Nunca ocupa otro asiento, siempre es en la primera fila, del lado de la ventana. Mi suposición es que es demasiado vago como para quitarse la mochila y por eso esta está tras su espalda. Puedo verlo en los pocos segundos en que subo al autobús, en los que mi mirada se encuentra con el rostro que aparece por más tiempo en mis sueños y en mi mente. Me siento tranquilo de que esté distraído todo el tiempo, y por ello no deba apartar la mirada en lo que mis pies me lleva hacia los asientos de atrás, pues entonces los segundos en los que podría contemplarlo serían menos.

El resto del trayecto veo la parte trasera de su cabeza, sus cabellos platinados que la cubren hasta llegar a su nuca. También puedo ver una parte de su mochila y sus hombros. Observo que el audífono del lado izquierdo rodea su oreja por atrás antes de incrustarse en su sitio. Sí, siempre lleva audífonos, y son de un color oscuro que contrastan con su piel.

Suena más romántico decir que su piel es blanca como la nieve y que su cabello brilla como lo haría una estrella. Pero para mí, cuyo chico no está destinado a la poesía, le encuentro más similitud a la blancura de su ser a la leche. Le podría dar, incluso, la dicha de ser recordado en mi memoria con su mismo aroma, pero desgraciadamente no sé a qué huele él. Se parece a la leche; fría, blanca, líquida… él parece líquido, efímero; que se escurrirá antes de que pueda alcanzarlo.

No es aburrido observar su espalda, pero es natural que siempre queramos algo más, por ello, cuando me aburrí de verlo empecé a dibujarlo.

Soy una persona solitaria cuando de viajar de regreso a casa se trata. Mis amigos no usan el autobús, y tampoco es como que les hable a todos en la escuela. Es así, que puedo dedicarme a mi extraño pasatiempo de dibujarlo todos los días de vuelta a mi hogar, sin nadie sentado a mi lado juzgándome aun cuando tendría toda la razón. Mi lápiz comienza con su coronilla, en trazos suaves. No hay otra forma de dibujar su cabello. Tal vez deba comprar papel de color negro y usar un color blanco. El grafito muestra su nuca, sus hombros, la mochila y el asiento. Suelo entretenerme en la parte baja de su cabellera, en esas rebeldes hebras que apenas alcanzo a percibir y que me gustan tanto porque es lo único imperfecto que le encuentro.

Le he mirado tanto que para mi cerebro es fácil darme la imagen de su rostro, su mirada distraída y el atuendo que lleva puesto cada mañana. Acostumbro sólo dibujar su rostro cuando la memoria viene a mí. Sus ojos perdidos, su pequeña nariz y sus labios en línea recta. El lunes tiene las ojeras más marcadas, quizá del martirio que es para todos nosotros despertar temprano luego de un fin de semana. Quizá se desvela todos los domingos viendo series, películas, leyendo, jugando… Y los miércoles usa una camisa de esas que mamá me hace usar cuando vamos a visitar a su hermana. A lo mejor debe ir a un lugar importante después de la escuela todos los miércoles y no tiene tiempo de cambiarse. O ese día se ve con una preciosa chica que le encanta, entre clases, y quiere verse impecable para ella, o sólo es una enorme y terrible coincidencia. El punto es que las usas, además de que son lindas.

Él no va solo la mayoría del tiempo; una joven de pelo oscuro hasta los hombros, labios gruesos y grandes ojos se sienta a lado suyo, y al costado de esta chica va un moreno más alto que él. Hablan, a veces, y cuando lo hacen él sólo se retira un auricular para poder escucharlos. Su voz es tan sólo un susurro para mí, por lo que no puedo retenerla en mi memoria. Ellos ríen, muy fuerte, pero él no lo hace, no puedo evitar sentirme frustrado por ese hecho. Lo maravilloso, es que aquel chico no parece encajar junto a esos dos. Supongo es sólo desde mi vista, pero no tienen nada que pueda hacerlos ver a la par con él. Es un pequeño punto plateado rodeado de neblina, que resalta y deslumbra. Hace que me cuestione si todos seremos mentira y él será realidad, o si es demasiado perfecto como para ser real. Sin embargo, esto último tiene menos peso: él es real, muy real, porque lo veo, y soy incapaz de imaginar algo tan increíble.

Soy dichoso de bajar antes de que él lo haga, porque puedo dar un último vistazo y comprobar que mi retrato está bien hecho. Lo termino en casa, antes de hacer la tarea. Lo remarco y sólo a veces coloreo sus mejillas y sus labios. Tengo cientos, y los deshecho conforme he acumulado más. Debo comprar más seguido cuadernos de lo que lo hace un estudiante normal, asumo la responsabilidad de la tala innecesaria de muchos árboles.

No soy un poeta, y sin embargo he intentado escribirle muchas líneas a sus grises ojos. Todas ellas desechadas, mezcladas dentro del cubo de basura con los dibujos de su persona, perdidas entre todos esos trazos que de manera muy pobre reflejan toda la belleza que hay en él.

El sonido que hace el autobús al parar me desconcentra de lo que yo llamo soñar despierto. Soy torpe, y por ello no es sorpresa que me tiemblen las manos con todos mis cuadernos sobre ellas cuando veo que él también se levanta para bajar aquí. Él no baja aquí, nunca lo ha hecho en todo el tiempo en que llevo observándolo. Para mí, él sólo existe en ese momento en que subo al autobús, y el resto del día puedo vivir sin siquiera recordarlo, aunque a veces me dé el lujo de hacerlo. Él es líquido, y aunque sé que es real no lo puedo visualizar en otro lugar donde no lo he visto ya.

¿Se ha mudado? ¿Va a alguna parte?

Soy testigo de lo que es verlo despedirse y bajar por los escalones del vehículo. Lo he visto subir, pero no bajar. Su mochila se desliza hasta cubrir su trasero, con paso lento llega a tierra firme y gira en sentido contrario a donde yo giro. Pongo un pie abajo y el otro golpea contra mi tobillo. La decisión de salvar mi cara me hace soltar los cuadernos, dejarlos caer con libertad al suelo y que mis rodillas choquen también. El conductor ni se inmuta, como buen conductor, y sigue su trayecto. Seguro que varios se han reído, tan seguro como el ardor de mis palmas.

Caer es de las cosas más vergonzosas de las que soy capaz; caer, que él me oiga y que voltee, es algo nuevo. Una nueva cosa a la lista. Me pongo de pie para recoger cada una de mis cosas pronto, jurando meter todo a la mochila desde ahora antes de bajar.

Su mirada refleja confusión, extrañeza y quizá un poco de horror. Sostiene una hoja que estaba suelta, una de esas malditas hojas que dejas entre las demás y que por idiota olvidas sacar y tirar. Que sea la primera vez que me dirige la mirada lo hace aún peor. Es un dibujo de él, como no podía ser de otra forma. Es su cara, es su pelo, son sus labios, sus ojos y su nariz. Las pestañas son sólo suyas. Me odio de poder dibujar lo suficientemente decente como para que no exista la menor duda de que ese es él. Y sólo él.

Doy media vuelta, porque no hay otra cosa que pueda hacer. No encontraría las palabras para decir algo que lo hiciera ver menos terrible, y bueno, ni siquiera encuentro la voz.

—Gracias por el regalo, supongo.

Se está burlando de mí. Su voz es grave, al menos más que la mía, aunque no lo suficiente como para hacerse pasar por su padre y decir que no irá a la escuela.

Se ha burlado de mí y me han dado unas terribles ganas de regresar y darle un golpe en el hombro como los que le doy a Ron cada vez que me quita la comida. Me fastidia, porque estaba muy bien sin que supiera de mi existencia. Me enoja, porque ahora no voy a poder seguir acosándolo como lo estaba haciendo; porque lo sabría, porque lo pensaría cada vez que me vea subir, porque quizá yo entonces no me sienta cómodo.

Continúo con mi trayecto, con una idea nueva que ha remplazado la de llegar a casa y sentarme a seguir con mi dibujo. Ahora quiero llegar, tomar la carpeta en donde los escondo y tirarlos todos. Romperlos, aplastarlos, meterlos en bolsas oscuras y no saber más de ellos.