Primer encuentro

Me dolía dejar Phoenix, pero debía hacerlo por el bien de mi padre. Desde que Natalie y él se habían casado, las cosas habían cambiado radicalmente. Mi padre era policía en Phoenix, conoció a Natalie una noche en la que intentaron atacarle a ella. Carlisle la salvó de aquellos maníacos, y al cabo de un tiempo empezaron a quedar y se hicieron muy buenos amigos. Hasta que un día, mi padre me confesó que se habían enamorado y se iban a casar. Yo no me negué, Natalie era muy buena persona. Ella trabajaba de modelo, por lo que tenían que viajar continuamente. Eso a mí no me gustaba, más que nada, porque debía hacerlo con ellos. Y aunque encajaba perfectamente en todos los ambientes, no quería cambiar tanto. Me gustaba viajar, pero no hasta ese punto. Además, mi padre era muy infeliz viendo como yo sufría al cambiarme de instituto cada dos por tres. Yo no era partidario de que eso sucediese, por lo que hablé con mi madre. Esme, que vivía en Forks, un pueblo alejado de la mano de Dios, y en el que SIEMPRE, repito, SIEMPRE, llovía. Mis progenitores están divorciados. Cuando yo tenía cinco años, mi padre se había ido de Forks llevándome con él. Iba todos los veranos a verla, y pasaba un mes allí, hasta que cumplí los catorce años. Entonces me negué a ir, odiaba ese pueblo con todo mi ser. Bueno, como decía, llamé a Esme para preguntarle si podía ir a vivir con ella durante un tiempo. Por supuesto, me contestó que estaría encantada. Hablé con Carlisle y aunque no le parecía la mejor solución aceptó. Al cabo de una semana, yo iba en un avión con destino a mi infierno personal. Cuando el avión aterrizó, bajé con la idea de que Esme estaría allí esperándome. Pero no fue así. Tuve que aguantar media hora hasta que la vi aparecer. Realmente no había cambiado casi nada. Igual de cariñosa, igual de despistada.

-¡Edward! –gritó al verme en aquel banco.

-Hola mamá –le saludé un poco molesto.

-Lo siento hijo, pero no he podido hacer nada para llegar antes –se disculpó.

-No te preocupes –le aseguré.

Caminamos hasta el parking, la seguí hasta el coche más lujoso que se pude encontrar. Un jaguar.

-Vaya –exclamé al verlo.

-¿Te gusta? –me preguntó eufórica.

-Mucho –admití.

-Me alegro, porque es todo tuyo –me dijo.

-¿Cómo? –pregunté atónito.

-Lo que oyes, y ahora sube – me sonrió.

Coloqué las maletas en el asiento trasero y me senté en el delantero.

-Mamá –no la podía llamar Esme delante suyo – es demasiado caro, no puedo aceptarlo.

Me miró con una expresión triste en el rostro.

-Vale, si no lo quieres, me lo quedaré yo –concluyó.

Suspiré.

-Mamá, sí que lo quiero, pero no puedo aceptarlo –le rebatí yo.

-Te lo iba a prestar, mientras tú conducías este, yo llevaba el Mercedes –me explicó entre risas.

¿Mercedes? ¿Pero en que trabajaba ahora? ¿En un concesionario? Daba igual, yo me quedaba el jaguar.

-Ah...bueno, pues entonces no te preocupes, que yo conduciré este –me apresuré a responder.

Se empezó a reír y negó con la cabeza. Durante todo el trayecto, nos estuvimos riendo de la bromita de los lujosos coches. Cuando llegamos a la casa, todo había cambiado. Ahora era de color azul, mi favorito. Tenía tres pisos y un precioso jardín.

-Mamá, ¿qué ha ocurrido con tu sueldo? –pregunté extrañadísimo.

-Se me había olvidado decirte que ahora trabajo en un colegio privado, en Washington –me aclaró.

-¿Tan bien pagan? –volví a dudar.

-No te lo imaginas, y ahora adentro. Tengo ganas de enseñarte tu nueva habitación –me instó contenta.

Agarré las maletas y entré por la puerta. El hall era precioso e increíblemente espacioso. Yo me había acostumbrado a vivir con un sueldo pequeño, y realmente no me importaba, era feliz. Nunca había sido rica, pero se notaba que Esme había ganado mucho dinero en aquellos últimos años. Me condujo por las escaleras y un pasillo hasta la habitación que ocuparía durante mi estancia.

-Cierra los ojos –me ordenó cuando estuvimos en la puerta.

Le obedecí, y cuando me di permiso para abrirlos casi me da un infarto. Era muy bonita, estaba increíblemente ordenada y por las ventanas entraba una luz preciosa. Me giré a ver que cara ponía Esme. Sonreía. Blanca, impecable...no había modo de describirla. Además, mi madre había colgado posters de mis bateadores preferidos. No pude reprimir el impulso darle un fugaz beso en la mejilla. Dejé las maletas a un lado, y entré. Me encantaba. Era perfecta para mí.

-Aún no has visto lo mejor –me advirtió Esme.

-¿Qué? –pregunté con ansia.

-Sígueme –me animó.

Me llevó hasta lo que parecía el salón, y a continuación entró en una sala que estaba recién pintada y decorada. En medio había un gran piano de cola. Me quedé embobado. Tocar el piano era mi obsesión

Pero pensé en lo que le había debido costar todo aquello y le recriminé:

-No deberías haberlo hecho, sabes que no lo necesito.

-Me da exactamente igual lo que pienses, quería que lo tuvieses –me contestó con una sonrisa.

-Ya...

-Además, mañana empiezas el instituto. Te gustará –me aseguró.

Abandonó la habitación y yo caminé hasta el piano. Era realmente precioso. Me senté y empecé a tocar Claro de Luna, de Debussy. Me encantaba su música. Cuando terminó, me levanté y corrí hasta mi habitación. Empecé a desempaquetar las maletas y a meter la ropa en el armario. Mañana debía empezar el instituto, y aunque iba a seguir en el durante un tiempo, no quería volver a empezar. Aunque siempre había encajado muy bien, esta podía ser una excepción a la regla. Mi piel, pálida como la nieve, podía llegar a ser el menor de los problemas. Porque, a no ser que todos en ese pueblo tuviesen una máquina de rayos UVA en casa, o se bañasen en autobronceador, debían estar como yo. Cuando cayó la noche, y tuve todo listo para el día siguiente, bajé al salón. Donde encontré a Esme leyendo una novela romántica.

-¿Cenamos? –le pregunté frotándome las manos.

-Si claro –contestó.

Me dirigí a la cocina, donde increíblemente, todo estaba preparado. Me senté en una silla y empecé a comer. He de reconocer que estaba bueno. A los cinco minutos, llegó, Esme, y empezó a preguntarme sobre todo lo que había hecho en mis años de calor. Contestaba con indiferencia, no tenía ganas de hablar. Me despedí con un abrazo y me acosté. Estaba tremendamente cansado, por lo que caí dormido a la primera.

A la mañana siguiente, me desperté con un terrible dolor de cabeza. Debía ser que había cambiado de cama. No había ni rastro del maravilloso astro del que estaba "enamorado", totalmente oscuro. Me vestí, y salí de la habitación en busca de la cocina. Esme no estaba allí, a decir verdad, no estaba en ningún lugar de la casa, se había ido a trabajar a Washington.

Me preparé el desayuno sin ganas, y salí de casa. Nada más salir del portal, me calé entero. Por supuesto, no se me había pasado por la cabeza el hecho de que allí llovía SIEMPRE. Era mi primer día en ese miserable pueblo y ya estaba harto. Entré de nuevo en la casa y cogí el chubasquero, donde había guardado las llaves del coche. Me introduje en el coche, por el aspecto y los anuncios, debía alcanzar velocidades increíbles. Arranqué, el motor rugía como un puma. Iba a ser un trayecto "movidito". Pisé el acelerador, la velocidad era extrema, y la repentina subida de adrenalina, hicieron del camino una atracción de feria. El parking del instituto estaba desierto. Esperé hasta que llegaron los primeros alumnos. Aparte de mi recién adquirido coche lujoso, solo había otro que destacaba entre la multitud, un Mercedes rojo descapotable. El instituto estaba dividido en edificios pintados de amarillo pálido. Salí del automóvil, y me percaté de que todas las miradas estaban puestas en mí Odiaba que me mirasen así, odiaba ser el centro de atención. Sin esfuerzo alguno, llegué a la recepción. Abrí la puerta y una señora de unos cuarenta años me miró con cara de incredulidad.

-Buenos días, soy Edward Cullen. Vengo a por el horario del curso –la saludé indiferente.

-Te esperábamos –contestó mientras buscaba entre algunos papeles el horario de mis clases.

Así que Esme había ido diciendo que su hijo había vuelto... Si es que nunca cambiaría, era muy cotilla. Suspiré.

-Aquí está –anunció triunfal.

Me tendió la hoja, y la agarré vagamente. Lo tenía claro, esa gente era de lo más cotilla y...cansina.

-Gracias –le dije con una sonrisa lo suficientemente forzada como para saber lo que pensaba de ella.

Salí de allí todo lo rápido que pude. Mi primera clase era...Lengua, mi gozo en un pozo.

Encontré la clase sin necesidad de utilizar el mapa que venía con el horario. Entré dentro con la adrenalina por las nubes. Al parecer, todo el mundo me esperaba, porque, cuando fui a sentarme en el primer pupitre que encontré, me miraron con una incredulidad pasmosa. La clase era, entre otras muchas cosas, aburrida. Al terminar, le entregué la hoja de comprobación al profesor y me firmó con entusiasmo. Cuando me dirigía a la puerta, una chica bajita y de pelo castaño rizado me detuvo y me preguntó:

-Tu eres Edward Cullen ¿no?

-Si.

-Yo soy Jessica Stanley –se presentó con una sonrisa.

-Encantado –le correspondí yo sin entusiasmo.

Empecé a caminar y la chica me siguió.

-¿Querías algo? –pregunté cortante.

-Esto...¿cuál es tu próxima clase? –inquirió dubitativa.

-Literatura –contesté.

-Pues entonces te acompaño, también es mi asignatura –aseguró con una estúpida sonrisa en el rostro.

Suspiré y seguí caminando hacía el edificio. ¿Por qué tenían que acompañarme a las clases? ¿Por qué debía ser el centro de atención? La situación era realmente frustrante. Todo el mundo me miraba de reojo, y murmuraba sobre mí cuando pasaban. Por supuesto, la chica que se hacía llamar Jessica me siguió hasta el pupitre a pesar de que le recordé que no debía hacerlo. Había entrado en la clase con la vana esperanza de que fuese diferente. Pero mis expectativas se desvanecieron al escuchar que estaban leyendo Sheskpear, otra vez. Lo había leído unas...mil quinientas veces. Me lo sabía todo, era totalmente agobiante.

De nuevo, le entregué mi ficha de comprobación al profesor, que, gracias al cielo, no me había obligado a presentarme ante mis compañeros. Me miró exactamente igual que el otro profesor, incrédulo. Salí de allí totalmente cabreado, era peor de lo que había imaginado o de lo que recordaba.

Miré el reloj de mi muñeca y me percaté de que era la hora del almuerzo. De repente, Jessica Stanley estaba a mi lado.

-Ven Edward, te presentaré a mis amigos y comerás con nosotros –dijo a la vez que me cogía del brazo.

Aquella chiquilla era realmente cansina. Decidí ser tolerante y la acompañé hasta la cafetería a pesar de que no tenía hambre. Aunque yo le aseguraba que no hacía falta, ella se empeñaba en llevarme del brazo y presentarme a sus amigos. Odio, agonía...un montón se sensaciones opuestas me rondaban el cuerpo.

La cafetería era una terraza apartada de todo el recinto estudiantil, amarilla, por supuesto, y un poco mal oliente. Después de que Jessica eligiera su almuerzo, me condujo hasta una mesa en la que se sentaban todos sus "amigos". Me los presentó y me aclaró el nombre de cada uno de ellos. Eric, Lauren, Tyler, Angela, Conner y Ben fueron los nombres que los identificaban. Me senté entre Tyler y Lauren, esta última no dejaba de echarme miradas tímidas.

Levanté la cabeza para observar el comedor y toda la gente concentrada allí. Entonces los vi...Eran cinco, cinco dioses y diosas sentados en una misma mesa al fondo del aula.

A pesar de tener una bandeja en la mesa, ninguno de ellos comía. No me miraban tan estúpidamente como el resto, por lo que pude observarlos sin temer encontrarme cara a cara con dos ojos excesivamente interesados. No se parecían lo más mínimo a ningún otro estudiante. De los dos chicos, uno era fuerte, tan musculoso que parecía un verdadero levantador de pesas, y de pelo oscuro y rizado. El otro más alto y delgado, era igualmente musculoso, y tenía el cabello color de miel.

Las chicas eran totalmente diferente entre ellas. La más alta era escultural, una figura preciosa, del tipo que se ve en la portada del número dedicado a trajes de baño de la revista Sports Illustrated, y con el que un gran porcentaje de las chicas sueñan. Su pelo rubio caía en cascada hasta la mitad de sus espalda. La segunda, tenía el aspecto de duendecillo de facciones finas, un fideo. El pelo corto era rebelde, y de un negro intenso. Y la última era más bien de estatura mediana, tenía el pelo largo de un castaño oscuro precioso, su cuerpo también era escultural, con unas curvas que daban vértigo.

Aun así, todos se parecían muchísimo. Era blancos como la cal, los estudiantes más pálidos de cuantos vivían en aquel maldito pueblo sin sol. Más pálidos que yo, que soy medio albino. Todos tenían ojos muy oscuros, a pesar de la diferente gama de colores de sus cabellos, y ojeras malvas, similares al morado de los hematomas. Era como si todos padeciesen insomnio o se estuviesen recuperando de una rotura de nariz, aunque sus narices, al igual que el resto de sus facciones, eran rectas, perfectas, simétricas.

Además, poseían una belleza sobrehumana.

-¿Quiénes son esos?-le pregunté al que respondía al nombre de Tyler.

Mientras le figuraba esta pregunta a mi compañero de mesa, la chica del pelo castaño oscuro se fijó en él, para luego posar sus ojos en mí. Le correspondí, y rápidamente desvió la mirada.

-Son Isabella, Emmet y Alice Swan, y Jasper y Rosalie Hale. Todos ellos viven con el doctor Swan y su esposa –contestó con indiferencia.

-Son...increíbles –me costó encontrar un adjetivo que les hiciese justicia.

-¿Me lo dices o me lo cuentas? –me preguntó irónico- Pero están juntos. Me refiero a Emmet y a Rosalie, y a Jasper y Alice, además viven juntos.

Medité mi siguiente pregunta.

-¿Quiénes son los Swan? No se parecen entre ellos...

-Claro que no. El doctor Swan es muy joven, tendrá entre veinte y muchos y treinta y pocos. Todos son adoptados. Los Hale, los rubios, son hermanos mellizos, y los Swan son su familia de acogida –me explicó.

-¿No son un poco mayores para estar en una familia de acogida? –objeté.

-Rosalie y Jasper tienen dieciocho años, pero han vivido con la señora Swan desde los ocho. Es su tía o algo por el estilo – contestó mientras masticaba.

-Es muy generoso por parte del doctor y su esposa cuidar de ellos –observé con admiración.

-Supongo...-admitió Tyler- Aunque tengo entendido que la señora Swan no puede tener hijos.

Los miraba embobado, tanta belleza...era difícil de asimilar.

-¿Siempre han vivido aquí? –pregunté. De ser así, podría haberlos visto durante mis visitas a Forks.

-No, se mudaron hace tres años –respondió.

¿Así que ellos también eran nuevos? ¿Llevaban allí más de dos años y aún no habían conseguido integrarse en la sociedad estudiantil. Una de las Swan, levantó la vista mientras yo les observaba, sus ojos tenían una extraña curiosidad.

-¿Quién es la chica del pelo castaño? –inquirí con un hilo de voz.

La miré de refilón, en su rostro se reflejaba una inquietante emoción que no supe entender.

-¡Ah! Ya te has fijado en Bella ¿eh? Es una delicia, desde luego, pero no pierdas el tiempo con ella, al parecer, ninguno de los chicos le parecemos bastante buenos –contestó con una mezcla de gracia y frustración.

Por el tono de su voz, deduje que ya le había rechazado alguna vez, y me pregunté cuando. No pude ocultar una sonrisa, el hecho de que se lo tomase con esa gracia me indicó que Tyler era un tío fuerte y capaz de recuperarse de cualquier rechazo.

Conforme los amigos de Jessica terminaron de comer, fueron abandonando la mesa.

-¿Qué asignatura te toca ahora? –me preguntó un chico pequeño, pero de facciones finas.

-Biología –contesté sin mirar el horario, por lo visto mi memoria había mejorado últimamente.

-Venga, démonos prisa, también es la mía –me instó con una risa nerviosa.

En el camino, aquel joven tuvo la consideración de recordarme su nombre. Se llamaba Ben. Al llegar a clase, Ben fue a sentarse con uno de sus amigos, y yo me presenté al profesor. No voy a mencionar como me miró porque ya os hacéis una idea ¿no?. Cual sería mi sorpresa al percatarme de que el señor Meason, que así se llamaba el viejo, me mandó al pupitre que estaba junto a la que parecía la más joven de los Swan, Isabella.

Avancé hasta la mesa y me senté en mi pupitre predestinado. Miré la cara de ella, demostraba frustración, asco. En un primer momento, pensé que podía deberse a mi olor, pero deseche esa idea cuando recordé que no había hecho deporte. También me percaté de que había cambiado de postura cuando yo me había sentado.

La clase, al igual que las anteriores, era un completísimo ejemplo de cómo torturar a tu alumno hasta que se agote y pase de ti. Y por si fuera poco, el tema del mes era uno que yo ya había dado hacía tres.

Como no tenía nada mejor que hacer, echaba alguna mirada a la cara de Isabella, parecía que se debatía entre la vida o la muerte. Ciertamente, y tal y como había dicho Tyler, ella era una preciosidad, y un tanto misteriosa. Al estar tan cerca de ella, pude observar con incredulidad, que sus ojos estaban negros, totalmente negros.

Acabó la clase, Isabella se fue de allí con una agilidad asombrosa, mientras yo la miraba embobado. Una de las chicas que se había sentado conmigo, Ángela, se dirigió hacia mí.

-Hola Edward, ¿cuál es tu siguiente clase? –me preguntó con timidez.

Ante esto no me quedó otra alternativa que reírme. Todos me habían preguntado cuál era mi siguiente asignatura, ningún otro tema de conversación había salido de los labios de aquellos estudiantes.

-¿Por qué te ríes? –inquirió avergonzada.

-No, por nada, por nada...-le aseguré yo.

-Ah bueno –aceptó.

-Trigonometría, esa es la siguiente –aclaré.

-Coincidimos –confirmó ella contenta.

Eché a andar hacia el edificio de mi asignatura mientras Ángela me seguía. Parecía una joven agradable, y no era fea que digamos. Alta, rubia y delgada, con unos bonitos ojos.

-Oye ¿Qué le has dicho a Isabella Swan? –preguntó confusa.

Al parecer, ese no era su estado de ánimo particular. O mejor dicho, no era su comportamiento habitual. ¿Por qué se había comportado así conmigo? Ni siquiera sabía quien era. ¿O sí? No estaba seguro, porque conociendo a Esme, podía haber repartido cartelitos diciendo que su hijo, Edward Cullen, volvía a casa.

-¿Te refieres a la chica que se ha sentado a mi lado? –pregunté haciéndome el tonto.

-Si, nunca se había comportado así –asintió.

-Ah

-Pero no te preocupes, es una chica rara –me aseguró.

Entramos en la clase, que por cierto era mi favorita, y yo me presenté al profesor.

Me firmó la hoja, pero con un deje de indiferencia hacia el mundo.

Para mi condena, me hizo presentarme a mis compañeros, los cuales ya sabían perfectamente quién era yo. Ángela me esperaba en uno de los pupitres con una sonrisa que se notaba que quería ocultarme.

-Lo odio –murmuré cuando me senté.

-Todos lo odiamos, hasta los pirados de las mates han terminado por aborrecerle y hacerle la puñeta en cuanto se despista –me aseguró.

-Me parece justo –concedí.

Se rió.

¿Debería explicar como era esta clase en concreto? Me parece que no. ¡Aburrimiento!

¡Viva el aburrimiento en Forks! ¡El aburrimiento es nuestra patria...!.Mientras pensaba esto no pude evitar contener una pequeña risilla que llamó la atención de mi compañera de mesa.

-¿De que te ríes? Parece como si todo lo que hacemos aquí te hace gracia –susurró un poco molesta.

-En cierto modo sí –afirmé.

Sonrió de nuevo y siguió prestando atención a la clase. Yo en cambio, no le hice ningún caso al profesor, las lecciones que estaban dando yo las había estudiado hacía varios meses. Era...no tenía palabras para describirlo.

-Nos vemos mañana –me despedí de ella cuando terminó la clase.

-Adiós –dijo mientras recogía los libros.

Salí pitando de allí. Llegué a la oficina de información y cuando entré me percaté de que la más joven de los Swan estaba hablando con la recepcionista.

-Lo siento cariño, pero no va a ser posible –repetía continuamente la mujer.

-Por favor, tiene que haber alguna forma de cambiar la hora de esa clase –respondía la voz más irresistible que había oído nunca.

-Lo siento, pero no es posible –contestó la recepcionista.

Isabella se fijó en mí, y respondió cansinamente:

-Ya bueno...déjelo

Acto seguido desapareció por la puerta, no sin antes mirarme con asco y frustración. Estaba harto de ese comportamiento por su parte, era totalmente irracional. Me acerqué al mostrador y le entregué el comprobante de asistencia a las clases.

-¿Qué tal te ha ido? –inquirió con una sonrisa.

-Bien –mentí.

-Me alegro por ti –aseguró mientras guardaba el comprobante entre otros papeles.

-Adiós –dije mientras salía de allí.

-Adiós –oí que decía.

Estaba ansioso por volver a conducir el jaguar, era totalmente increíble la energía que gastaba mientras conducía aquella belleza.

Milagrosamente, había parado de llover. Salí corriendo hacia el aparcamiento y vi a los miembros de aquella familia a la que Isabella pertenecía, caminar hasta el increíble descapotable de antes. Pude comprobar que la benjamína no se encontraba entre ellos. Caminé hasta mi jaguar sin quitarles un ojo de encima. Realmente, me costaba asimilar que mi Isabella se hubiese comportado así. Su familia era realmente extraña, pero aquel sentimiento se ahogaba nada más verlos andar o hablar. Me introduje dentro del automóvil y arranqué a toda velocidad. Necesitaba pensar. Por lo que decidí ir a un sitio que, supuestamente, sólo conocía yo. Era un prado a las afueras del pueblo. Cuando iba a Forks, me gustaba ir por el monte de caminata, por lo que había encontrado muchos sitios en los que me relajaba. Esme nunca se había preocupado por ello, sabía que yo podía defenderme. Aún así, ella se alarmaba cuando llegaba tarde después de alguna caminata. Forks es un pueblo alejado de la mano de Dios, y está perdido entre montañas "infestadas" de osos pardos.

Tomé la 101 hacia el norte y conduje hasta llegar a donde se acababa el asfalto.

Este prado era mi favorito, pero era, muy a mi pesar, al que más costaba llegar.

Además, no había senda, había que ir campo a través. Corriendo, costaba llegar unas dos horas...pero andando eran cuatro. A pesar de ello y como me había empeñado en ir, bajé del coche y me puse a caminar. Los árboles, los arbustos, TODO era verde. Me gustaban esos paisajes, especialmente los de Forks. Pero no era capaz de sobrevivir en un pueblo en el que siempre llovía.

Por fin, y con dos horas de caminata, llegué hasta el prado ansiado. Todo seguía igual que la última vez que lo había visto, a excepción de que habían aparecido dos o tres árboles con flores a sus pies, en medio de aquella maravilla

Avancé hasta uno de ellos y me senté entre sus raíces.

De repente, la imagen de frustración de Isabella al verme apareció en mi mente.

Suspiré.

Pensar en la forma en que me miraba me deprimía, y no tenía por qué, porque no tenía ni quería tener ninguna relación con esa chica. Intenté apartarla de mis pensamientos, pero fue en vano, su imagen recorría mi mente como si de un delito se tratara.

Su pelo ondulado cayendo por sus delicados hombros, su piel pálida a juego con el color de su cabello. Era una delicia. Pero no la amaba, ni siquiera pensaba de esa forma especial en ella. La veía como una pesadilla de la que no se puede escapar.

Entonces, empezó a llover a cántaros, y me vi obligado a correr monte abajo con el agua calando mis huesos. Conduje hasta la casa y cuando entré me di cuenta de que Esme aún no había llegado de Washington. Hice los deberes de aquel día, e intenté urdir un plan para no aburrirme tanto en clase.

A eso de las doce, la puerta de la casa se abrió. Estaba viendo la tele mientras comía un trozo de pizza pedida a domicilio.

-Buenas noches Edward –me saludó mientras me besaba en la frente.

-Hola mamá –respondí levantándome del sofá.

-¿Qué tal ha ido tu primer día? –me preguntó al tiempo que colgaba su chaqueta empapada en el perchero.

-Esto...-dudaba entre mentirle o revelarle la verdad- Muy bien, he conocido a gente muy simpática.

"Y a otra muy borde" pensé para mis adentros.

-Me alegro –sonrió.

-Bueno mamá, me voy a dormir –me despedí mientras le besaba en la mejilla.

-Que duermas bien Edward –se despidió ella.

Subí a mi cuarto y me tumbé en la cama. Estaba muerto, las experiencias de ese día me habían dejado sin batería las pilas, por lo que me dormí nada más caer en la cama.