Notas del fanfic : Algunos personajes descritos en este Fanfic son de autoría de Hidekaz Himaruya, extraídos de su obra "Axis Power Hetalia" Basado en hechos históricos.(1890-1902) Los hechos están narrados en primera persona; algunos no están en la misma línea de tiempo, sin embargo será anunciado o bien, será evidente, además se indica previamente quién comienza a relatar. No hay historia precedente a esta; todo lo contenido en este fanfic, es autoconclusivo. Los hechos históricos han sido modificados para encajar con la linealidad del relato.
Tino Väinämöinen : Finlandia (Suomen Tasalvalta, Republic of Finland)
Berwald Oxenstierna: Suecia (Konungariket Sverige: Kingdom of Sweden)
Lukas Bondevik: Noruega (Kongeriket Norge: Kingdom of Norway)
Invierno de 1900, Lugar desconocido, Suecia.
Suomen Tasalvalta, Republic of Finland
Tengo frío, he caminado durante horas entre nieve y bosques muertos y espectrales. Una cadena invisible está atada a mi cuello y a ese puño firme bajo los ropajes sobrios y oscuros que parecen entonarse en mismos pentagramas que las cortinas nocturnas. Escondía bajo mis manos heladas una hoja metálica más gélida aun que los suaves copos que comenzaron a caer sobre nosotros. La cadena se ajustaba a mi cuello. Me ahorcaba y así, cada momento que transcurre, no respiraba.
Entre las penurias de mi gente, las situaciones vividas últimamente en un reino que ya era lejano a nosotros y mi lamentable capacidad de decisión, no tuve más opción que dejarme arrastrar por los ojos afilados de mi acompañante. Silencioso como tormenta de invierno, maldito como una helada destructiva. De verdad no lo deseaba.
A pesar de tener la capacidad de pelear, de defenderme, huir, ¿A Dónde huyo?
Mis días de glorias parecían cuentos lejanos de niños y aldeanos. Era una miseria de ríos congelados y montañas muertas y malditas con el eterno invierno rasgando cada oportunidad de vida, de rayos matutinos de miel tibia sobre los campos. Mis pensamientos iban perdidos cuando Berwald se detuvo. La noche caía plena sobre nosotros y la nieve parecía iluminarse entre la aurora boreal y los arboles traídos de fábulas sombreas. Tres o cuatro pasos más atrás me detuve también. Mis pies ardían del frío que estaba echando raíces entre mi piel. Estaba exhausto, hambriento, enojado. Mi maldito rostro solo reflejaba la conformidad de mi situación. Se volteó a mirarme. No, por favor, No.
Mirar sus ojos en la penumbra me atravesaba en agujas envenenadas. No podía controlar el rechazo que tenía hacia su persona. Los malditos ojos de tempano y el silencio en su respiración, la piel pálida como la mía y el cabello humedecido en pequeñas florecillas de nieve cubriendo lentamente su ya acostumbrado cuerpo invernal. Lamentaba enormemente admirar tanto a una persona que no era capaz de dirigirme la palabra siquiera para desearme un buen día.
Un silencio mortal nos separaba. La brisa quería arrebatarme el insuficiente calor que cubría mi cuerpo, y él no dejaba de mirarme. Dentro de mi escasa valentía, sostuve la mirada el mayor tiempo que pude soportar, sin embargo, terminé derrumbando la paciencia, al caer mis parpados sobre mis pupilas como dos cortinas dóciles.
Era recurrente en mí, debido a las situaciones transcurridas, que mis días estaban por finalizar; indefenso por ya no tener fuerzas, obligado por alguien más a caminar pasos que no eran míos y la soledad de la noche. La brecha que me separaba de él y de mis debates era mínima; la espera era eterna. Escuchar su respiración calmada entre el susurro invernal que agrietaban los bosques me hacía hervir de impotencia. Quisiera defenderme, quisiera huir, proclamar mi independencia de su persona, volver a lo que era mi hogar, pero…
Sus ojos me herían y a la vez me acompañaban, me hacían sentir un idiota, el más grande inútil de todo este mundo, de igual manera como resguardado. Desde pequeño que recuerdo su actitud fría y cortante conmigo, no podía llegar a entender su idioma gélido y silencioso. Intentar interpretar sus movimientos o sus quejas me enfermaba. Sólo soy un sirviente a su lado. Vivir rodeado de riquezas, de lujos y de títulos y propiedades lo volvió un trozo de tierra sin vida. Yo sólo era una parte más de sus pertenencias. Hace un tiempo me había dejado ir sin embargo me quedé a su lado por el miedo a la incertidumbre; jamás hemos vivido separados.
Mi paciencia estaba al límite; días sin comer ni beber algo de agua me escondían mi cordura. No recordaba alguna otra vez que tuviese tanto rencor hacia Berwald. La daga que llevaba bajo mis puños aún juveniles temblaba de miedo. Aún no era tiempo de blandirla, acabar con él me traería problemas y probablemente mi muerte también, pero ya estaba decidido, no lo mataría, sin embargo me volvería fuerte y le demostraría que bajo su propia capa crio un monstruo, que su reino caería bajo sus propios errores, y esos malditos ojos de hielo dejarían de mirarme.
― ¿Qué? ―Berwald había musitado alguna estupidez que mi mente había omitido en entender. Su mirada era fiera y al parecer no estaba aceptando que me distrajera.
De pronto la rabia comenzó a drenar desde mi corazón. Ya era suficiente tener que dormir las noches a su lado y hundirme en mis pensamientos pesimistas. Su voz se perdía en la nieve y sólo sentía que mi mandíbula comenzaba a contraerse con cada vez más fuerza. La daga gritaba, Nadie más sabrá, estás solo en el bosque, "¡Oh Dios, mira esa maldita boca hablar! ¡Silénciala ahora, silénciala de una vez!"
Un ruido seco quebró la ya densa tensión que abrumaba mis pulmones y ensombrecía mis ojos. Había dejado caer el equipaje que traía a un costado y este se precipitó al suelo, dejando un acantilado entre la nieve y la superficie de mis cosas. Un temblor general me recorrió y la piel se crispaba como cristales de hielo formándose sobre la superficie de una hoja abandonada por la suave capa del otoño. Berwald hizo sólo un movimiento con sus pupilas de escarcha y trazó la trayectoria de su cortante mirada entre mis ojos cristalizados y las tristes y pesadas pertenencias mías hundidas en el manto níveo. Me había paralizado frente a él y no era capaz de musitar palabra alguna para poder cortar la pesada cadena invisible entre mi cuello, sus manos y mi razón. Sentía que la eternidad recorría estos parajes vacíos de tiempo y vida. Mi acompañante no hacía más que enterrarme una y otra vez esas pupilas en mis propios ojos, sentía que la tormenta empeoraba con el pasar de los minutos y empecé a sentir frío de manera en que ya no podía controlarlo. Los copos de nieve se colaban entre mi cabello y mi cuello y se aventuraban a adentrarse en mi ropa, produciendo la condensación sobre mi piel tenuemente tibia, recorriendo imprudentemente hasta dar el último de sus suspiros invernales al absorberse en mi ropa que dejaba de ser reconfortante lentamente. Nubes de aire tibio salían de mis labios elevándose tan solo unos centímetros, ya que eran desmaterializadas sin ninguna piedad por los diamantes y lágrimas de un cielo que no temía tampoco, en gritar sus lamentos rompiendo los cielos en luces zigzagueantes y enceguecedoras.
―No quiero seguir―fue todo lo que fui capaz de decir.
Sentía mis manos tan heladas bajo mis guantes que incluso temí aprisionar con más fuerza de la necesaria la daga que ocultaba. Las reacciones inexpresivas de Berwald y sus gestos armoniosos con el ambiente de cristal que comenzó a vestir la noche a nuestro alrededor me confundió aún más.
― ¿Qué no entiendes?, ¡No quiero seguir!, ¡Sigue adelante y déjame aquí!, ¡Vete lejos!
Di un paso atrás y estaba dispuesto a regresar, quizá dejarme caer y que algún cazador diera conmigo. No iba a morir bajo la nieve, sólo debilitarme. La poca energía que consumía mi cuerpo atenuado bajo las nubes densas de rocas esteparias me dio el valor suficiente de voltearme por completo y darle mi poco imponente espalda al Reino de mi lado. Un paso, dos, tres y así me fui alejando.
Una mano agarró con fuerzas mi brazo izquierdo, y tiró de mí hasta que perdiera levemente el equilibrio. Me voltee para ver a Berwald evitar mi mirada y continuar el viaje como si nada hubiese pasado. Llevaba mis cosas y parecía neutral hacia la nieve. Intenté reclamar, pero otro acto inesperado me volcaba las estrategias por tierra, derrumbando la poca determinación que sacaba de mi pecho frio.
Sus manos estaban tibias cuando las sentí sacudir mi cabello ya húmedo. Continuó sacudiendo mi ropa y de pronto sentí la capucha cubrir mi cabeza. Con lentitud buscaba las agujetas de la misma y las ajustaba a mi cuello. Subió mi raída bufanda a mi nariz congelada y luego…
Buscó mis manos y pilló al pequeño sicario escondido entre mi puño. No quise soltar mi hoja, pero él tenía más fuerzas. Bajo la tenue luz que bañaba con descuido nuestras presencias, pudo analizar de qué se trataba. Mis ojos observaron la escena como si se tratase de un cuento contado antes de dormir, me sentía débil y exhausto, no podía siquiera levantarle la voz o hacer un ademán de recuperar mi preciada posesión. Fue cuando de pronto no supe que hacer; arregló mis guantes y me dirigió sus malditos ojos una vez más. Esos mares del norte encerrados en esos ojos, cubiertos por pestañas escarchadas delicadamente me consumieron en un suspiro helado e invernal. Era diferente, o por lo menos pude esta vez leer otros versos en sus perfectamente encerrados icebergs. Tenía miedo, pero no pude dejar de notar que dentro de su alma se hallaba un niño abandonado a su suerte en este mundo, protegiendo una flor de lo inevitable. El frío camuflaba mi nerviosismo y de igual manera ayudaba a mi acompañante a esconder las palabras que jamás sería capaz de cederme. Tantos siglos uno al lado del otro y, aun así, para mí era un completo desconocido. La daga brilló sutilmente entre nosotros cuando Berwald la desenfundó y comenzó a vestirla de blanco el invierno. Sentí miedo al ver el filo metálico peligrosamente abandonar sus ropajes, como seduciendo a su víctima; ¿Sería mi sicario, mi traidor?
―No…―susurré, entre mis ropajes que cubrían mis labios.
Berwald me miró nuevamente, pero esta vez fue él quien me privó de su mirada. La plateada piel del arma fue cubierta nuevamente y después de un silencio íntimo, la pequeña pieza de metal descansó sobre mi palma izquierda con delicadeza. La mano de Berwald terminó por encerrar mi puño alrededor de ella y finalmente, cubrió mi brazo con mi capa ya totalmente adornada con pequeñas montañas de hielo y silencio.
―Vamos―soltó después de otros segundos contemplando el cielo―. No puedes quedarte aquí, vas a enfermar. Estás demasiado cansado.
¿Qué más puedo hacer yo?
Me silenció con unas cuantas palabras y no tuve de donde debatir las oleadas de actos que me demostraba, como si yo fuese un…
Me estaba congelando. Ojalá Dios escuchara mis plegarias. La nieve de pronto ya no estaba de buen parecer y comenzó a castigar la tierra donde terminaba por derrumbarse. Seguía las huellas de Berwald sobre el albo camino, con suerte veía su capa oscura abandonando la ruta trazada por sus pies. Nos dirigíamos a un bosque algo más denso de los que en el camino, nos ofrecían hospedaje entre sus ramas raquíticas. Metí los pies una o dos veces en charcos de agua que se estaban congelando y aunque, mis botas eran impermeables, sentía que pronto tendría que detenerme para ver si algún peligroso hilo de agua se había escabullido entre mis múltiples calcetines.
Tenía razón. Por mucho que no quisiera estar en esta situación, no podía quedarme en ese lugar abandonado. Ambos estábamos inmersos en la nada; lamentablemente nos necesitamos en estos momentos.
No sería así si no se le hubiese ocurrido enojarse con Mathias en el palacio de Lukas y romper toda calma y la poca estabilidad que teníamos, sin contar las situaciones con nuestros líderes. Lukas también estaba siendo arrastrado a este viaje sin sentido, sin embargo, su determinación es algo que admiro, también su fortaleza.
El cielo lloraba con rabia esta noche. La tormenta se estaba tornando insostenible para nosotros. De un momento a otro ya nos estaba costando trabajo viajar entre la nieve y empecé a sentir agua en mis piernas. Como si Berwald tuviese incluso la temible habilidad de leer mis pensamientos, con una escopeta que portaba comenzó a mover la nieve que aún no tomaba forma definitiva frente a él. Nuestra marcha terminó acelerándose y agotándonos más aún. Ni una sola cabaña, ninguna mísera luz, nada.
Solo un bosque, nieve y hielo.
A lo lejos escuchaba levemente el aullar de una jauría de lobos. Otro problema más agregado a ya nuestra lamentable situación; mantenernos alejados de otras criaturas sedientas de calor y comida.
Los arboles altos y silenciosos miraban al cielo sin miedo de recibir en sus rostros ancestrales la furia del océano. En los pies de los titánicos forestales encontramos que no estaba llegando completamente la escarcha atenuante. Seguimos caminando en silencio hasta adentrarnos un buen tramo entre raíces enormes y pequeños arbustos secos que dormía a los pies de sus protectores. El frío susurraba sus frases desoladas entre mis pestañas y la oscuridad densa dentro de la floresta con suerte me dejó descubrir que el sonido que rompió mi leve alivio fue Berwald quien yacía en el suelo a mi lado. Titubeé un momento, puesto que él siempre me demuestra que tiene todo bajo control, pero al no escuchar su voz con alguna orden, decidí descender hasta su nivel.
Perfecto. Desmayado, puedo dejarlo a su suerte abandonado, que vengan los lobos a por él y desgarren su carne y desaparezca bajo la complejidad de un invierno espectral. La idea comenzó gestarse en mi cabeza como un regalo divino… pero sus ojos, los odio tanto. Él me causa rechazo, siquiera era un buen amigo con quién conversar. Podría llevarme nuestras cosas, la cruz de plata que colgaba en su cuello como símbolo que nos representaba.
Sus ojos. La suave oleada de súplicas que podía saborear entre mis pensamientos. No lo puedo traicionar, es como mi hermano.
No tuve más remedio que quedarme ahí. Busqué entre las cosas con bastante torpeza la lámpara de aceite, que estaba totalmente inutilizable. Palpé sin cuidado su cabeza hasta que comprendí que respiraba. Era delicioso sentir el aire tibio tocar mis manos aun estando enguantadas. Con la misma determinación que la de un ciego, di entre cacharros y cosas con un par de mantas y las extendí sobre él; puede que en el bosque no haya nieve, pero un jinete déspota y sin descaros pisoteaba los suelos secos con su espada de hielo, cubriendo entre cada árbol con una brisa terrible.
― ¿Tienes agua en tu ropa?, debes secarte―balbuceé sin ningún ánimo.
Yo también estaba cansado y frio. Un total de seis mantas hechas de lana y cueros de animales estaban dispuestas sobre nosotros. Berwald se incorporó levemente para sacudirse y armarse de valor para hacer la tarea que yo tampoco quería llevar a cabo.
Nos descubrimos a tientas nuestros pies para secarnos el agua que había calado por nuestras piernas. Suerte para ambos, nuestras vestimentas estaban hechas a prueba de inviernos violentos. Quitar el resto del hielo y del agua de mi ropa fue suficiente como para hacerme caer sobre la hierba. Ambos estábamos exhaustos y terriblemente debilitados. Berwald terminó por enfundarme la bota que había dejado a medio camino en mi pie que estaba oculto entre capas de calcetines. Entre respiros y pestañeos perdía levemente la noción del tiempo y de lo que ocurría a mí alrededor. Hace unas horas quería pelear con Berwald y dejarlo abandonado; mi moral iba y venía en mi consciencia, culpaba al cansancio de ello.
Ahora ambos descansábamos acurrucados uno al lado del otro en silencio, casi inmóviles bajo tanta ropa. Estábamos apoyados bajo la raíz de un árbol ocupando el mínimo de espacio, intentando detener el calor que quería lentamente comenzar a abandonarnos. Sentía que me aferraba con fuerzas y los temblores de su cuerpo eran continuados por los míos. Jamás había vivido un invierno tan crudo. Mi mejilla descansaba en su pecho y su barbilla me presionaba levemente hacia abajo, aunque agradecía sentir su aliento en mi cabello helado y algo húmedo. Mis manos estaban bajo sus brazos para poder tomar algo de calor. Nuestras cabezas eran cubiertas por las mantas, así como nuestros pies y todo nuestro cuerpo. No teníamos ganas de hablar o de siquiera sentir vergüenza. De pequeños vivimos juntos y recuerdo muchas veces haber dormido con él después de jugar todo el día, sin preocuparnos de nada más. Cuando la guerra azotaba nuestra casa, ambos nos escondíamos juntos dentro de un armario muy pequeño y él calmaba mi llanto; no es primera vez que descansábamos de esta manera, pero últimamente todo era tenso y frágil.
―Come―ordenó a secas, Berwald.
Entre mis pensamientos el sueño me sedujo, sin embargo, algo de comida era colocado en mis labios. Por acto reflejo hice el ademán de comer, pero el sabor desagradable me retractó de mis instintos.
―No quiero, estoy bien.
―Come―repitió.
Aparté el rostro de ese trozo de manteca y lo escondí en el pecho de Berwald. Tomé un par de bocanadas de aire frio para finamente dar una mordida.
Cuando vi a Berwald en la cocina enojado preparar barras de manteca y miel me prometí no comerlas jamás. Eran unas barras que llevábamos cuando teníamos que defendernos de los rusos y al invierno le gustaba entrometerse en nuestros mundanos asuntos. Sabían asqueroso y la sensación que dejaban en mi boca era similar a masticar un trozo de cera de abejas. A duras penas mordí el grasoso bocado, pero el hambre reclamó por más y terminé acabando el pequeño trozo que Berwald sostenía en su mano por mí. Una vez que pude tragar aquello, en mi estómago enseguida comencé a sentir una agradable sensación de calor reconfortante, como una hoguera feliz después de una batalla, parecido a tragar algo de alcohol una noche fría.
―Gracias Ber―dije, sin pensar.
El silencio de la consciencia se apoderó entre nosotros y pude presenciar como Berwald soltaba un suspiro nervioso como única señal de sus pensamientos.
Hace muchos años que no llamaba a Suecia, "Ber". Supongo recordar mis días de pequeño me trajo ese fugaz recuerdo que guardaba con tristeza, al ver que ya no era capaz de hablarme como antes.
Konungariket Sverige, Kingdom of Sweden
Verlo finalmente dormir y sentir que sus mejillas se habían entibiado me calmó considerablemente. De vez en cuando distinguía sus quejas por el frío o tiritaba al descubrir levemente parte de sus muñecas o de su nariz. Me encargué de que se mantuviese tranquilo para que descansara su cuerpo y su mente, notaba que sus pensamientos se abatían enormemente con el cansancio.
Era inevitable la culpa por haberlo arrastrado a caminar entre la nieve y el frío, sin embargo, no podía dejarlo ir de mi lado; aún era débil y siquiera se comportaba completamente como un adulto. Vivir encerrado dentro de mi propia cárcel mental me arrastraba hacer cosas como estas; no he sido capaz de explicarle exactamente qué pasó y por qué ahora estamos desamparados en la mitad de la nada. Sólo conozco como terminaría mi cordura si algún día Tino logra alejarse de mí. Mi nariz terminó por apoyarse en sus cabellos helados y lentamente su aroma comenzó a invadirme. Apostando cobardemente a que sus ojos se hallaban cerrados por su respiración tenue, me atreví a encerrar más aun mis brazos alrededor de su cuerpo; había crecido tanto y las ilusiones me carcomían cuando pensaba en él. Era un secreto que creo que he mantenido completamente oculto entre mis reflexiones. Cerré mis ojos disfrutando la situación en la que nos encontrábamos. Al final de cuentas todo salía como lo planeaba.
Su rostro suave y tibio me estaba maldiciendo. Había caído bajo su aura siglos atrás y cada día que transcurre me esclavizo más aun a sus encantos. Necesitaba decirle tantas cosas, comentarle otras tantas, huir y desaparecer de todos los demás por el miedo que tenía de ser juzgado, de ser humillado, de que corrompiesen la calma de Tino. Descubrir con mis manos lentamente que su espalda no era la de un adolescente, sentir sus manos que se aferraban inconscientemente a mis brazos eran momentos de suplicios, más aún cuando me había soltado de la nada que no quería continuar.
La daga.
Tenía miedo. Muchas veces me desesperaba al sentir que ya no poseía control sobre mí o al ver esa mirada de odio brotar de sus cristalinos ojos lacerarme mi corazón; ¿Cómo me liberaré de todo este tormento?
Cuando todo este suplicio silencioso comenzó, me engañe convenciéndome que eran simplemente demonios momentáneos que me habían invadido un día donde descuide mis defensas. Muchas veces me ahogué en alcohol y vicios para abandonar a mi suerte la memoria y las sensaciones que me atacaban las veces que veía su figura venir entre sombras, o cuando sus ojos me atrapaban como flechas entre batallas que ya no recuerdo si las viví entre humanos o en las noches agonizantes en las que sus recuerdos me gritaban al oído que mis intenciones y sentimientos eran errores. Otras tantas noches intenté huir de mis frágiles convicciones y me refugié en la soledad y en el silencio. Conforme fuimos creciendo, sus ojos comenzaron a tomar soberanía en mi pecho, hasta convertirme en un fantasma totalmente perdido por llegar a recorrer sus caminos y descubrir finalmente su piel. Deseaba tanto entender y poder constatar que mis suspiros pudiesen ser guiados por sus maravillosos ojos que me habían encarcelado en mi soledad. No puedo hablarle sin titubear, sin tener que recurrir al autoritarismo. Las cosas estaban cambiando y tenía miedo de que ocurrieran eventos que terminasen por quebrar mis fortalezas de hielo. Mis manos recorrían lentamente su espalda, seguidas de descargas de temores que no estaba controlando en absoluto. Había aprisionado en mi garganta un nudo tan grande que me estaba ahorcando sin siquiera haber tendido la cuerda. De un momento a otro mis temblores dejaron de ser producto del susurro del invierno entre las ropas, y quien lloraba sobre Tino ya no era el cielo.
No quería permitirme la debilidad bajo ninguna circunstancia, pero llevaba a cuestas más piedras de las que podía sostener. Tenerlo tan cerca de mí hacía que no quisiera seguir con nada más, despertarlo y finalmente soltar todo, para después de ello ver como se alejaba de mi lado, perdiéndose entre mis lamentos y las risas del páramo nevado. Había cedido a perder mi razón por él. Estaba totalmente hundido en la miseria de silenciar y esconder mis terribles ambiciones con él, deseaba enormemente quebrar este silencio que me estaba aprisionando y colocando entre nosotros una pared de cristal. Por mucho que deseara trizar la lejanía en la cual me refugiaba, mi voz era débil y mis manos no eran capaz de sostener el jardín de rosas que cultivaba para él todos estos siglos en mi corazón. Su rechazo comenzó a congelar mis flores y sus pétalos sangraban en mis lágrimas.
Se había atrevido a desafiarme cuando le ordené seguirme en esta travesía. Me privó de sus suaves comentarios y de sus ojos destellantes durante muchas jornadas. Rechazó mi ayuda días atrás y no contestó a una tímida sonrisa que pude dedicarle luego de batallar un largo instante para lograr expresar levemente parte de mi oasis. Me quebró el cielo ver que ignoró mi sinceridad con un gesto de cansancio y seriedad. Ver sus labios curvarse en un gesto de desaprobación era una estocada a todos mis miedos; se derrumbaron de la copa donde guardaba todas mis penas y ahora no podía controlar el escape masivo de mis tumultos mentales.
Unas cuantas lágrimas habían alcanzado el rostro de Tino y otras cuantas rasguñaban mi cuello, dejando tras su camino endemoniado una estela dolorosamente tibia. Lentamente subí una de mis manos para limpiar sutilmente mis mentiras camufladas de su rostro suave y apacible. No quería que supiera que sufría por lo que se había instaurado en mí.
De todas formas, lucho incansablemente por aniquilar este sentimiento maldito y arrancar cada rosa que cultivé para él con la esperanza de algún día ser tan valiente como el ángel que dormía entre mis brazos, quién es capaz de enfrentarme.
Sabiendo que rompería mi psiquis, me atreví a dejar un suave beso sobre su cabello desordenado, tan silencioso como me fue posible. Instauré una promesa para mí con aquel acto de rendición. Si bien sabía que tendría que asesinar una parte de mí al abandonar mis deseos por él, no lo haría hasta correr el riesgo de que sus oídos escucharan todo lo que tuviese que decirle. Realizar esa idea colmó mis lágrimas con más susurros abandonados de declaraciones que he sofocado en mis desgastados ojos. Siquiera he podido soltar un par de suspiros al verle dormir, no he sido capaz de murmurar en su oído una vez tranquilo, que mis labios morían en la espera de recibir su piel cálida para sembrar en ella todos mis lamentos, y deshacerme de mis dudas conforme ataba mi alma a la de él.
De todo esto, lo que menos me inquietaba era lo prohibido que estaba pensar en otro de mí mismo sexo de maneras indebidas. Si necesitase mantener mi vida entera un secreto de este tipo, lo haría gustoso, con tal de tener en las noches tormentosas, su sonrisa inocente a mi lado.
Después de llorar unas cuantas mentiras más, decidí que ya era tiempo de calmarme. Tomé parte del ambiente helado para llenar mis pulmones de la brisa tranquila de la noche y así serenar mis latidos. Apoyé mi cabeza en el tronco del árbol, trayendo consigo a Tino entre mis brazos. Con una mano descubrí mi cabeza y dejé que mi rostro diera de lleno al firmamento oscuro y denso. Entre las ramas de los enormes pinos pude visualizar el cielo, tan espeso como niebla. No continué helando mis lágrimas, puesto que Tino comenzaba a quejarse nuevamente por las palmas de hielo que tocaban su rostro. Me cubrí por completo y me acurruqué junto a él, para descansar esta batalla y así, la mañana siguiente, continuar con mi temple firme para jamás demostrar que estaba desnudo y debilitado frente al altar del ser que reclamó una vez más la tibieza de mis brazos.
Kongeriket norge, Kingdom of Norway, en un recuerdo más allá de lo rescatable.
Escuché gritos. Me alarmé cuando pude percatarme que esos gritos eran de Tino y que provenían de la habitación de Berwald. Corrí a través del pasillo y finalmente, encontré las puertas cerradas y adentro, el inicio de una batalla. Los llantos infantiles me hacían perder un poco la calma. Habíamos regresado de batalla unos días atrás y aún estábamos heridos y malhumorados. Tino se había quedado en casa por ser demasiado pequeño. Bajo el amparo del reino conformado por Dinamarca y Suecia, estábamos todos, Así las cosas funcionaban mejor.
El llanto juvenil de Tino ya no me daba buena espina. Comencé a llamar dentro, pero no recibía respuesta, incluso las criadas habían llegado husmear para ver qué ocurría y Mathias estaba detrás de la vuelta del pasillo, observando mis pasos. Fue decisivo para mí irrumpir dentro de aquella habitación cuando el pequeño pidió ayuda.
Después de dos patadas pude abrir la pesada puerta y lo que vi, me hizo cerrarlas enseguida para evitar que las mujeres viejas y entrometidas vieran lo que yo estaba presenciando. La cama de Berwald estaba desecha y él estaba abalanzado sobre el pequeño, quien lloraba sin poder calmarse. Sus pequeñas ropas estaban desechas y podía ver su blanca piel al brillo de las antorchas; parecía que jamás hubiese visto ni armas ni el amable sol. Uno de sus brazos era agarrado con fuerzas por la mano herida de Berwald, mientras sostenía una daga en la otra, con la cual se estaba abriendo camino entre sus ropajes suaves para llegar un poco más lejos que el pecho y el vientre del niño. Al chocar con sus ojos supe enseguida que tendría que pelear. Jamás lo había visto tan enfurecido, tan enervado en sus ideas que no comenta con nadie. Saqué un cuchillo y le amenacé a medida que me acercaba a la cama. Los doseles de la misma habían sido rasgados y el suelo estaba adornado con vidrios quebrados y un líquido oloroso que parecía ser alcohol. Tino no dejaba de sollozar y veía algo de sangre brotar desde uno de sus costados. Cuando volví a posar los ojos en Berwald, supe que, en realidad, me estaba implorando ayuda. Sus ojos estaban en pos de deshacerse entre lágrimas y rabia, sin embargo, no bajé mi arma hasta que reclamé al niño entre mis brazos y le dirigí una mirada determinante. Tino se refugió en mis ropas limpias y de Berwald solo recibí una lágrima pesada que cayó sobre su cama.
Fue la situación más rara que había enfrentado en muchos años.
Cubrí al chico con parte del cortinaje destrozado y salí rápidamente de esa habitación, donde probablemente se desataría una batalla campal entre Berwald y su cabeza. Afuera las criadas me miraron con dudas y luego dirigieron sus ojos metiches a Tino que, a pesar de no ser un niño tan pequeño, no dejaba de llorar como tal. Les di la orden de que dejaran solo a Berwald y que me prepararan un baño tibio.
Efectivamente comenzaba el caos tras las puertas que había cerrado. Encerrar a la bestia era lo mejor que podíamos hacer por ahora. Choqué con los ojos de Mathias quién miraba todo estupefacto. Su cabello largo incluso parecía despeinado después del griterío y el llanto de Tino. Negué con la cabeza y continué mi camino sin dar explicaciones. Incluso mi mente estaba confundida en lo que acababa de presenciar; ¿Qué quería llevar a cabo Berwald?, ¿Matar a Tino?
¿Violarlo?
Me encerré con el chico en su habitación y enseguida me dirigí a su propio baño. Pronto las sirvientas disponían desde una ventanilla que conectaba con la habitación continua, el agua caliente llenando así, una tinaja de piedra. Dejé a Tino en el suelo y tuve que agarrar su cabeza con las dos manos para pedirle que se calmara y que dejara de gritar. El chico tenía los ojos hinchados y el labio le sangraba. Lo miré fijamente para entender si estaba en condiciones de acatar lo que le estaba pidiendo. Tuve que, para lograr su silencio, completar la tarea de Berwald. Sus gritos me hicieron cerrar los ojos con fuerzas y tuve que lidiar con un par de arañazos y mordiscos a medida que descubría su piel. Tino no solía comportarse como si fuese un salvaje. Bueno a veces sí, pero no eran este tipo de brutalidades las que esperaba de Tino.
Tomarlo en brazos me costó trabajo, pero valió la pena cuando su cuerpo hizo contacto con el baño de agua caliente y todo el griterío y la rabieta se redujeron a sollozos y una expresión mezclada entre rabia y miedo. Me senté a observarlo en silencio; sus ojos estaban extremadamente rojos y su nariz era de la misma tonalidad. La herida en su costado ya había silenciado los ríos carmesíes y los espasmos de su cuerpo también se habían calmado. Tino no era ciertamente un niño pequeño, aparentaba tener entre 9 y 11 años, no obstante, su mente aun pura no entendía que había pasado.
Sinceramente yo tampoco.
Colocaban a nuestra disposición, doncellas que se escogían exclusivamente para nosotros. Aunque fuésemos muy jóvenes, comprendían que finalmente seríamos hombres algún día y era inevitable silenciar las curiosidades que traían consigo nuestros cuerpos.
Tomé un cuenco de agua y vertí sobre su cabeza de cabellos rubios platinados, una buena cantidad de agua caliente. Cerró sus ojos con fuerzas y mantenía una expresión de dolor marcada en el rictus de sus cejas. Evitaba mis ojos y no era capaz de romper el silencio, cuando siempre lo hace gustoso para contarnos sus imaginaciones e ideas locas.
― ¿Ya estás mejor? ―pregunté después repetir la misma acción durante unos instantes.
El chico me miró por fin y me asintió. Estaba sosegado y desganado.
―No sé por qué Berwald me odia tanto. Si quería matarme podría haberme dicho antes.
Esa demostración de inocencia me hizo sonreír, aunque no viniese al caso.
Mis ojos se posaron en su cuello pequeño y vi una mordida, continué por su hombro y vi otra más. Me bastó para comprender lo que yo había entendido. También creía dilucidar que Tino había comprendido las intenciones de Berwald, pero se engañaba para no pensar en ello. Después de voltearle unas cuantas veces vertientes tibias sobre su cabeza, me detuvo y rompió a llorar, ya no como un niño pequeño pidiendo ayuda, si no con algo de la inocencia que esa noche tuvo que abandonar.
No quedaban más opciones que las de volverse fuerte. Así son las cosas. Un acto así podría provenir de cualquiera y ya tenía la edad suficiente para saber este y otros asuntos. Incluso cuando uno no tiene la edad, las cosas pueden ocurrir y ya. Supongo es algo normal. No era de ninguna manera, la noche adecuada, pero le entregaría su propia defensa.
Una criada entró a asistir sus vestimentas mientras yo me retiraba un momento para ir a mi habitación. Años atrás, después de un evento que llevo consigo en forma de cruz, Berwald me había entregado en mis manos un regalo poco usual. Aparentaba entonces, la misma edad de Tino y también creo, que yo debo ser quien entregue el presente. Abrí un cofre donde tenía un montón de porquerías antiguas y entre ellas, encontré el pequeño objeto. Lo miré unos instantes y agradecí jamás haberlo usado para la función a la que estaba destinado.
―Lo siento Berwald, pero sé que me lo agradecerás―susurré a mí mismo y retomé mi marcha.
Luego de corresponder aquel noble acto años atrás, me encaminé nuevamente con el pequeño tesoro escondido en mis ropajes. Una vez llegué a la alcoba de Tino, pude ver que ya disfrutaba de su lecho y le habían colocado un bracero de rocas calientes a los pies de la cama. Aún conservaba sus ojos heridos y la expresión nublada. Me senté a su lado y reclamé su atención.
―Esto que te entregaré es algo muy importante para mí. Me dio seguridad cuando no supe que estaba ocurriendo conmigo y con los demás. Es tiempo ya que seas tú quien la porte y por sobre todo, la utilices cuando te sientas amenazado, sean las criadas, sea yo, sea Mathias, incluso si es Berwald.
Me detuve al ver la expresión de miedo que dejaron escapar sus ojos quebrados. Dejé sobre sus manos pequeñas una daga tosca pero precisa, envuelta en una alforja negra y un mango adornado de runas y metales extraños. Berwald me contó que había sido forjada en la mismísima Asgard y entonces, quedé encantado de obtener para mi propio deleite, un objeto tan mágico. Ya era tiempo de entregar aquel artilugio y dejar ir con ello, una etapa de mi vida.
―Sé que sabrás usarla con sabiduría y no abusarás de este pequeño poder, confío en ti, Tino.
