Prólogo.

Cuándo Regulus Black fijó la mirada en la mesa de Gryffindor aquel 31 de Octubre de 1977 no supo que se estaba metiendo en un laberinto de problemas, no supo que estaba empezando un juego que no tenía solución positiva, no supo que estaba dando rienda suelta a una larga lista de terribles posibilidades. Y no supo que ese había sido el inicio de sus problemas, aun cuándo unos ojos de color miel lo miraron de vuelta con soltura y un brillo risueño que contrastaban con la frialdad y elegancia que despedían los de él.

El menor de los Black siempre se había jactado de tener todo bajo control, siempre mantenía aquella arrogancia característica, aquella chulería particular y aquella serenidad que lograba calmar al más temible león con tan solo mirarlo. Siempre había tratado de mantenerse sereno, de analizar antes de cuestionar, de pensar antes de hablar, porque nada se salía de sus manos.

No.

Regulus Black no perdía el control. No había cosa que no supiera con tan sólo echar un vistazo, no había situación que lo hiciera desesperarse en busca de una explicación o solución, no existía cosa o persona que lo hieran interesarse más allá de lo que sus ojos veían. O al menos eso creía.

Desde el momento en que posó su mirada en ella, se apresuró a pensar que era una chica cualquier como otra, saco la conclusión de lo único que la hacía especial era su extremada torpeza, o su estúpido tono de voz dulce y aniñado. Se había precipitado, porque durante todo ese tiempo ni si quiera se había fijado en ella, y en el momento en que puso su mirada en la rubia, todo su mundo se había volteado, todo parecía volverse en su contra y todo absolutamente todo dejaba de estar controlado.

Lo sacaba de los nervios, lo hacía sentirse confundido y un idiota, hacía que tensase la mandíbula con tan solo verla a unos metros de él, le molestaba que nunca se quedara quieta o hiciese lo que él le dijera. Le molestaba su sonrisa que dejaba entre ver felicidad aunque los momentos fueran asquerosos, su risa que se escuchaba a metros pero sin sonar escandalosa, sus ojos que contenían aquel brillo risueño que compartía con su hermano, aquel brillo que él no poseía.

Dorcas Meadowes había penetrado su mundo. Lo había hecho aun cuando Regulus ni si quiera se había dado cuenta, lo había hecho cuando el muchacho insistía en que él seguía teniendo el control.

Lo había hecho y lo había permitido.

No sabía que era lo que más le molestaba, si la estúpida actitud infantil que tomaba, si su sonrisa coqueta o su mirada risueña, si su optimismo o su curiosidad innata. No sabía y no había pretendido averiguarlo.

Regulus Black nunca supo en que momento había perdido el control, nunca supo si había sido desde el momento en que se fijó en ella o desde que sintió aquellos ojos color miel en él.

Y tampoco supo que desde aquel momento, en el que sus miradas se cruzaron con decisión en el banquete de Halloween de 1976, había perdido completamente el control de su vida y todo gracias a Dorcas Meadowes.