Disclaimer: No. Yu Gi Oh! no me pertenece. Y tampoco me pertenecen La historia de Willie el Vagabundo (que es de Walter Scott) , ni El recibo del diablo (que es de Alfred de Musset). Yo sólo he escrito esto para divertirme un poco, y para que otros se diviertan también.
Resumen: Unos años después del Duelo Ceremonial, una Rebecca Hawkins con el corazón roto está asistiendo durante un curso escolar al Instituto Domino, y se ve obligada a ver todos los días a un Yugi y una Tea locamente enamorados y a un Ryou Bakura que, por algún motivo que no termina de comprender del todo, le da miedo. Hasta que un día, por casualidades de la vida, acaba poniéndose enferma; y la única persona que puede quedarse con ella para que no pase sola la noche en casa es el mismísimo Bakura. Lo que ella no sabe es que este joven aprendiz de escritor con un aura siniestra tiene muchas historias interesantes que contar...
—En serio, abuelo. Estoy bien.
—¿Con 39 de fiebre? Estás ardiendo, tesoro.
—¡Pero ya estoy mejorando! Los medicamentos me están haciendo efecto. Y voy a pasar el rato estudiando y durmiendo.
—De todas formas, estaré mucho más tranquilo sabiendo que Ryou está ahí, por lo que pueda surgir. Solomon me ha dicho que es un chico muy responsable, y tan atento y educado como un lord inglés.
—Pero...
—No hay "peros" que valgan, Rebecca. O eso, o te mando a casa de los Mouto. Pero no te voy a dejar completamente sola y enferma durante la noche, en un sitio que todavía conoces sólo a medias.
—Está bien...
—Venga, cariño, descansa y cuídate. Te llamaré dentro de unas horas, a ver cómo va todo.
—Hasta luego, abuelo. Te quiero.
—Y yo a ti, Rebecca.
La joven americana colgó el teléfono, sintiendo que no podía ser más desgraciada.
Las cosas habían empezado a ir de mal en peor desde que había aterrizado en Japón. Y, aunque no se le notaba demasiado (más que nada, porque era precisamente lo que ella pretendía) hacía ya tres meses que era incapaz de levantar cabeza.
Habían pasado cuatro años desde que Rebecca Hawkins se despidiera de Yugi Mouto, tras quedar como finalista en el Gran Campeonato KC; y, no mucho después, había recibido una carta suya, en la que le contaba que el Faraón (Atem, según habían averiguado finalmente) había cumplido su misión y partido al Más Allá, que su amigo Ryou Bakura había sido liberado de la Oscuridad que lo mantenía subyugado desde hacía tantos años, y que los Objetos Milenarios habían retornado definitivamente a su lecho de roca.
A partir de entonces, habían conservado un contacto por correo muy esporádico, casi puramente testimonial. Pero ella, a pesar del océano que los separaba, lejos de ir olvidándose de él, había ido enamorándose cada vez más. De hecho, era como si la distancia y el tiempo no pudieran hacer más que alimentar el recuerdo de los escasos momentos que habían pasado juntos, de sus cortas vacaciones en Japón en compañia de su pandilla de amigos, y de las aventuras que habían vivido mientras luchaban contra Dartz. De sus grandes ojos de amatista. De su sonrisa afable. De su voz suave, paciente y bondosa.
Sin lugar a dudas, Atem debía de haber sido un chico maravilloso y un excelente gobernante, y comprendía la intensa fascinación que había despertado en Tea; pero Yugi era lo más parecido que podía existir a un príncipe de cuento.
Y ella había estado esperando pacientemente el momento de volver a verlo, con toda la ilusión del mundo. El momento de decirle todo lo que sentía por él. De volver a estar con él. De tener la oportunidad de tenerlo en su vida como algo más que un amigo por correspondencia.
Por eso había entrado en el programa de intercambios internacionales que su centro de estudios mantenía con el Instituto Domino, sabiendo que, aunque él ya estuviera en la Universidad, seguía haciendo vida cotidiana en la ciudad, y pasaba a visitar a su familia todos los fines de semana. Así podrían verse a menudo, conocerse más de cerca, cultivar su amistad... tal vez, si todo salía bien, incluso empezar una relación.
Entonces, había llegado el gran día; y, si hubiera podido, se hubiera subido al avión bailando.
Él había ido con Tea, Tristán y Joey a buscarla al aeropuerto. Ahora tenía un aspecto algo más adulto: había crecido varios centímetros, y sus rasgos se habían afilado un poco más, por lo que se parecía a Atem como una gota de agua a otra. Pero seguía teniendo aquella mirada franca y profunda, y aquel aura de candidez mezclada con determinación que, cuando se da en las personas de corazón sincero, suele manifestarse como un fuerte sentido del deber, un rasgo que hacía que todo aquel que lo conocía de verdad acabara sintiéndose capaz de arriesgar su vida por él. A los ojos de Rebecca, parecía más que nunca un auténtico ángel.
En un momento a solas, mientras él la ayudaba a instalarse en las habitaciones de la residencia de estudiantes donde se iba a alojar (le encantó aquel sitio, que más que una habitación era un pequeño estudio, con baño y cocina propios), no había podido esperar un solo segundo más; y le había dicho sin tapujos lo que sentía por él.
Que lo quería.
Que lo había querido desde aquel primer combate contra él, con el que había descubierto que, además de ser un excelente duelista, era la persona más tierna y caballerosa que podía existir.
Entonces, Yugi se había sonrojado levemente durante unos segundos.
Le había estrechado cariñosamente la mano entre las suyas.
Y la había rechazado.
—Lo siento mucho, Rebecca. De veras que lo siento... pero yo no siento lo mismo por ti. Para mí eres como un miembro de mi familia, como una hermana pequeña. Y, además, estoy enamorado de Tea desde hace años. Desde siempre. Incluso desde antes de ser Yugi Mouto. Y ella, a través de todo lo que hemos pasado juntos, ha llegado a conocerme de verdad, y a corresponderme sinceramente. Soy su novio desde el verano pasado. Así que, por favor... sigue siendo la amiga que has sido hasta ahora. Yo no puedo corresponder a tus sentimientos, pero me gustaría pensar que tú puedes corresponder a los míos. No quiero perderte.
Y ella le había mentido.
Le había dicho que sí.
Que no pasaba nada.
Que lo entendía perfectamente.
Que hacía bien en seguir a su corazón, y en vivir conforme a sus sentimientos.
Y que, si no podía ser su novia, no quería otra cosa que seguir siendo su amiga.
Pero, desde ese día, había pasado largas horas llorando cada noche, hasta quedarse dormida. Maldiciendo cada uno de los dos mil días que había pasado esperando volver a verlo; y, a veces, casi deseando no haberlo conocido nunca.
No importaba que ahora estuviera en un país nuevo, lleno de nuevas posibilidades y descubrimientos, que estaba situado a la vanguardia tecnológica del mundo, y en el que podría desarrollar su carrera de ingeniera informática como jamás había soñado. No importaba que estuviera rodeada de buenos amigos que la querían bien, que Joey y Tristán siguieran siendo un par de trastos extrovertidos con los que era imposible aburrirse, que Serenity ya la hubiera invitado varias veces a comer en su casa, que Tea fuera la mejor amiga y compañera que podría soñar cualquiera. Que Seto Kaiba en persona estuviera más que encantado de sentarse a discutir con ella sobre negocios y avances técnicos aplicables a la industria lúdica, y hasta hubiera empezado a insinuarle que le encantaría contar con ella de cara al futuro como parte de su plantilla, o incluso como socia. Que aquellas reuniones vespertinas en cualquier café o biblioteca de la ciudad, o en las salas de recreativos, o incluso en Kaibalandia, a las que siempre estaba invitada por defecto, fueran divertidísimas y apasionantes. Que su relación con Yugi fuera tan asidua y cómplice como jamás podría haber soñado, y que estuviera mejorando su habilidades como duelista hasta unos niveles asombrosos (¡Podía batirse cuando quisiera contra cualquiera de los tres mejores duelistas del mundo!). Que la relación entre su rival y el único chico que le había gustado de verdad en toda su vida fuera discreta, de manera que, cuando estaban juntos en público, parecía que no habían pasado de ir cogidos de la mano por la calle.
Todo eso, que en otras circunstancias hubiera bastado para llenar todo su mundo, no importaba absolutamente nada.
Porque ella no era Tea Gadner, y no había poder terreno que pudiera cambiar eso.
Y, a pesar de todo, de su abuelo que la quería más que a nada, de todos los amigos que tenía, de ser una niña prodigio bonita y encantadora con una personalidad marcada y un carácter fuerte, y del futuro infinito y luminoso como un cielo de verano que tenía por delante, sentía que no podía ser más desgraciada.
Aunque disfrutaba enormemente las salidas en grupo (para hacer pequeñas excursiones, visitar museos y galerías de arte, ir al karaoke, ir al cine, salir de fiesta), evitaba todo lo que podía la compañía de parejas constituidas, incluso si eran meros compañeros de clase. Le decía a todo el mundo que no quería ir de acoplada. Pero lo cierto era que no podía ver una pareja besándose sin pensar en Yugi. Las veces que se había enterado de que Serenity y Mai Valentine se iban a unir al grupo para salir con Tristán y Joey, había encontrado rápidamente una excusa para quedarse en casa (que tenía un examen al día siguiente, que había quedado con su abuelo para charlar por videoconferencia, que le dolía el estómago... ya ni siquiera se acordaba de las tonterías que les había contado en cada situación). Tea, intuitiva como ella sola, le dijo en un par de ocasiones que Bakura también iba a ir con ellos; pero ella había insistido en que prefería quedarse en casa, y hacer lo que quiera que les hubiera dicho que pensaba hacer.
Le hubiera encantado salir de vez en cuando con todos sus amigos, naturalmente. Y, como podía sacarse cualquier carrera que quisiera con los ojos cerrados, no le hubiera importado olvidarse de los libros cuatro ratos para divertirse un poco. Pero era inevitable que el amor y la pasión estuvieran en el aire, y verse rodeada de parejas felices, estando Yugi abrazado a Tea, iba a acabar por hacer que dejara caer todas sus máscaras, y que acabara estropeándole la fiesta a todos los demás.
Estaba dispuesta a superar su enamoramiento. La vida era demasiado corta, y demasiado larga, como para dedicarla a pensar en un hombre que jamás podría quererla; y ella no quería convertirse en la bruja manipuladora y obsesiva del cuento, un papel que siempre había encontrado indigno de cualquier mujer que se apreciara a sí misma.
Pero para conseguir eso necesitaba tiempo. Todavía no se sentía preparada, ni para enfrentarse directamente a todo lo que implicaba el amor que existía entre Yugi y Tea ni para empezar a intentar conocer a otros chicos.
Y, menos aún, a Ryou Bakura.
Había coincidido con él en varias ocasiones, incluso se habían batido en duelo alguna vez, y había llegado rápidamente a la conclusión de que no le gustaba nada.
No podía negar que fuera un buen muchacho. Había ido dejando atrás su proverbial torpeza y superado en gran medida su infinita timidez; y además era inteligente, tranquilo y reservado, con ocasionales momentos de ironía fina y humor negro. Pero había algo en él que la ponía nerviosa.
Tal vez fuera sólo todo lo que sus amigos le habían contado sobre él, todos aquellos años que había pasado atrapado en las garras del malévolo depredador de almas, lo que le daba un aura tan sombría como la de Yugi era luminosa. Tal vez fuera que lo primero que se le había ocurrido comentar delante de ella a Joey y Tristán, siempre dispuestos a sacar chiste de lo primero que les venía a la cabeza, era que Ryou se parecía cada vez más al Rey de los Ladrones físicamente; y que a veces tenían la impresión de que le había venido bien haber tenido ocasión de conocerlo, porque así había aprendido a enfrentarse a sus propios demonios como el más feroz de los guerreros. Tal vez fuera que al propio Bakura parecían no importarle demasiado aquellos comentarios jocosos, y que solía tomárselos con un guiño travieso y una sonrisa enigmática. Tal vez fuera que, durante los duelos que ella había tenido con él, había podido comprobar que esos comentarios eran cualquier cosa menos broma: Bakura demostraba, por activas y por pasivas, ser una persona encantadora, desprendida e incondicionalmente leal; pero, cuando tenía el mazo de cartas en la mano, apostaba fuerte y jugaba duro, y demostraba ser observador, escurridizo, astuto y osado, aunque siempre jugaba en buena lid, aceptaba las derrotas con filosofía y las victorias con humildad y se lo pasaba mejor que nadie. Tal vez fuera que, al igual que había hecho el Bakura oscuro, solía utilizar un mazo de cartas relacionadas con el ocultismo y los muertos vivientes, y las estrategias de juego que empleaba eran muy similares a las suyas. Tal vez fuera que aquellos ojos de color chocolate, penetrantes como lanzas, le recordaban constantemente que aquel misterioso doncel albino, siendo todavía un niño triste y frágil, había probado el sabor del verdadero poder, que había sido tentado en serio con él, y que todos los problemas que había tenido a partir de ahí venían del hecho de que se le había resistido, instintiva y apasionadamente, con la misma intensidad abrumadora de que hacía gala cuando se batía en duelos de monstruos; y que la razón por la que siempre se mostraba tan comedido y cauteloso era porque sabía perfectamente, por experiencia propia, dónde estaban los límites que jamás debía cruzar: aunque el espectro maligno del Anillo hubiera sido desterrado del mundo físico para siempre tras la derrota de Zorc, él todavía llevaba en su cuerpo las cicatrices de las heridas que el Mal le había causado.
Nada de eso era culpa suya, desde luego; y tampoco tenía por qué suponer un problema, ni para ella ni para nadie. Pero bastaba para hacer de él el hombre más intimidante que Rebecca había conocido en su vida. Más aún que Atem, Seto Kaiba o el mismísimo Dartz.
Y ese era el hombre que iba a pasar esa noche en sus habitaciones en la residencia de estudiantes, con la aprobación de su abuelo y la recomendación de la familia Mouto, para que todo el mundo pudiera tener garantizado que no iba a acabar sufriendo una combustión espontánea mientras dormía.
En realidad, todo había sido por culpa de su molesto enamoramiento, que tendía a dar lugar a situaciones completamente naturales para Yugi y Tea, pero absolutamente incómodas para ella.
La última y más dolorosa había sido la noche anterior, en la noche de Halloween.
Kaiba había organizado una fiesta de disfraces en su parque de atracciones; y, por primera vez, ella había querido asistir a pesar de la presencia de Serenity, Mai y Ryou, porque también estaban los hermanos Kaiba, Duke Devlin y muchos otros chicos a los que conocía. Además de que siempre le había encantado Halloween. No era muy de pedir dulces, pero sí de esperar a los niños del vecindario detrás de la puerta con su propio disfraz, de visitar o diseñar Pasajes del Terror y de contar historias de miedo; y su contacto con el mundo de la arqueología y la Historia Antigua alimentaba sin límites su prodigiosa imaginación. Por lo tanto, aquella parecía la ocasión perfecta para empezar a rehacer poco a poco su maltrecha vida social.
Los salones de Kaibalandia estaban climatizados, así que, aunque afuera estaba lloviendo a cántaros, pudo permitirse un magnífico cosplay de la Maga Oscura, confeccionado a medida expresamente para ella por una muy buena amiga y costurera, que atraía las miradas de cualquiera con quien se cruzara. Yugi, que iba disfrazado de momia real (con una corona y joyas doradas sobre los vendajes cuidadosamente teñidos con café -el joven no quería imitar la indumentaria de Atem, pero sí rendirle un homenaje discreto a su difunto amigo-), Tea, que se había disfrazado de Perséfone (con su peplo negro, su cetro de álamo y su corona de narcisos, hacía una pareja más que perfecta con Yugi esa noche) y Bakura, que iba de vampiro (dada la blancura de su piel, con aquella capa negra, el sombrero de copa y el elegante traje victoriano ni siquiera necesitaba unos colmillos postizos para cortar la respiracíón con una sola mirada), le dijeron que no podría haber elegido un disfraz mejor.
—Con tu pelo rubio y tus ojos verdes, se podría decir que eres idéntica a la Maga Oscura —le había señalado el albino, sonriente— ¿Dónde lo has conseguido?
—Me lo ha hecho una amiga mía, que está haciendo Corte y Confección. —Contestó ella, un poco cohibida.
Al ver los caninos ligeramente afilados de Ryou le vinieron a la mente algunas de las siniestras tendencias que había manifestado su yo tenebroso; y de repente se alegró de llevar el cuello cubierto, aunque sabía que era una completa estupidez.
El chico pareció darse cuenta de la reacción que había provocado en ella, porque su semblante se ensombreció un poco; pero allí estaban Joey y Tristán, siempre preparados para salvar la situación con sólo abrir la boca:
—Entonces ¿esta noche eres un trabajo de clase? —Preguntó Joey, que llevaba puesto un disfraz de caballero cruzado medieval, con los ojos muy abiertos, como si fuera incapaz de concebir que una persona quisiera dedicar su vida a la costura.
—Decidlo todo, Sir Joey —replicó ella, con tono divertido— Soy su mejor trabajo de clase. Cuando lo vio, el profesor se quedó tan impresionado que pidió la autorización formal de mi abuelo para sacarme fotos con el traje puesto y subirlas al blog oficial de la Academia.
—A ver si ese blog existe de verdad... porque me da a mí que a ese tipo lo que le gustaba no era precisamente el traje. —Comentó Tristán, con un tono pícaro y una expresión de falsa desaprobación que delataba al liante mayor que había detrás de aquel disfraz del monstruo de Frankenstein.
—No seas malpensado, Tristán —le había dicho Bakura, con tono desenfadado—. A ver si la pobre, entre unas cosa y otras, va a acabar pensando que los hombres japoneses somos unos pervertidos sin remedio —entonces le dedicó a la joven americana aquella sonrisa ambigua y aquel guiño descarado que solían ponerla en guardia, y que cualquier chica que no supiera con quien estaba hablando hubiera considerado absolutamente irresistibles—. Bastante me está costando ya convencerla de que lo de robarle el corazón va sólo en sentido figurado.
Su corazón, como dándose por aludido, dio un salto en su pecho, y se le heló la sangre en las venas al mismo tiempo. Como consecuencia, el color de su cara pasó de un sonrojo casi ardiente a una palidez de cera, varias veces, en apenas unos instantes y de manera claramente perceptible a pesar del maquillaje. El grupo de amigos estalló en carcajadas hasta las lágrimas, mientras ella intentaba pensar en dónde podía esconderse.
Gracias a Dios, Mai vino al rescate de inmediato (iba disfrazada de bruja, así que esa noche casi parecía su hermana mayor); y, aún mientras reía, le pasó un brazo por encima de los hombros para ampararla.
—No hagas demasiado caso de estos comentarios, querida —le dijo, con un tono divertido pero comprensivo—. Muchas veces, decir alguna que otra parida es la única manera que se le ocurre a los hombres de decirte que te encuentran atractiva y dejarte claro al mismo tiempo que no tienen interés en ti. Es tan inofensivo que ni siquiera puede considerarse un flirteo.
Rebecca se unió de buen grado al coro de carcajadas, y al poco rato se olvidó de todo.
Pero algo dentro de ella le dolió un poco al darse cuenta, de pronto, de que ella nunca había recibido un piropo en serio. Naturalmente, se alegraba de no ser una de esas chicas de las que algunos chicos hablaban como si fueran bocados de carne listos para consumir; pero le entristecía pensar que nunca le había llamado la atención, como mujer, a nadie.
No.
En realidad, sabía que sí le había ocurrido.
Que algunos compañeros de clase, tanto en Estados Unidos como en Japón, le perdonaban ser una empollona practicamente de manual porque era alta y rubia, con un cuerpo esbelto y los ojos verdes.
Que la única razón por la que ella aún no había tenido como novio a alguno de los chicos más atractivos de su círculo social, que le habían pedido que saliera con ellos o le habían dado a entender que estaban interesados en ella, era porque sólo pensaba en Yugi, hasta tal punto que ella ni siquiera se acordaba claramente de las señales que le habían dado aquellos muchachos, ni de sus nombres o de sus caras.
O sea que, en realidad, lo que le entristecía era no haberle llamado la atención, como mujer, a Yugi.
Esta idea estuvo dando vueltas dentro de su cabeza, desarrollándose lentamente de manera casi imperceptible, sin que llegara a volver a manifestarse ni a desaparecer por completo, durante el resto de la noche. Como la banda sonora de una película, que se oyera de fondo constantemente, pero sin intervenir en la trama de la historia.
Mientras se reía de las payasadas de Joey y Tristán.
Mientras felicitaba a un Seto Kaiba disfrazado de James Bond por su nuevo videojuego de realidad virtual.
Mientras le asestaba un soberano bofetón a un Rex Raptor que, al parecer, había bebido lo suficiente como para olvidar por completo el significado de la palabra "no".
Mientras le concedía un baile, para que le enseñara a bailar salsa, a Duke Devlin.
Y otro, para enseñarle a bailar rock, a Mokuba.
Y otro, para poder ignorar mejor la invitación de Yugi, a Ryou.
Mientras ejecutaba una especie de coreografía grupal improvisada con Tea, Mai y Serenity.
Hasta que llegó un momento en que empezó a ver cómo algunas parejas empezaban a tener acercamientos más atrevidos en la pista de baile, o se retiraban discretamente a los rincones oscuros de la sala para tener algo más de intimidad; y aprovechó para alegar que necesitaba ir al baño.
Había tanta gente que tuvo que pasar un rato haciendo cola; y, cuando volvía de los servicios, buscando a sus amigos por la sala abarrotada, se encontró casi por accidente con una imagen que se le clavó dolorosamente en el corazón.
Y ni siquiera era para tanto.
Sólo eran Yugi y Tea, bailando despacio en el centro de la pista, fundidos en un abrazo, y apartándose durante unos segundos para mirarse a los ojos y besarse con infinita pasión y ternura.
Era la primera vez tomaba plena conciencia de la situación en que se encontraba. De aquello que ella sabía que existía, que ni siquiera la pillaba por sorpresa. Pero que la calcinó por dentro como si se hubiera tragado una brasa.
¿A quién quería engañar?
No estaba mucho más cerca de superar su amor por Yugi que de tocar las estrellas con las manos desnudas.
Ni siquiera estaba segura de por qué estaba haciendo aquello.
Simplemente, lo hizo: buscó por la sala a Seto Kaiba, le dijo que le dolía la cabeza, y le dio las gracias por la invitación y la enhorabuena por la magnífica fiesta antes de marcharse.
Afuera seguía lloviendo a cántaros, un aguacero denso como una bruma y frío como el hielo; y ella no había traído paraguas.
Pero se negaba a permitir que Yugi Mouto la llevara a casa en su coche, a volver a pisar su casa o invitarlo a pisar la suya, y a volver a quedarse con él a solas.
Hasta que acabara aquella tortura, fuera como fuera.
Así que llegó a la residencia por su propio pie, protegida de la lluvia inclemente sólo con su pesado abrigo de lana cada vez más empapado. Y apenas se dio cuenta del camino que estaba haciendo hasta que se encontró frente a su puerta, con las llaves en la mano y un charco de agua a sus pies, temblando de pies a cabeza y sintiéndose más sola que nunca.
Se quitó el traje empapado como pudo, se dio una ducha rápida para sacarse el frío del cuerpo y se fue a dormir.
Y, al día siguiente, tras una noche verdaderamente infernal, de la que despertó casi más cansada de lo que estaba cuando se acostó, era prácticamente incapaz de levantarse de la cama; porque le dolían todos los huesos del cuerpo, la ardían hasta los cabellos y la cabeza le daba vueltas.
Pero su orgullo estaba más que intacto, así que llamó a una ambulancia ella misma; y fue atendida, y volvió a casa un par de horas después, sin contárselo a nadie.
Sólo a su abuelo, al que le explicó la situación por teléfono como quien cuenta un suceso cotidiano, con total naturalidad, y quitándole todo el hierro que podía. Total, siempre había sido una chica fuerte y saludable, y no quería que su familia en América se preocupara por algo tan nimio como una gripe.
Craso error: lo primero que había hecho Arthur Hawkins había sido llamar por teléfono a Solomon Mouto; y, al cabo de un par de horas, Yugi y Tea se presentaron en su apartamento, con bolsas de la compra cargadas de hielo, zumos de frutas y alimentos líquidos para tomar calientes.
—¿En qué estabas pensando? ¡Caminar a la intemperie dos kilómetros, y con semejante aguacero! —Le había reprochado él cuando ella, resignada a lo inevitable, le contó hasta donde le podía contar lo sucedido la noche anterior.
—Ya te lo he dicho, Yugi. Me encontraba mal, y no traía paraguas.
—¿Por qué no nos dijiste nada?
—Es que... no quería que os perdiérais la fiesta por mí. Y tampoco creía que fuera para tanto.
La joven pareja intercambió una mirada cómplice y cargada de exasperación: cuando Rebecca Hawkins decía algo con aquel tono, no había nada más que discutir. Aunque fuera evidente que no era verdad.
—Pero ya estoy mejor. Me he tomado los medicamentos, y la fiebre ha empezado a bajar —continuó ella, con tono alegre—. Sólo necesito descansar un poco, y mañana estaré como nueva.
—Yo tengo Ballet Clásico esta tarde —dijo Tea, desanimada—. Pero puedo cocinar algo, y quedarme a comer contigo.
—Yo también me quedaré a comer. Pero no puedo perderme las clases de hoy, porque tenemos un parcial en pocos días. Joey ha ido a acompañar a su hermana a casa de su madre, así que no está en la ciudad. Tristán no tiene clase, pero está trabajando esta noche. Y los hermanos Kaiba... bueno, ya sabes el tipo de vida que llevan: son capaces de mandar que te traigan una clínica entera, con personal incluido; pero para eso tendríamos que conseguir encontrarlos, y que resulten no estar en un avión privado de camino a Londres —enumeró Yugi, contando mentalmente y cada vez más desanimado—. Pero... no es cosa de dejarte sola aquí. Si vuelve a subirte la fiebre, tendrás que volver al hospital.
—No, por favor. No os preocupéis por mí.
Todavía no hacía ni diez horas que había renovado su determinación de ponerle punto y final a todo aquello; y ya estaba otra vez en otra de aquellas situaciones endiabladas. Aunque se sentía como si le hubieran dado la paliza de su vida, y todavía estaba un poco mareada, lo último que quería era que Yugi se quedase con ella esa tarde.
—También podrías venirte a casa de mi abuelo, hasta que estés mejor; o él venirse aquí a pasar la noche. Él mismo me ha pedido que te lo ofrezca.
—Tu abuelo ya está muy mayor, Yugi —se adelantó ella, con rapidez—. Y vuestra casa está bastante lejos de esta zona de la ciudad.
Entonces Tea se puso de pie, entusiasmada, como si lo que acababa de decir su amiga la hubiera inspirado repentinamente.
—¡Tengo una idea! Bakura vive en el bloque de al lado ¿verdad? Está a menos de cinco minutos ¿Por qué no lo avisas? Estoy segura de que no le va a importar pasarse a verte, ni estar atento por si necesitas algo.
—¿Y eso no debería decidirlo el mismo Bakura? —Inquirió ella, con cierta brusquedad.
—Es una idea estupenda —confirmó Yugi, como si no la hubiera oído lo que decía la americana, sacando el teléfono móvil del bolsillo con una gran sonrisa—. Vamos a ver si puede.
Rebecca rezó todo lo que sabía para que el joven albino estuviera tan ocupado que hasta sus próximas vacaciones de verano tuvieran que ser imaginarias. O, al menos, que necesitara leerse tres o cuatro libros antes de un examen parcial dentro de dos días.
Pero estaba escrito que su mala suerte sólo podía empeorar.
—Dice que estará encantado de venirse esta tarde; y que, si tienes un sofá lo bastante grande, puede quedarse incluso a dormir.
—No creo que mi abuelo apruebe que un chico se quede a dormir conmigo. Os recuerdo que todavía soy menor de edad.
—Tampoco es como si fuérais a compartir cama. Él sólo estará aquí, por si te encuentras mal durante la noche. —Le dijo Yugi.
—Además, ya lo conoces —añadió Tea, con cierto tono divertido—. Es más casto que un cura. Cuando se trata de velar por el bienestar de una dama sin poner en peligro su buen nombre, no hay nadie más fiable que él.
Rebecca no quería insistir demasiado. No le apetecía que sus amigos descubrieran que le tenía pánico a Bakura. Con todo el aislamiento autoimpuesto que el joven había sufrido a lo largo de su adolescencia para evitar que el espectro oscuro del Anillo le hiciera daño a gente a la que quería, el hecho de que una amiga suya fuera incapaz de sentirse cómoda en su presencia precisamente por ese motivo les horrorizaría; y el mismo Ryou se sentiría muy dolido. Y ella, aunque aquel chico no le gustara, no quería hacerlo sentir culpable por algo que, racionalmente, sabía perfectamente que no era culpa suya, que ni siquiera tenía que suponer un verdadero problema; y que, en realidad, por algún motivo que era incapaz de comprender, sólo le importaba a ella. No quería estar a solas con Ryou Bakura, pero tampoco herir sus sentimientos con aquellos miedos pueriles.
Así que se limitó a aceptar que Tea y Yugi preparasen un almuerzo sustancioso y ligero, que se lo trajeran a la cama y que se sentasen con ella a devorar cada uno su plato de sopa de pollo y verduras, mientras hablaban de la fiesta de la noche anterior y comentaban algunas de las cosas que habían ocurrido.
—Mientras iba a la tienda del señor Mouto para encontrarme con Yugi, me crucé con Rex Raptor. Iba con el Gusano, riendose a carcajadas, comentando la última vez que habían machacado a un novatillo asustado. Cuando me reconoció, me gritó, desde el otro lado de la carretera: "¡Hey! ¡Dile a la rubia yanqui de guantazo fácil que ella se lo pierde!"
—Esos dos... esperaba que hubieran crecido un poco desde nuestros combates en el Reino de los Duelistas, pero es evidente que hay gente que cae en círculos viciosos de los que sólo consigue salir dejándolo todo. Espero que no sea su caso: en realidad, son buenos duelistas. Su problema actual es que no los llaman para participar en casi nada, porque han perdido muchísima popularidad.
—¿Por qué será?
—Porque no les han dado una lección de deportividad en público más de una vez, no, desde luego. Si lo ignoré olímpicamente es porque me di cuenta de que todavía tenía una marca enrojecida y humeante en la mejilla izquierda; y no estoy del todo segura de que fuera la tuya.
—Bueno, soy más de duelos de monstruos que de peleas discotequeras; pero algún que otro chico un poco corto de comprensión oral, a este lado del océano y al otro, me ha comentado alguna vez que tengo los puños duros. El último que intentó conmigo una jugada extraña tuvo un ojo morado durante una semana.
—¿Quién nos lo iba a decir? ¡Nuestros abuelos siempre dicen que eres una niña buena, estudiosa, seria y formal; y que, por la época en la que nos conocimos, ya hubieras podido programar un sistema informático completo tú sola!
—¿Desde cuándo ser una persona como se debe y tener carácter son cualidades excluyentes? Seto Kaiba es un hombre más que cabal, y el hermano mayor más devoto y desinteresado del mundo; pero también el tiburón empresarial más terrible de toda Asia ¿O es que tener dinero, contactos, influencia y unas cuantas nociones de estrategia es lo que convierte a un ciudadano legal en un mafioso?
—Menos mal que no, Rebecca... o, a estas alturas, el espectro del Anillo hubiera devorado a la mitad de la humanidad, y habría extendido su Reino de las Sombras por todo el mundo. No sé qué hubiéramos hecho si Seto hubiera seguido comportándose como antes de que Yugi lo venciera por primera vez. Estaba sediento de poder, de dominación... hubiera sido como estar enfrentados con dos villanos en lugar de con uno.
—¡Demos gracias al Dios que sea por la gente con poder que lo usa para ayudar a los demás y patentar juegos de mesa, y no para hacer daño!
—¡Amén!
Con esta, y otras conversaciones no demasiado sustanciales y cotilleos de ocasión, fueron pasando las horas, hasta que llegó el momento de que Yugi y Tea tuvieran que marcharse para ir a clase. Ella, cansada y dolorida, decidió dormir un rato.
No tuvo sueños, ni más subidas de fiebre; y, cuando el sol ya se estaba poniendo, se despertó de forma natural.
Ya se sentía mucho más despejada y restablecida. El dolor de huesos y la sensación de mareo habían desaparecido; y, cuando se puso el termómetro, comprobó que la fiebre le había bajado. Así que pudo levantarse de la cama, ducharse, cambiarse de pijama y tomarse un vaso de zumo para merendar.
Mientras se disponía a escribir mensajes a algunos de sus compañeros de clase para preguntarles por las clases que se habían dado ese día, llamó su abuelo, y Rebecca vio en esa conversación la oportunidad de quemar su último cartucho.
Para su sorpresa, Arthur Hawkins ya estaba enterado prácticamente de todo, incluido el ofrecimiento de Bakura, a quien le daba todas sus bendiciones.
—Como Solomon me dijo que su nieto iba a ir a verte con su novia, me he tomado la libertad de hablar con él sobre ello. No he visto nunca en persona a ese muchacho, pero confío en el criterio de mi viejo amigo, una persona prudente y sabia. Si él confía en Ryou, yo también.
—¡No necesito un canguro, abuelo!
—No pienses en él como un canguro, Rebecca. Más bien, es un enfermero. Y eso sí que lo necesitas. Ya que no quieres quedarte en el hospital, deja por lo menos que alguien cuide de ti en casa.
Al poco rato, se quedó sin argumentos para discutir. No por nada, su abuelo era tan inteligente como ella.
Así que, al final, se encontró a sí misma sentada en la cama, completamente despierta, esperando a que llegara su eventual cuidador mientras hacía los deberes, tomándose la temperatura de vez en cuando y bebiendo tragos de agua regularmente.
Entonces, sonó el timbre.
Y, como ni siquiera podía fingir que no estaba, sin dejar de preguntarse por qué le tenía que pasar a ella todo aquello, fue a abrir.
Como ya podéis ver, he optado por darle a Ryou Bakura cierto fondo siniestro. De hecho, comparte con su Yami el peso de un pasado oscuro, el sentido del humor y el gusto por lo macabro ¿Será eso lo que no le gusta a Rebecca? ¿Hasta qué punto se ha visto Bakura influenciado por el Rey de los Ladrones, y en qué sentido?
El título de este capítulo hace referencia a una canción de Jesse & Joy
¡Pasen la página y lean...! Si se atreven.
