Yo era...

Yo era tantas cosas:

Vivía rodeado de lujos, en un castillo en lo más alto de una montaña. Rozaba las nubes, estas que solo liberaban sus gotas en caso de que yo lo ordenara, incluso el mismo océano acataba mis órdenes.

Vivía en la habitación más grande, del más enorme castillo, que estaba en lo más alto de la más alta montaña. Ubicada en el pueblo más rico, de esa nación que era la más fértil. De ese país tan maravilloso.

Tenía una esposa hermosa, la envidia de todas las doncellas y de todos los guerreros. Cuidaba tan bien de mí y de mi reino, era la más hermosa flor en el más hermoso jardín.

Tenía dos hijos, los guerreros más fuertes y leales. Eran los más inteligentes del reino, del mejor reino, batalla tras batallas eran vencedores. El menor de ellos entrenaba a las futuras tropas, y el mayor, las lideraba. Eran el mejor equipo, el mejor dúo; eran un solo guerrero.

Mi familia era la mejor. La familia real, la tan preciada corona sobre nuestras cabezas, cuatro cabezas. Pronto serian cinco, se presumía de una niña. ¿Qué felicidad no? Agrandar la familia, sería la mejor familia.

Era lo que se planeaba, hasta que el poblado más pobre nos declaró una guerra.

Teníamos las de ganar, pero los cuatro reinos fronterizos, llenos de envidia, decidieron atacar también. No podíamos contra cinco reinos, pero nosotros éramos el reino más orgulloso.

Mi hijo menor callo primero, preso de una emboscada. Sin él, no pudimos fortalecer nuevos guerreros. Yo apenas daba abasto.

El mayor desapareció en combate, no pudimos ni ver su cuerpo. Era el guerrero más orgullo y el más fuerte. ¿Qué les esperaba a los demás? La muerte inevitable.

La pobrecita de mi esposa, sosegada y deprimida. No pudo resistir la muerte de ellos. Menos de la pequeña, cuya vida se la llevo una enfermedad viral. Mi esposa, la más bella de todas, simplemente desfalleció en nuestra cama. Apenas pude soportar su ausencia.

El reino, que antes era lo mejor de lo mejor, se encontraba hecho cenizas.

Los gritos eran la melodía de fondo, reemplazaran el canto de doncellas y las arpas en los comercios. Todo estaba destruido. Ya no éramos el reino más poderoso.

Ya no éramos nada. Ni pueblo, ni reino. Yo era tanto, en un parpadeo lo perdí todo. Tal vez, si no me hubiera sentado a observar la destrucción, en vez de confiar en los demás, hubiera salido a hacerles frentes la historia sería diferente. Mis hijos vivirían.

Quizás, en vez de dejar sola a la mujer que tanto me amo, hubiera estado con ella solo para sostenerla mientras lloraba. O escucharla. Ella no hubiera acabo con su vida, dejándome solo.

Probablemente, si hubiera actuado como un rey. Ahora, tendría un reino.

No tendría que rememorar lo que alguna vez fui, porque aun, yo sería rey.

Yo era tan imbécil.