La reina estaba a la derecha de su padre. Al verla, le recibió con una amplia sonrisa de la más profunda alegría. Era como si hubieran pasado años sin verla.

-Buenas días padre-saludó Zelda, haciendo una reverencia, sin mostrar ninguna clase de entusiasmo, sin siquiera mirarlo a los ojos. Después se acercó a su madre, apenas iba a hacer la misma inclinación cuando ella extendió las manos esperando las de su hija.

Zelda estaba apunto de lanzarse a los brazos de su amorosa madre, cuando una voz grave la devolvió a la tierra.

-¿Zelda? Tu padre está esperándote a la mesa, querida-le dijo Impa, su nana. La anciana la miró con preocupación, examinando la cara pálida de la princesa. Su salud había estado especialmente mal últimamente, temía que estuviera apunto de colapsar.

Se había quedado inmóvil otra vez. Ya se le había hecho costumbre cada vez que se paseaba por los corredores, por los jardines, por prácticamente cualquier sitio al que iba, incluso cuando se ponía a dar vueltas en su habitación. Se había perdido en sus pensamientos, olvidándose de que tenía que tomar el desayuno con el rey en ese momento. Miró la puerta del comedor que tenía en frente, y luego a Impa.

-Sí, ya me disponía a ir-le dijo secamente, sin ninguna expresión en el rostro.

El comedor estaba silencioso. Su padre la recibió con una sonrisa

-Buenos días, padre-dijo ella haciendo una ligera reverencia y fue a ocupar su lugar, junto a la silla que solía ocupar la reina.

-¿Tuviste un sueño tranquilo, princesa?-preguntó el rey, estrechando su mano.

-Desde luego, padre-contestó ella mirándolo fugazmente. No podía mentir cuando miraba a alguien a los ojos. Una débil sonrisa se formó en sus labios por unos segundos.

El desayuno se sirvió, y ambos comieron en silencio. Zelda hizo su mejor esfuerzo, pero no pudo más que tomar la mitad de los alimentos. No quería seguir comiendo, no tenía apetito. Su padre le insistía y lograba cada vez que diera otro pequeño bocado, pero alcanzó su límite pronto.

-No quiero más padre, estoy satisfecha-dijo empujando los platos lejos de su olfato, el sólo sentir el aroma le hacía sentir enferma-. Si me disculpas, me retiraré a mi habitación.

-Aun no Zelda. Necesito hablar contigo un momento.

Apenas se había levantado de su silla, e inmediatamente se volvió a sentar. No le gustaba contradecir a su padre. Su seriedad la inquietó un poco, pero se mostró tranquila mientras el rey hablaba.

-Zelda… Yo he querido discutir esto desde hace un tiempo contigo. Hija, sé que las cosas no han estado muy bien para ti estos últimos meses.

Ahora la estaba observando detenidamente, pero sus ojos reflejaban una profunda tristeza. ¿Por qué –se preguntó en ese momento-tenía que mirarla así y hacerla sentir peor? Odiaba que le recordaran a cada momento que era una persona débil, propensa a enfermarse todo el tiempo, siempre tirada en la cama.

Lo extraño era que era ella quien siempre elegía permanecer en cama. Cuando salía a caminar o hacer alguna otra cosa era porque no tenía más remedio. Todo el tiempo tenía a su padre, a su nana y a otras gentes del castillo detrás, insistiéndole a cada momento en que debía mejorarse, que tenía que hacer un esfuerzo por mantenerse sana y activa, y tener más contacto con las personas, al fin de cuentas, era la princesa y su deber, estar en óptimas condiciones para atender a los que la necesitaba.

Pero si su padre era el rey, no veía por qué molestarla a ella. ¿Y de qué servía una princesa enferma e inútil? Habiendo gente perfectamente sana y capacitada al mando del reino. ¿A quien le importa, de todas formas? Probablemente moriré antes de convertirme en reina.

-No es difícil para mí notar que no te sientes tranquila, no pongas esa cara-le pidió al ver que fruncía el entrecejo, con su ya conocida expresión de fastidio-. Me preocupa en extremo tu salud, princesa.

Su padre comenzó a acariciarle la cabeza. Zelda bajó la cabeza, y durante el resto de la conversación no miró otra cosa que sus manos.

-Pero no quiero que pierdas las esperanzas. Yo creo que lo que necesitas es alimentar tu espíritu. ¿Sabes? La próxima semana, el teatro realizará un espectáculo en la plaza. ¿Tienes alguna idea del motivo de este evento?-la miró sonriendo, esperando que la respuesta le levantara el ánimo-. ¿O me dirás que no recuerdas la ocasión especial?

Oh, esto es grandioso. Ahora querrá que asista a un espectáculo en un lugar abierto y concurrido. ¡Que todo mundo vea mi lamentable estado! ¿No se supone que los enfermos deben reposar todo el día en su habitación?

-A decir verdad, no padre-le respondió casi en un susurro, apenada de no tener la memoria suficiente pare recordarlo.

-Me sorprende, Zelda, que no lo recuerdes. Solías brincar de emoción cuando eras una niña cada vez que llegaba ese día.

Zelda hizo un esfuerzo por recordar. Si era importante para ella, debía ser algo muy bueno. Pero no podía recordar qué.

-¿No? Entonces te lo diré. La próxima semana celebraremos, como cada cuatro años, los torneos conmemorativos de la Semana de Din.

Zelda siguió con la vista en sus manos, pero esta vez con los ojos muy abiertos, alzando las cejas. ¿Cómo pudo olvidarlo? En Hyrule, era la época en que durante tres semanas se realizaban diversas actividades para honrar a las diosas. Una semana por cada deidad.

La primera semana, el primer día se iniciaban las celebraciones con una especie de espectáculo al aire libre. Las representaciones teatrales solían ser las más comunes, luego se organizaban, a las afueras de la ciudadela, torneos reglamentados donde se simulaban las antiguas justas, las cuales ya no se practicaban en el reino, por considerarse demasiado peligrosas, y eso no lo veían con muy buenos ojos durante las festividades.

En la segunda semana, la de Nayru, se ponía una feria, por lo cual no era de extrañarse que hubiera niños corriendo por todos lados. Y durante la semana de Farore, había música, bailes colectivos, y el día de clausura, había un evento especial durante la noche, con fuegos artificiales, y una ceremonia especialmente bella donde el rey daba un discurso, agradecía a todos por su participación, y prácticamente todos disfrutaban lo que restaba de la pirotecnia hasta entradas horas de la noche.

-Estoy seguro que el ambiente alegre de las festividades te animará, y no hay nada más saludable que estar contento-le aseguró estrechando su mano de nuevo. ¿Qué me dices?

Zelda no contestó, porque otra vez estaba absorta en sus pensamientos. Recordar esa ocasión le hacía recordar cuanto solía disfrutarla en compañía de su madre.

-¿Sabes?-continuó el rey al no obtener respuesta por parte de su hija-. Oí que hay muchos príncipes y embajadores interesados en presenciar estos festejos tan especiales. Han sido tan buenas las impresiones que han llegado de alguna forma hasta reinos lejanos, que están dispuestos a recorrer largas distancias para tal propósito. Entre tú y yo, querida hija-al decir esto, bajó un poco la voz y se acercó un poco más-, pienso que esta excusa es una mentirilla para cubrir su verdadero propósito: el de conocer a la hermosa princesa de Hyrule.

Tan sólo las últimas palabras del rey bastaron para sacarla de sus pensamientos de golpe. Ahora miraba a su padre sorprendida y confundida.

-No es ninguna noticia que ya no eres una niña, Zelda. Sé que para una muchacha como tú las cosas han cambiado. Y supongo que en este momento de tu vida, tu cabeza está llena de dudas sobre tu futuro. Pero no te preocupes, hija mía. Podrías encontrar la respuesta muy pronto ¿no lo crees así?

Su padre la miraba feliz y esperanzado. Ella simplemente no daba crédito a lo que estaba escuchando. ¿Estaba diciéndole que iba a conocer a su futuro prometido en las semanas de las diosas? Es decir, ¿por qué la prisa? ¿Por qué tan pronto? Aún no estaba lista, tenía muchas cosas que pensar. Era muy joven ¿O acaso su padre pensaba que a sus dieciocho años debía darse prisa por encontrar su pareja de toda la vida? Demasiadas preguntas se avecinaban y Zelda permanecería inmóvil frente a su padre un buen rato.

Mientras tanto, en las cercanías de la muralla que protegía la ciudadela, un muchacho de buena complexión, vistiendo una túnica verde bastante sucia y algo malgastada, cabalgaba lentamente sobre una bonita yegua. Portaba una espada sobre su espalda. El muchacho indicó al animal detenerse antes la enorme puerta que ahora hacía de puente sobre el arroyo que rodeaba la ciudadela.

-Así que esta es la ciudad-se dijo así mismo-. Bueno, Epona, finalmente, después de tanto tiempo, regresamos al corazón de Hyrule. ¿Qué te parece? ¿Te gustaría ver a tu amo convertido en un caballero?-el muchacho rió ligeramente y le dio unas palmaditas cariñosas a su yegua- Andando.

Y el joven jinete avanzó hacia la ciudadela con el pecho henchido y una sonrisa de satisfacción.