King amaba a Diane.
La amaba tanto que cada vez que ella le dedicaba una mirada, él podía sentir como su corazón se contraía de amor. Pues con tan solo quedarse a su lado y ser arrullado por su bella voz bastaba para hacerlo sentir un millón de sensaciones diferentes a través de todo su cuerpo. Y nunca necesito verse correspondido, pues la mera felicidad de Diane bastaba para que el rey de las hadas se sintiera satisfecho.
Diane era para King el equivalente perfecto de una sonrisa. Qué vale, sí, no era perfecta. Era malhablada, tenía una pésima cortesía, se celaba con facilidad y sus modales en la mesa no eran buenos. Pero, pese a ello, Diane siempre destilaba oleadas de alegría por los poros y pasión por los ojos. Sonreía siempre que las cosas iban mal, nunca se dejaba vencer por sus temores y tenía el corazón más grande que había visto en su vida. Diane era 30 pulgadas de pura bondad y humildad, y cuando no, hacía pucheros de ira fingida inflando los mofletes para darle una apariencia adorable. Jamás se dejo caer, ni siquiera aquella vez que lucharon en Liones para rescatar a Elizabeth, pues, aunque los humanos atentaron contra ella atacándola y despreciándola, Diane no se rindió y siguió dando todo de sí por aquella raza que intentó acabar con su vida. Porque la giganta solo era capaz de desbordar amor y compasión hacia otros, jamás teniendo el valor de odiar a nadie pese a las circunstancias en las que se encuentre. Ella era solo un manojo gigante de felicidad, como todo el mundo debería ser. Porque pese a todo el racismo que sufrió a medida que crecía jamás se detuvo a contraerse y caer en las manos del mal, pues ella solo podía irradiar el bien mediante sus acciones. Y por eso Harlequin la amaba.
