La joven dama de marrones vestimentas se despedía.
Dijo un ligero adiós mientras su cuerpo se hacía uno con la nada.
Y a la vez, con el todo.
Juntó sus manos, recargando su precioso rostro sobre humilde escritorio.
Había desperdiciado mucho tiempo sonriendo.
Pero en esa ocasión, lo hacía de igual modo.
Sin embargo, por primera vez, la línea que emanaba de sus labios la hacía sentir viva.
Aunque nunca supo si lo que sentía era eso, estar viva.
O si desde un inicio pudo siquiera sentir algo.
Era la mujer que nunca existió.
¿Entonces por qué su figura podía ser apreciada por los ojos de gente que creaba una paradoja y, de su mismo modo, existían y a la vez no?
¿Por qué era apreciable notar cómo era devorada por un universo que estaba a punto de acabarse e, inexplicablemente, otro se estaba preparando para formarse, como si no tuviera un inicio ni un final?
Ella tenía todas las respuestas.
Ella era la delgada línea entre aquello que estaba vivo y muerto a la vez.
Seguía mirando a los ojos del individuo que estaba deleitándose con esas perlas preciosas de un color esmeralda.
Quizás le daba gracia el no saber qué estaba apreciando su figura,
¿Se estarían riendo de su inminente destino?
¿Se estarían preocupando al saber que ella iba a entrar en un bucle y sus mejores memorias serían borradas para crear otras iguales?
¿Se preguntaban quién era ella?
Se dice que en el mundo vagaba una mujer que sabía todas las respuestas, todo propósito, toda explicación, toda razón.
Y sabía que no había respuestas, no habían propósitos, explicaciones o razones.
Ella miraba a través de quien leía este relato.
Es por eso que ella sonreía.
Apreciaba con deleite al ser que estaba mirando atónito el final de éste relato.
