CAPÍTULO I
Vuelta a la Realidad
El viento azotaba sus cabellos, que normalmente reposaban sobre sus hombros y espalda, haciendo que no pudiera ver absolutamente nada. Levantó sus manos y trató inútilmente de retirarlos de su cara. Debería habérmelos recogido hoy, pensó Candy con fastidio, sacándose un mechón de pelo de la boca. Suspirando, se levantó y cerró la ventanilla del tren. Ya falta menos para llegar a Chicago. Chicago....Esta ciudad evocaba dulces y trágicos recuerdos a la vez en un corazón duramente maltratado por los avatares de la vida, acorazado a fuerza de grandes golpes, herido en su parte más íntima y personal.
Apretó su nariz contra la ventanilla del vagón. Su mente voló hacia el Hogar de Pony, al calor de unos brazos maternales que la consolaban siempre que lo necesitaba, a deseos infantiles. Estos días de reposo habían sido como un bálsamo para ella una suave brisa en el huracán que era su vida. Pero como todo lo bueno tiene un final, Candy debía abandonar la dulce compañía de sus "madres" para tomar las riendas de la familia Andley. Y esto la asustaba en gran manera. Era una chica sencilla, bien educada, que no gustaba de grandes reuniones. Y ahora debía ponerse al frente de una familia adinerada, de gran arraigo...pero que no la quería.
- ¿La molesto, señorita? ¿Está libre este asiento?
Una anciana señora distrajo los pensamientos de Candy.
- Sí, por supuesto que está libre. Puede sentarse, si lo desea.
- Muchas gracias. ¿Hacia dónde va usted?
- A Chicago- repuso lacónicamente.
- Yo también voy allá. Mi nieto más joven acaba de tener un niño ¿Se lo imagina? ¡Me acaba de hacer bisabuela!
- Enhorabuena...
"Bueno, por lo menos sé que me esperan Annie, Archie y los gemelos". Candy sonrió al pensar en los pequeños Stear y Anthony. Recordó el anuncio del embarazo de Annie, al mes de haber contraído matrimonio con Archie. Había sido toda una sorpresa, pero la alegría fue mayor cuando averiguaron que no venía uno, sino dos bebés... Y el pequeño homenaje que habían hecho al ponerles los nombres de sus dos queridos familiares desaparecidos había hecho arrancar lágrimas de emoción de los ojos de Candy. Stear y Anthony eran la debilidad de Candy...y de Albert. Pero éste no estaba con ella para verlos...
Suspiró. "También está Adam. Es una suerte que haya podido convencerlo para que se venga a trabajar conmigo. No sé lo que haría sin él".
Se tocó el bolsillo derecho de su vestido, sintiendo la presencia reconfortante de la pequeña nota que Adam le había enviado a México. Lentamente, la sacó, la desplegó y volvió a leerla una vez más.
Querida Candy,
Directora del recién inaugurado hospital de Saint Albert:
Tenías toda la razón. ¡Chicago puede llegar a ser un sitio maravilloso! Yo ya me he recorrido todos los sitios que me recomendaste que visitara en mi tiempo libre, y no me canso de verlos. ¡Hay tanto por descubrir! Pero no te creas, que he descuidado la misión que me trajo hasta esta ciudad. En absoluto. Todos los días voy al hospital para cumplir con mi jornada laboral. Está perfectamente equipado con todos los adelantos técnicos y médicos que existen hasta ahora. ¡Incluso tiene teléfono!
Cambiando de tema, me he instalado donde tú me dijiste, en el edificio donde habitaste durante un tiempo. Está casi vacío. Tan sólo somos dos vecinos en total, y mi departamento está justo al lado del que tú ocupaste... que por cierto, aun se, encuentra, libre.
¿Cómo están mis queridos enfermos? ¿Ha mejorado Lupita de su catarro? ¡Oh, Candy, espero que estés pronto aquí y me lo puedas contar de viva voz! La verdad es que extraño mucho aquellos sitios y aquella gente, pero prometí ayudarte durante algún tiempo...y tú sabes que yo cumplo mis promesas.
Afectuosamente tuyo,
Doctor Adam E. Martín.
Jefe médico del Hospital Saint Albert, Chicago.
PD: he encontrado cerca de casa una tienda que acaba de abrir y que estoy seguro de que te va a gustar. Es una pastelería..."
¡Una pastelería! Adam conocía bien la debilidad de Candy por los dulces, y gustaba de hacerla de rabiar cuando tenía ocasión de ello. Miró hacia la ventana.
"Ya falta poco para llegar..."
- ¿Cómo dice? Oh, disculpe, no la estaba escuchando.
- Le preguntaba que si se dirige a Chicago para ver a su familia.
-Pues...podría decirse que sí. Pero también debo hacerme cargo de.... ¡hum!...digamos... del negocio familiar.
- ¿A qué de dedica su familia?
Candy se lo pensó bien antes de contestar. No estaba muy segura de a qué se dedicaba realmente la familia Andley...
- A la banca - "o por lo menos, eso creo", concluyó en silencio, sin que la anciana pudiera oírla.
"Parece joven, casi una adolescente, pero ya lleva luto", pensó para sí la mujer, lanzando una mirada hacia el bien cortado vestido de lanilla negra de la muchacha. Éste tenía como único adorno un pequeño broche dorado en forma de águila con las alas abiertas a la altura del corazón. Un abrigo largo del mismo color reposaba sobre su regazo, junto con unos guantes de piel. Una bufanda de seda blanca envolvía la garganta de la joven, haciendo parecer su cuello alto y estilizado. Sobre su cabeza, había un pequeño sombrero plano, adornado con tres pequeñas plumas blancas. "¿Cuántos años podría tener? A lo sumo, unos 21, parece casi una niña. Tiene la piel fina y blanca como la porcelana, y de niña parece haber tenido pecas. Y además posee los ojos más verdes que haya visto en mi vida. Resultaría realmente bonita sin ese horrible luto"
-¿No es maravilloso poder reunirse otra vez con toda su familia?
Sí - repuso Candy - " menos cuando tu familia no te quiere...", pensó, perdiendo su mirada en el verde paisaje de la ventanilla.
Los ojos sabios y cansados de la noble anciana vieron algo en el rostro de Candy que no supo a qué achacarlo: era una expresión de miedo y soledad, miedo a lo que el tren la acercaba poco a poco y soledad como única compañía para superarlo. Y en lo más profundo de su corazón sintió compasión por aquella figurilla enlutada que se hallaba sentada enfrente a ella en aquel solitario vagón.
La gente volvió la cabeza para ver a la dama que se bajaba en esos momentos del tren, con la única compañía de una maleta. Muchos se preguntaron para sí mismos quién sería aquella señora con distinguido porte y semblante triste que parecía tan perdida en el andén aquella fría tarde de enero... La joven apretaba con una de sus manos un pequeño crucifijo que llevaba al cuello.
- ¡Señora Andley! ¡Señora Andley! - Candy se volvió para ver quién la llamaba. Sonrió al ver la masculina figura que trataba de abrirse paso a través de la multitud...
- ¡George! - dijo Candy mientras le hacía señales con la mano para indicarle dónde estaba. Éste se acercó rápidamente hacia ella.
- ¡Qué alegría de verla otra vez, señora! - dijo George sinceramente. Siempre había considerado a Candy como una gran persona, y aunque la había visto varias veces desde su partida, no podía evitar extrañarla. Pero esta vez era diferente, regresaba con la firme intención de quedarse entre ellos.
- Yo también me alegro de verle, de verdad...
- He venido para llevarla a casa. Ya he dado órdenes para que recojan el resto de su equipaje. Si hace el favor de acompañarme hasta el coche...
- Si, por supuesto.
Cuando llegaron al vehículo, dos mozos estaban acabando de cargar el equipaje de Candy en el maletero. George abrió la portezuela del coche y Candy se instaló al lado del conductor. Puso el motor en marcha y lentamente se alejaron de la estación.
Candy miró a su alrededor con curiosidad. Hacía ya mucho tiempo que no visitaba Chicago, y la ciudad apenas había cambiado. Aquí y allá se extendían mercadillos donde los agricultores de los pueblos cercanos ofrecían sus coloristas mercancías a grandes voces: puestos de flores, naranjas, manzanas, verdura. La gente se agolpaba alrededor comprando todo lo necesario para pasar una fría velada al lado del fuego. Aspiró aire profundamente. El delicioso olor de la comida le estaba abriendo el apetito. Se sonrojó cuando sintió a su estómago reclamando su ración diaria de alimento. George fingió no oírlo, pero sonrió.
- Tranquilícese señora, que muy pronto llegaremos a la casa. Todos le están esperando... incluyendo a la señorita Patty.
- ¡Patty! ¡Patty está aquí! - los ojos de Candy se abrieron de par en par.
- Así es, señora. Ha decidido quedarse un tiempo entre nosotros para estudiar. Quiere ser enfermera, como usted.
- Me alegro mucho por ella. Creo que puede llegar a ser una buena enfermera.
- ¿Y qué me cuenta de usted, señora? ¿Qué ha hecho durante todo este tiempo?
- Pues... he aprendido muchas cosas. He estado estudiando en profundidad el uso de prótesis artificiales, y perfeccionando varios modelos.
George se sorprendió.
- ¿Y eso a qué es debido?
- A la guerra. Esta maldita guerra ha hecho que muchos de los soldados que sobreviven regresan a sus casas habiendo perdido un brazo, una mano, una pierna, ¡incluso las dos! A la desgracia de haber perdido uno de sus miembros, tienen que sumar que ya no pueden ayudar a sus familias, e incluso al final, resultan ser una carga para ellos porque no pueden valerse. Me gustaría poder ayudarlos de alguna manera, y ésta es la única que conozco.
- Comprendo.
- ¡Pero no crea que sólo me he dedicado a estudiar! También he estado intentando mejorar mi forma de tocar la gaita...
- ¿De verdad, señora? Recuerdo bien la última vez que la escuche - contestó George con una mueca traviesa - ¿Y ha conseguido mejorar?
- Creo que no - dijo Candy con una tímida sonrisa - aún sigue sonando como "un saco de grillos...".
El automóvil estaba llegando a los límites de la ciudad. Tomaron el desvío hacia la gran Mansión Andley. A lo lejos, se podían divisar los altos tejados que coronaban la casa.
- También he aprendido a conducir mi propio coche...
- ¿Eso significa que ya no me necesita más como chofer?
- ¡Oh, no, por Dios que no! No me interprete mal. Pero me gusta sentirme un poquito más independiente.
El vehículo tomo una última curva, y de repente, ante ellos, surgió entre la arboleda la gran mole de piedra gris que era la mansión de los Andley. Sus torres se erguían orgullosas hacia el cielo, desafiando la gravedad y al paso del tiempo. Se detuvieron ante la verja.
- Hemos llegado a casa, señora.
- Sí...
Durante un momento, Candy dudó. ¿Había hecho bien en venir, o debería haberse quedado en México trabajando durante más tiempo? De repente, a lo lejos aparecieron tres figuritas que la llamaban.
- ¡Candy!
- ¡Candy!
- ¡Archie! ¡Annie! ¡Patty!
Candy saltó del coche y empezó a correr hacia ellos. ¡Después de todo, ellos eran su familia, y estaba en casa otra vez!
- ¡Candy! ¡Creo que es mi deber recordarte que una dama no se duerme en la mesa, durante la cena!
El áspero tono de voz de la tía abuela Elroy hizo que Candy se enderezase súbitamente en su silla. Una de sus manos tropezó contra la tallada copa de cristal, haciendo que reventase en mil pedazos contra el frío suelo de mármol. Encogiéndose de hombros y con cara de resignación, se agachó para recogerlos.
- Pero, ¿qué haces? Te tengo dicho mil veces que para recoger las cosas de la mesa y el suelo a tenemos a las doncellas. ¡Niña, estate quieta!
Al levantarse sobresaltada, se golpeó la cabeza contra la parte inferior de la mesa. Una mala forma de despertarse, pensó, mientras se frotaba la zona dolorida con la mano izquierda, en un gesto infantil. Se oyó una risita sofocada al otro extremo de la mesa. Archie se limpiaba delicadamente la boca con una servilleta, pero sus ojos no engañaban. Le encantaba ver furiosa a la tía. Annie y Patty se miraban mutuamente, tratando ambas de contener la carcajada.
- L.........lo siento, tía. El viaje ha sido largo y me encuentro cansada.
- Ya sabes, querida tía, que Candy nunca ha tenido modales para sentarse a la mesa. Recuerda que antes de que los Andley la adoptaran, dormía en el establo de los caballos.
Elisa pronunció estas palabras con un tono maligno, que se había mantenido callada hasta ese momento. A su lado se hallaba su marido, Stuart Richardson, tan enamorado de su mujer que hacía caso omiso a los comentarios que circulaban por todo Chicago acerca de la ligera vida social de su esposa... y de sus relaciones extramatrimoniales. Elisa utilizaba a los hombres a su antojo, los manejaba, y cuando se cansaba, los abandonaba, como su se tratasen de viejos juguetes rotos. Y eso eran para ella: juguetes de una niña caprichosa que deseaba todo lo que tuvieran los demás. Le gustaba ser el centro de atención de todas las fiestas, y que los caballeros se volviesen locos ante sus encantos.
- Querida Elisa, prefiero no tener modales a... tener extraños en mi cama – pronunció Candy lentamente, midiendo sus palabras, levantando el rostro hacia ella.
Los marrones ojos de Elisa se encendieron, y su rostro se volvió negro a causa de la rabia. No pronunció una sola palabra durante el resto de la noche. Candy miró hacia donde estaba Neil. Este parecía estar completamente borracho, y se apoyaba torpemente en la mesa. "No ha conseguido superar el fracaso de saberse rechazado por ti", le habían comentado. "Desde entonces, su afición a la bebida ha ido creciendo, hasta convertirse en lo que ves ahora". ¡Pobre hombre!
A la tía Elroy no le había gustado que Candy hubiera vuelto a la casa familiar. Nunca había aprobado su matrimonio con Albert, y así se lo había hecho saber a éste. Una persona sin pasado, proveniente de un orfanato, nunca podría ser una buena influencia para la familia, y menos para ser la esposa del cabeza de familia y poseedora de la fortuna de los Andley. Pero Albert había hecho caso omiso a sus palabras, poseído por una extraña vehemencia y un irrefrenable deseo de hacerla su compañera de por vida. Por suerte, habían decidido marcharse a vivir unos años a México, a un pequeño hospital. Por lo menos, allí Candy no sería criticada por el resto de la alta sociedad de la ciudad. Cuando habían aprobado la construcción de un hospital benéfico, había temblado de la cabeza a los pies. Candy metía unas ideas muy extrañas en la cabeza de Albert. ¡Un hospital benéfico! Una persona que administra una fortuna como la de los Andley no debería preocuparse por los problemas de la gente sin dinero, sino tratar de conservar y aumentar aún más el patrimonio familiar. Pero no había regresado a Chicago. Y luego... El accidente que habían sufrido había devuelto a Candy a un doloroso primer plano. La muerte de Albert había hecho pasar a Candy de ser la esposa del cabeza de familia a ser la misma cabeza de familia. ¡Una huérfana, una simple hospiciana! Una persona que ni siquiera había podido darle un heredero a los Andley regía ahora el destino de todos.
Pero la tía no veía más allá de su propio dolor y orgullo herido. No había tomado en consideración el aborto que Candy había sufrido a causa del fuerte golpe, ni los duros momentos que tuvo que vivir durante los funerales. Aquella imagen vestida de negro, sostenida a duras penas por Patty y Annie sólo consiguió acrecentar más el odio y rencor que sentía hacia ella.
Y ahora, dos años después, había vuelto, para ponerse al frente del recién inaugurado hospital. Eso significaba también que se colocaría al frente de los negocios familiares.....
La tía Elroy miró a hacia Candy, que se hallaba sentada al otro extremo de la mesa, sonriendo a la doncella mientras ayudaba a recoger los cristales rotos. Ya no era una niña, era una mujer con un enérgico carácter, alta y esbelta, poseedora de una extraña belleza, que hacía que tanto las miradas de los hombres como la de las mujeres se desviasen hacia ellas, las primeras por puro deseo y las segundas por envidia. Una especie de gracia innata emanaba de ella, La tía sabía que incluso vestida de luto, Candy conseguía ser el centro de atención de todas las reuniones.
A pesar de haber estado casada con Albert, no había podido aprender buenos
Modales. Comía como una criada, dejando los platos completamente limpios, y no
Vestía correctamente. Habrá que pensar en rehacerle todo su guardarropa. Una viuda de su posición no debe vestirse de esta manera, pensó, criticando el sencillo vestido de lana negra que Candy llevaba puesto.
- Con su permiso, tía, me retiro a descansar. Hoy ha sido un día muy ajetreado.
Se levantó sin esperar a que el criado le retirara la silla, haciendo que la cara de la tía se contrajera con un gesto de disgusto. Sin esperar contestación, salió del comedor tan rápidamente como sus piernas se lo permitieron. Cuando las grandes puertas de la sala se cerraron tras ella, corrió rápidamente hacia las seguras paredes de su dormitorio. Allí podría llorar a gusto sin que nadie la molestase.
- ¿Podemos pasar, Candy? Una tímida vocecilla surgió del otro lado de la puerta.
- Sí, por supuesto.
Candy se hallaba deshaciendo su maleta. Archie, Annie y Patty entraron en la habitación y entornaron la puerta. Una pícara mirada brillaba en los ojos de los tres.
- Queremos darte las gracias por los regalos.
- Además, hay alguien que está deseando verte...
Archie abrió la puerta, y de repente, un torbellino en forma de niñitos de dos años entró a grandes gritos en la habitación.
- ¡Tía Candy!
Se abalanzaron ambos a la vez hacia el cuello de ésta, haciendo que los tres acabaran cayendo sobre la cama.
- ¡Bueno, basta ya!- dijo Candy riéndose, alzando la voz entre sus gritos - ¡Yo también me alegro de verlos!
La feliz agitación no acabó hasta que Maggie, la institutriz encargada de los niños se los llevó, a rastras y entre pataletas, a su habitación. Candy se sentó en el borde de la cama. "Son increíbles", pensó, mientras se apagaban sus voces por el pasillo. Annie y Patty se sentaron a su lado, mientras Archie tomaba una silla, la volteaba y hacía lo mismo enfrente de las 3 mujeres.
- Estamos muy felices de tenerte otra vez entre nosotros Candy.
- Gracias.
- Pero, cuéntanos. ¿Qué tal tu trabajo allá en México?
- Muy bueno. Últimamente hemos estado trabajando en un pequeño pueblecito en una zona montañosa, llamado Renacer de la Sierra. Había mucho por hacer y pocas manos para ayudar, pero conseguimos salir adelante.
- ¡Qué nombre tan poético para un pueblo!- exclamó Patty.
- "¿Hemos?"- preguntó Annie.
- Si... Adam y yo.
Annie recordó en ese momento al doctor Martín. Lo había visto sólo en un par de ocasiones: la primera en una fugaz visita que habían hecho a Candy en México, y la segunda, cuando se celebraron los funerales de Albert, pero se había quedado muy impresionada. Adam era un chico alto, el más alto que ella hubiese conocido hasta ahora. Tenía el cabello de un rubio dorado, semejante al color del trigo en un día de verano, y unos grandes ojos azul grisáceo que miraban siempre con franca curiosidad.
De suaves maneras y agradable trato, había sido el apoyo moral de Candy durante varios años, antes y después de la muerte de Albert. Destinado en el mismo hospital que el matrimonio, había sido un gran amigo de ambos, y un consuelo para la joven cuando ésta decidió volver por un tiempo a la zona montañosa mexicana. Annie sabía que entre enfermera y doctor existía una fuerte corriente de simpatía...
- ¿Y dónde está Adam ahora?
- Se ha venido conmigo. En la actualidad, es el médico jefe de mi hospital. Pero él ha llegado antes que yo, con dos semanas de antelación, para poder buscarse casa e instalarse.
Candy se fijó en la expresión de su amiga de la infancia. Con la punta de los dedos, dio una suave palmadita en la frente de Annie.
-¡Annie! Conozco muy bien esa mirada tuya. No trates de jugar a la casamentera conmigo. Sabes de sobra que Adam y yo somos muy buenos amigos, pero nada más. Es como si...como si fuéramos hermanos. Además, no tengo intención alguna de volver a casarme.
- No digas eso. No sabes lo que te espera en un futuro. Tal vez un día encuentres a alguien que...- habló Archie por vez primera.
- No, Archie, es cierto. Me siento demasiado cansada como para afrontar una nueva relación. - le interrumpió Candy.
Archie miró los profundos y líquidos ojos verdes de Candy y comprendió que decía la verdad. No había conseguido olvidar a Albert... como él tampoco había conseguido olvidar del todo el amor que una vez había sentido hacia ella, y había ocultado, como hombre de honor que era, en un rinconcito de su corazón. Por un momento pensó si habría superado también la pérdida de Terry... Quizá Adam pudiera ser la cura de sus heridas.
Se despidieron de ella, abandonando la habitación y dejando a Candy sola con sus pensamientos. Se dirigió a la ventana y se asomó. Fuera, los débiles rayos de la luna iluminaban las fantasmalmente las estatuas del jardín, como si fueran seres salidos de una pesadilla.
"Es cierto, no quiero volver a casarme. He perdido a Albert y no podría soportar la pena de poder perder a otra persona". De un oscuro rincón de su memoria surgió el nombre de Terry." ¡Terry!", sonrió nerviosamente, "a Terry lo perdí dos veces, una en Londres, y otra... de la otra es mejor no acordarse". Su recuerdo había quedado marcado en su piel, como una llaga abierta que a Candy le había costado mucho tiempo cicatrizar.
Silenciosamente, se quitó sus ropas, se enfundó en su camisón y se acostó. Aunque el amor de Albert había disipado al fin el recuerdo de Terry, Candy se preguntaba en algunas ocasiones si le había dolido más la pérdida de Albert o la de Terry. Cruelmente, siempre llegaba a la misma conclusión: ambas pérdidas le dolían lo mismo.
