El Bosque de los Arboles Perdidos.

Los cascos de Epona se hundían en las hojas y ramas secas como si de plumas se tratase el suelo. No había aire que moviera las copas de los árboles y la espesa niebla apenas dejaba ver un par de metros adelante. El silencio era ominoso, casi onírico; no había aves ni animales que cantaran o distrajeran al joven jinete que se había perdido en más de un sentido.

-Te has apartado de tu hogar y tus amigos para cumplir con esta empresa- le había dicho la princesa Zelda -has vivido incontables aventuras y enfrentado a criaturas que han puesto tu vida en peligro. Y ahora tengo que pedirte un sacrificio aun mayor que todo lo que ya me has dado.

En sus memorias, la princesa lucia tan hermosa como una diosa, sus ojos celeste y sus manos blancas la habían cautivado como nada en el mundo podía hacerlo, un especie de hechizo había caído sobre Link de modo que le fue imposible negarse a todo lo que la princesa Zelda le pidiese, por más absurdo y arriesgado que fuese.

-Tengo que pedirte que abandones estas tierras…- le dijo con lágrimas en los ojos -que montes en tu caballo y te marches sin mirar atrás.

A pesar de estarlo reviviendo solo en sus recuerdos, aquellas palabras le cayeron como piedras en el corazón a Link.

-Solo tú conoces lo peligroso que puede llegar a ser Ganondorf para Hyrule, por lo que solo a ti te puedo entregar la tarea de apartar la llave de su celda tan lejos como te sea posible y custodiarla con tu vida.

En su alforja, la ocarina del tiempo golpeaba de forma ligera si pierna a cada paso que daba Epona. Link la sentía pesada, casi insoportable, quemaba su piel y sus entrañas como si del fuego de Volvagia se tratase.

El bosque y la niebla se habían vuelto tan espesas como la nostalgia de Link que le nublaba el sentido. Epona se ponía cada vez más nerviosa, pues a la distancia se escuchaban unas ligeras campanillas características de las hadas.

No fue hasta que las dos hadas aparecieron de forma agresiva frente a los ojos de la yegua cuando ésta, asustada, relinchó con fuerza y se paró sobre sus patas traseras. Link, sin lograr reaccionar a tiempo, perdió las riendas del animal y se desplomó de espaldas en el suelo, golpeando su cabeza contra una raíz gruesa y quedando inconsciente en el acto.

La oscuridad era aceitosa y pesada. Sus pies los sentía de plomo, por lo que el pánico le invadía con mayor fuerza intentando huir de aquel gigantesco jabalí. Quería blandir su espada, pero sus movimientos eran torpes y lentos. Gritaba de forma afónica sin que nadie lo pudiese escuchar.

A lo lejos una pequeña campanita comenzó a tintinear.

-¡Navi!

El mundo giraba con fuerza y el suelo parecía hundirse tras sus espaldas. Al intentar incorporarse un dolor punzante en la nuca lo detuvo. Tardó un par de minutos en recuperar todos sus sentidos. Cuando su oído comenzó a afinarse de nuevo un sonido extraño llamó su atención.

A unos metros de distancia, una risita infantil era precedida por las notas desafinadas de un instrumento musical. El sonido se repetía cada tanto mientras Link, entrando en pánico, descubrió todas sus cosas desperdigadas en el suelo y a Epona siendo hostigada por un par de hadas del bosque, una clara y otra oscura.

Su corazón se volcó acelerado cuando descubrió a un Skullkid, famosos por robarles a los viajeros incautos, jugando con la valiosa ocarina. Se encontraba de espaldas, por lo que Link tuvo oportunidad de acercarse con cautela al pequeño ladrón. Pero una rama seca lo traicionó haciendo demasiado ruido al quebrarse bajo su peso. De manera instantánea el Skullkid se detuvo en su juego y, tras unos segundos de suspensa quietud, comenzó a darse media vuelta con lentitud.

El personaje que se encaró con Link en ese momento dejó a éste último frio y tieso como una roca, sus músculos se engarrotaron, presas de un extraño artificioso, sus pies se arraigaron en el suelo y sus manos comenzaron a palpitar de forma queda. La pupila de sus ojos se encogió al tamaño de la cabeza de un alfiler y toda su piel se volvió blanca como la leche.

Ante Link el Skullkid permanecía tan estático como un árbol. Sus prendas, hechas de ramas y pequeñas hojas secas, caían de forma pesada sobre su cuerpo de madera delgado. Su enorme sombrero de ala ancha hecho de paja y mimbre ondulaba de forma ligera con una extraña brisa que solo lo afectaba a él, sus manos sujetaban con firmeza la ocarina y su pecho se hinchaba con un traqueteo ligero y hueco.

Pero nada de ello fue lo que absorbió la atención de Link con tanta fuerza, sino algo más, algo que se postraba sobre el rostro de aquella criatura.

Se trataba de una máscara con forma de corazón tallada en madera, tenía pintadas figuras tribales rojas y moradas y largos cuernos de hueso encajados, cuatro a cada lado y dos en la parte superior. De todo, lo que más se dejaba ver eran dos enormes círculos amarillo verdosos que fungían como ojos con un punto negro en el centro que más que pupila parecía un abismo infinitamente negro. En conjunto aquella máscara le daba la impresión a Link de mirarlo desde una gran distancia y con una maldad casi lacerante.

Aquí el tiempo se detuvo en la mente de Link. El frio entumeció sus dedos y sus labios comenzaron a tiritar. No fue hasta que Epona soltó un fuerte relinchido que el entumecimiento lo liberó por unos segundos.

Apretando los dientes y asegurándose de que su espada continuaba envainada en su costado, Link se lanzó con prisa contra el ladrón, quien reaccionó con mayor velocidad y destreza, llegando de un solo salto a los lomos de Epona. El animal respondió con violencia y tras lanzar un par de coces con las patas delanteras comenzó a correr a gran velocidad. En un acto reflejo Link se arrojó sobre el animal, alcanzando a sujetar una de las riendas de la silla.

Lo siguiente fue un completo caos. Los arboles pasaban, difuminados, frente a Link mientras éste, con todas sus fuerzas, se sujetaba de las riendas de la yegua, quien corría y esquivaba los troncos tan rápido como le respondían sus patas mientras el Skullkid se reía sin sorna y con su voz chillona, azotando al animal, haciendo que éste entrara en mayor pánico y descuidara su camino. Las ramas y piedras desperdigadas en el suelo golpeaban las piernas de Link causándole cortadas y moretones en diversos puntos. Intentando ignorar el dolor se sujetó de la pierna del Skullkid, quien lo miraba, un tanto nervioso, y pateaba en el rostro intentando hacerlo caer.

La carrera duró un par de minutos, pero el camino que recorrieron dentro del bosque fue mucho mayor debido a la velocidad que consiguió Epona. Los arboles alrededor se veían solo como borrones oscuros que dejaban atrás en poco tiempo. No fue hasta que, en un claro, el Skullkid obligó a la yegua a dar un giro cerrado, con lo que Link no pudo aguantar más y soltó las riendas de la silla y la pierna del ladrón. Al caer rodó varios metros y se golpeó el brazo izquierdo con una roca, nublándole la vista de dolor.

Tan rápido como pudo se puso de pie, la pierna izquierda sangraba de forma copiosa mientras un agudo dolor en el tobillo derecho le obligaba a cojear y le impedían correr.

Al alzar la vista alcanzó a ver al Skullkid montado sobre Epona introduciéndose en la enorme corteza de un árbol caído hasta perderse en la oscuridad. Intentó gritar, pero el dolor en el brazo le cerró la garganta. Cojeando tan rápido como pudo fue tras su animal, escuchando, con impotencia y coraje, como los relinchidos de dolor y miedo de Epona se volvían cada vez más lejanos y endebles.

La negrura se volvió casi total, unos débiles rayos de luz se colaban por las grietas de la corteza, dejándole ver un par de metros frente a él. Pero conforme se iba adentrando en aquel árbol infinito la oscuridad se hacía cada vez más densa. Llegó un punto en el que le era imposible ya ver las palmas de sus manos.

Pese a ello el camino era recto y sin desviaciones por lo que era seguro que si continuaba caminando se encontraría en algún momento con Epona y el Skullkid.

Todo terminó cuando el suelo bajo sus pies se venció y su estómago se contrajo en la inconfundible sensación de caída al vacío.