El día había amanecido fresco y despejado, con un frío intenso que calaba hasta los huesos. Se prepararon para ver la decapitación de un hombre. Eran veinte personas en total, y Eren cabalgaba entre ellos, escuchando a su padre y a su medio hermano hablar. Habían encontrado al hombre en las montañas, casi congelado. Zeke apostó a que se trataba de un salvaje. Si tuviera cinco años menos, Eren se hubiese horrorizado. Según se decía, los salvajes eran bárbaros, asesinos, saqueadores y violadores que sobrevivían más allá del Muro y que pactaban con los seres que habitaban en las Tierras del Eterno Invierno. Sin embargo, cuando llegaron al fuerte donde retenían al sentenciado, se encontraron a un muchacho joven, atado de pies y manos, que aguardaba la justicia del rey. Le faltaba el ojo derecho y vestía la capa verde que usaban los hombres de la Legión de Reconocimiento.
Eren se centró en su padre. Lord Grisha Jaeger se erguía suntuoso sobre su corcel negro. Si no fuera por la cuidada barba, aparentaría muchos menos años de los treinta y nueve que tenía. Un viento frío sopló, agitando su cabello castaño.
—Los vi —dijo el muchacho tuerto. Era un desertor de la Legión—. No estoy loco. Vi a los titanes. Sé que debería haber vuelto al Muro, pero... Decidle a mi familia que no soy un cobarde.
Grisha cerró los ojos. Desmontó y le pidió a ser Ian Dietrich el mandoble de la casa Jaeger, Viento Cortante. Era un arma que parecía brillar con luz propia. Su hoja, blanca como la nieve, refulgía como el pálido sol del invierno. Ordenó algo y el sentenciado se arrodilló, apoyando la cara contra un bloque de granito. Blandió el acero por encima de la cabeza.
—En nombre de Rod, de la casa Reiss, el primero de su nombre, rey de los erdianos y de los primeros hijos de Ymir, señor de los Tres Reinos y protector del reino; y por orden de Grisha, de la casa Jaeger, señor de Shigansina y guardián de María, te sentencio a muerte.
Eren miró a Falco Grice, el pupilo de su padre. No superaba los diez años de edad y nunca antes había presenciado la justicia del rey. Estaba nervioso.
—Atento. Mi padre sabrá si miras o no.
La espada cortó el aire y cercenó la cabeza de un golpe. La sangre coloreó la nieve de color rojo, y el cuerpo sin vida volcó hacia un lado. La cabeza pasó rodando junto a Falco, que abrió los ojos desmesuradamente. Seguía siendo pequeño para ver una cosa como aquella. Eren le apretó el hombro; sabía cómo se sentía.
Durante el camino de vuelta a Shigansina, el frío aumentó. Eren cabalgaba junto a su padre y su hermano, a la cabeza de la cola.
—Ha muerto con valentía —dijo Zeke. Tenía diecinueve años y era rubio como su madre. Además, tenía los ojos azules y la piel pálida de los Fritz de Stohess—. Si el desertor tenía el mismo valor en vida, me temo que la Legión de Reconocimiento ha perdido a alguien grande.
—Creo que te equivocas —dijo Eren de María—. Estaba asustado. Se le notaba el miedo en los ojos.
Eren no destacaba por su inteligencia, pero sus ojos aguamarina estaban atentos a cualquier detalle. Tenía diecisiete años y, a pesar del parentesco, no se parecía en nada a Zeke. Él era delgado y ágil; su medio hermano, musculoso y fuerte. Él era moreno y de rasgos fuertes; su medio hermano, rubio y de facciones finas. Y, por último, Zeke era un Jaeger, el heredero de Shigansina; y Eren no era más que un bastardo.
—Aún así, murió como un hombre —afirmó Zeke con convencimiento—. Eh, Falco, ¿tú qué opinas?
El pupilo, subido a un poni al que le costaba mantener el ritmo de los caballos, se sobresaltó. Grisha lo miró de soslayo.
—Yo...
—¿Entiendes por qué lo he hecho, Falco? —preguntó lord Jaeger.
—Era un desertor. La deserción se castiga con la muerte —respondió, seguro de su respuesta.
—Así es —asintió Grisha con una leve sonrisa—. Cuando un hombre abandona la Legión de Reconocimiento, rompe su juramento y la condena es la muerte. Pero, ¿sabes por qué lo he ajusticiado yo en persona?
Eren, que escuchaba con atención, recordó cuando tuvo aquella misma charla con su padre. A diferencia de Falco, él tenía siete años cuando vio a su padre dispensando la justicia del rey. Aquella vez había sido un salvaje. Eren no vio miedo en él. «¡He visto muchas cosas ahí fuera, cosas que no podéis mi imaginar! He visto hombres, grandes como robles y fuertes como osos, tirarse al suelo y sollozar como niños; mujeres morir congeladas con sus bebés en brazos; tribus enteras devorarse entre ellas durante las hambrunas... ¿Crees que una espada me asusta?». Cuando Viento Cortante actuó, a Eren le costó no temblar. Por un momento agradeció ser un bastardo, ya que nunca tendría aquella sangrienta obligación.
Luego, el lord de Shigansina le planteó la misma pregunta que ahora le hacía al pequeño Grice. Eren no supo que responder.
Después de una década, la respuesta estaba gravada a fuego en su mente.
—Porque el hombre que dicta la sentencia, debe blandir la espada —susurró, lo suficientemente alto como para que lo escucharan.
—Nuestras costumbres son las antiguas, Falco —continuó Grisha—. La sangre de los primeros hijos de Ymir corre por nuestras venas, y creemos que el juez debe ser también verdugo. El que dicta la sentencia, escucha las últimas palabras del condenado, lo mira a los ojos y blande la espada. El señor que se oculta tras sayones, olvida pronto lo que es la muerte. Un día, tú serás el señor de Libario, y deberás recordarlo.
A Eren no le mencionó lo último. Zeke, como primogénito de la casa dominante de la región, heredaría Shigansina y todos los títulos que aquello conllevaba. El hermano mayor de Falco, Colt Grice, acusado de esclavista, había huido a Mare antes de que una hoja alcanzara su cuello, lo que convertía al niño de diez años en el sucesor de lord John Grice, a cargo de la Isla de Libario, una ínsula en la costa oriental de María. Puesto que los dos serían lores, Eren comprendía la intención de su padre al mostrarles la justicia del rey, pero, ¿por qué también a él? No era más que un simple bastardo; los bastardos, hijos de la lujuria y la mentira, no tenían derecho a tierras o títulos.
Había escuchado muchas cosas sobre los bastardos. Se decía que la casa Tyburn del Martillo fue fundada por un hijo ilegítimo de la familia real hace más de cuatro siglos. Algunas malas lenguas afirmaban que su majestad, el rey Rod, había engendrado más de un bastardo. Al viejo lord Dot Pixis se le atribuían más de cien espurios, lo que llevó a los bardos a componer una canción: Los cien hijos de lord Dot. Al propio Eren se le conocía en todo María por ser hijo natural del honorable Grisha Jaeger.
—Aun falta mucho tiempo para eso, padre —dijo Zeke—. ¿Una carrera hasta casa, hermanito?
—De acuerdo —contestó Eren espoleando su caballo.
Zeke salió disparado tras él como una flecha, levantando una nube de nieve. El galope de los caballos se mezclaba con el mecer de las hojas de robles y abedules. Los bosques estaban callados; a veces pensaba que, si cada árbol hablara, narrarían mejores historias que los juglares, sobre batallas, sobre guerreros muertos a sus pies y sobre los primeros hijos de Ymir. Eren le sacaba mucha distancia a Zeke; siempre había sido mejor jinete. El viento volaba su pelo hacia atrás, marrón como la cáscara de la castaña. La carrera era lo último en lo que pensaba; meditaba en lo que el destino tenía preparado para él.
«Tal vez se canten canciones sobre mí —pensó—. Sólo los dioses lo saben».
