Todos los años pasaba lo mismo. La idéntica historia, la misma rutina, la exacta noche.
Siempre empezaba encendiendo la radio después de cenar. Solo, como todos y cada uno de los años anteriores. Nunca iba a las fiestas de fin de año, le eran aburridas, sosas, ruidosas y desesperantes. Le valía mucho más quedarse sentado junto al fuego con una copa de vodka en las manos, bebiendo a sorbos y absorto en sus recuerdos, tiempos de gloria pasados.
Después de dejarse arrullar por las melodías radiofónicas, sonaba el teléfono. Y él contestaba con la voz suave de siempre, salvo a las cuatro siguientes llamadas de su hermana menor. Le deseaba feliz año a Ucrania y hacía sus propias llamadas. Aun le hacía gracia el tono flojo y balbuceante de Letonia cuando sabía que él era su interlocutor.
Era la única noche del año, de hecho, en la que consideraba al teléfono como un invento notable.
Pasadas las tres de la mañana, el aparato ya no grita. De nuevo el silencio se come las ideas y el pensamiento, hambriento de recuerdos. Rusia ladea la cabeza, contemplando el crepitar, dulce y pausado, de las llamas. No tiene sueño, está… esperando algo.
Sutilmente mira hacia el teléfono, de reojo y lentamente. Pero este no suena con ese, a veces desagradable, repicar. Por un momento además, el aparato parece mutar, volviéndose de un intenso y pesado color rojo. Pero al parpadear se desvanece, es sólo su imaginación porque de nuevo es de su sempiterno color negro, plomizo y corriente. Chasquea la lengua, molesto y un poco irritado. Está recordando demasiado y eso no le agrada. Y sin embargo termina levantándose de la butaca, caminando hacia la ventana, mirando la nieve caer tras el cristal. Su aliento golpea y deja una huella efímera que se desvanece en cuanto intenta mirarla.
No puede evitarlo. Gruñe, se da la vuelta. Le sacude una extraña y débil sensación de angustia en el estómago. Sin darse casi cuenta, está pulsando los números malditos, despacio, aguantándose las ganas de estrujar el teléfono con la mano. Cuando oye el tono marcando la llamada, no piensa. Tampoco cuando esa voz chillona y aguda se derrama a chorros en su oído, como agua caliente y vaporosa. Oye jaleo al otro lado de la línea, como una fiesta o algo así. Cuelga. Aprieta los dedos y los labios. No debería haber hecho eso, seguramente tenga que dar explicaciones por menos deseos que tenga de hacerlo.
Suspira. No es capaz de hacer más, por muy cobarde que parezca. Y sin embargo, su propia voz es la que resuena en su cabeza, con el timbre de un martillo golpeando insistentemente, al mismo tiempo que esboza una sonrisa.
"Feliz Año Nuevo, Estados Unidos"
