Nota: Este fic constituye una continuación directa de la última temporada del animé (Slayers Evolution-R) Los personajes involucrados en la historia (salvo los creados por mí) no me pertenecen, son todos propiedad de Hajime Kanzaka. Hago esto sin fines de lucro, solo para entretener. Sin más, disfruten del fic.


Capítulo 1:

En algún lugar de las Montañas de Kataart, Amel se arrastró dificultosamente por el suelo pedregoso. Sus heridas sangraban profusamente y le costaba mantener la conciencia. Se detuvo durante unos instantes, atónito por el dolor que sentía. Era la primera vez en su larga existencia que experimentaba el dolor humano...y era terrible...

Eso era algo que no debía sucederle a él, algo que jamás debería haberle sucedido.

Haciendo un gran esfuerzo se arrastró un poco más, tratando de ignorar el dolor.

- ¡Malditos sean todos en los infiernos por lo que me han hecho! – murmuró furiosamente.

Levantando su mano para apoyarla en la pared de roca, intentó incorporarse, pero cayó al suelo de rodillas. No solo era el insoportable dolor que sentía en sus heridas lo que convertía el avance en un suplicio, sino que también le costaba horrores moverse en ese cuerpo. Sabía que a su alma inmortal le costaría un enorme esfuerzo adaptarse, si sobrevivía, a ese montón de carne y huesos en el que se encontraba preso ahora.

Haciendo gala de la increíble fuerza de voluntad que lo había mantenido vivo hasta ese momento, se incorporó y avanzo unos pasos, tambaleándose. A pesar de la situación en la que se encontraba, una extraña comprensión de las cosas comenzaba a formarse en su mente. No tardó en darse cuenta de que su decisión ya estaba tomada: no importaba lo mucho que costara, él sobreviviría.

Si...sobreviviría y obtendría, tarde o temprano, su venganza.

Viviría solo para ello.

Sintiendo la furia agigantarse en su interior, se percató de que la energía propia de su alma inmortal comenzaba a hacerse cada vez más latente. Apretando su puño hasta el punto de hacerse daño, lanzó un feroz golpe hacia la pared pétrea en la que se había estado apoyando. La piedra explotó en mil pedazos; la fuerza del impacto fue tal que el suelo alrededor de la roca se agrietó profundamente.

Sorprendido, Amel observó su puño durante unos instantes. Olvidando el dolor, una sonrisa comenzó a dibujarse lentamente en su rostro, hasta que, sin poder evitarlo, rompió a reír cruelmente. Lo lograría. Dominaría completamente ese maldito cuerpo y volvería a ser tan poderoso como antes. No...incluso más que antes. Dejó de reír y, luego de limpiar la sangre que le manaba del rostro con el dorso de la mano, continuó su marcha, esta vez a paso más seguro.

Si, obtendría su venganza.


La enorme majestuosidad del océano se extendía, serena, frente a Zelgadiss. El sol brillaba en un cielo completamente despejado esa mañana, lo cual junto con las brisas favorables hacían de ese día uno perfecto para la navegación.

Había pasado más de una semana desde que el barco partiera del puerto de una pequeña ciudad más allá del Mar del Oeste , también llamado Demon Sea, el Mar del Demonio, y quedaban solo unas pocas horas más de viaje hasta que el mismo arribara en uno de los muchos puertos de la Alianza de los Pueblos Costeros. La nave en la que se encontraba no era más que un simple barco de comercio que transportaba sus mercaderías de un estado marítimo a otro, pero el capitán no tenía ninguna objeción en llevar (a cambio de unas cuantas monedas) a los viajeros eventuales que necesitaran de un aventón. Y ese era precisamente el caso de Zelgadiss; aunque por supuesto no era el único: la buena disposición del capitán había hecho que cerca de unos diez viajeros de paso más como él se encontraran rumbo al mismo destino.

Pero ninguno de ellos, de ninguna forma, tenía pensado hacer lo que él tenía en mente.

Ajustándose un poco más la capucha de su capa contra el rostro, observó distraídamente el mar. La tranquilidad de las aguas ese día le hizo pensar en la calma antes de la tormenta, teniendo en cuenta lo que se había propuesto hacer al arribar.

Zelgadiss suspiró, golpeando suavemente con los dedos la cubierta del libro que descansaba sobre sus piernas, e intentó repasar todo lo que había vivido durante su largo viaje.

Hacía casi dos años que se había separado de sus amigos, casi dos años de viajar ininterrumpidamente tanto por el interior como por el exterior de la barrera buscando algo que muy probablemente no existía…Habían pasado casi dos años desde que el alma de Rezo, encerrada en el jarrón de los infiernos, le dijera que no había ninguna cura para su maldición. Había soñado con esas terribles palabras casi todas las noches desde entonces, e incluso así, ya sin esperanzas, había decidido abandonar a sus amigos para continuar su interminable búsqueda. Una vez más, como tantas otras, había dejado atrás a las únicas personas que habían supuesto un consuelo para su amarga existencia. A Gourry, a Lina, a Ameria.

Ameria…

Zelgadiss intentó aclarar sus pensamientos y sacar a la princesa de Saillune de su mente, pero aún así, inconscientemente, acarició el amuleto que ahora volvía a colgar de su cantimplora, ese que nunca había apartado de su lado (sin que nadie lo supiera) desde la lejana batalla contra Estrella Oscura.

Realmente había habido ocasiones en las que casi había sucumbido a la idea de abandonar de una maldita vez su búsqueda y emprender el viaje de vuelta hacia Saillune... No podía ignorar que, durante los primeros meses luego de haberse separado de sus amigos, había pensado constantemente en ella. Había intentado no hacerlo, pero de repente, sin poder evitarlo, la imagen de la princesa se formaba en su mente, y eso era algo que lo hacía sentir vulnerable y deprimido. Vulnerable porque esa faceta de sus emociones le demostraba que poseía debilidades como cualquier otro mortal, algo que no le agradaba. Y deprimido porque tampoco sabía que sentir en realidad respecto de Ameria. Ella había sido la persona más cercana a él luego de su transformación, y eso era algo que apreciaba de todo corazón. Pero cualquier atisbo de llevar una vida normal (tal vez junto a ella, quien sabía…) se desvanecía al verse a sí mismo.

Un monstruo…

Pero incluso siendo ese monstruo ella le había preguntado una vez, con tristeza en los ojos, si la acompañaría a su reino. Incluso siendo ese monstruo ella le había dado su amuleto para que la recordara. Y otra vez había observado la misma tristeza en sus ojos cuando le preguntó si continuaría cuidando de ella como guardaespaldas, tras abandonar Tahforasia. Pero no había podido aceptar. Por encima del fuerte anhelo, inconsciente, de permanecer cerca de ella había prevalecido otro deseo, una frágil ilusión. La esperanza de que el conocimiento de Rezo no lo hubiese abarcado todo, de que existieran aspectos del mundo y de la magia que hubieran escapado al Monje Rojo. Y de ese modo, tras dos años de incesante viaje, creía haber encontrado algo que podría suponer una esperanza para él.

Zelgadiss había centrado su atención durante el último año en el conocimiento antiguo al que ahora, tras la destrucción de la barrera, tenía acceso. Había pasado los últimos meses estudiando la Magia Arcana, aquella que invocaba el poder de los Shinzoku, los antiguos dioses benignos. Ciertamente este era un tipo de magia en la que Rezo no podía haber profundizado demasiado, debido a la imposibilidad de viajar hacia el Mundo Exterior.

Por ello, había recorrido atentamente el lado sur de la barrera durante muchos meses. Pero el escaso conocimiento sobre magia de la gente en ese lado del mundo había dificultado su búsqueda. A esto había que sumar el hecho de que los múltiples templos que encontró en su camino tampoco le habían brindado demasiada información. Ni siquiera Philia, con todo su conocimiento sobre la magia antigua, a quien había ido a ver a su tienda de cerámicas poco después de separarse de sus amigos, había sabido decirle si existía algún tipo de conjuro arcano que pudiera devolverlo a su forma humana.

Que Philia, el último dragón dorado del Templo del Rey Dragón de Fuego, no hubiera podido darle algo de información casi lo había hecho abandonar su búsqueda. A eso tenía que sumar el hecho de que la Biblia de Claire ya no constituía una posibilidad para él, puesto que la entrada a la dimensión del desierto de las tablas había sido destruida durante la batalla con Gaav. Incluso de poder entrar (lo cual no podía hacer), debía tener en cuenta que muchas de las tablas de piedra que contenían grabado el conocimiento ancestral también habían quedado completamente destruidas. Incluso se había aventurado en las ruinas del antiguo Reino de Lethidius, en el cual se rumoreaba que el rey había reunido grandes tesoros y reliquias, pero tampoco allí había podido encontrar nada que pudiera ayudarlo...

En verdad había pensado en desistir… Pero no podía hacerlo. Sabía que aún le quedaba por recorrer las vastas ciudades que se extendían más allá del Mar del Oeste, a las cuales ahora tenía acceso. Y precisamente allí, en el último lugar al que había decidido ir, fue donde halló algo que podía llegar a convertirse en su última esperanza…

Había pasado varias semanas investigando las diferentes ciudades y templos de aquel lado del mundo. Había centrado sus expectativas en la ciudad de Thi To, dado que allí se encontraba el Templo principal de Raguladia, el Aqualord. Y justamente fue en el trayecto a esa ciudad que perdió el rumbo. Había avanzado en alguna dirección en la que no debía, puesto que la zona boscosa en la que se encontró vagando luego, no figuraba en el mapa que había adquirido poco después de arribar.

El hecho de estar perdido fue algo que no lo preocupó demasiado; le había sucedido muchas otras veces y sabía por propia experiencia que siempre había un camino, siempre había alguna salida; solo debía encontrarla. Fue así, deambulando perdido, que finalmente se topó con aquel pequeño pueblo fantasma.

Hubiera sido difícil para cualquier viajero percatarse de la existencia del pueblo, puesto que, al parecer, llevaba tanto tiempo abandonado que la vegetación del bosque lo había devorado parcialmente, haciendo difícil verlo a simple vista y un tanto más ingresar en él.

En ese poblado perdido, oculto en el bosque, fue que Zelgadiss halló las ruinas de lo que parecía ser un antiguo templo. No se diferenciaban de las muchas otras ruinas con las que se había topado a lo largo de sus interminables viajes, pero había algo de esa derruida construcción que llamó su atención. Hacía tiempo que Zelgadiss había aprendido a hacer caso a los sentidos demoníacos que su cuerpo de quimera le proporcionaban, así que no tardó mucho en decidir que debía inspeccionar el lugar.

En una primera y minuciosa revisión, no encontró nada en particular. No obstante, pronto se dio cuenta de que una serie de escombros ocultaban la entrada a lo que tenía todo el aspecto de ser una especie de sótano. Haciendo uso de su prodigiosa fuerza, no tuvo dificultades en remover los grandes bloques de piedra y, sin mucha sorpresa, observó que éstos ocultaban unas escaleras que llevaban templo abajo. Zelgadiss descendió por los escalones para comprobar, esta vez sí con asombro, que se encontraba nada más y nada menos que frente a una amplia biblioteca subterránea.

Zelgadiss se acomodó en el banco de la cubierta del barco en el cual estaba sentado y observó el libro que descansaba sobre su regazo. Había pasado días enteros revisando los textos de la biblioteca hasta que se topó con el que ahora llevaba consigo. Sonrió irónicamente. Luego de años y años de incesante búsqueda alrededor del mundo había sido en un pequeño pueblo perdido en un bosque cualquiera, un lugar en el que nadie esperaría hallar nada de valor, donde había encontrado lo que por fin parecía ser una pista.

Se trataba de un libro muy antiguo, de muchas hojas, y estaba escrito en una lengua que muchas personas no podrían leer. Pero él, que había sido educado por el mismísimo Rezo y que tenía sobre sus hombros la experiencia de años de aventuras, viajes y batallas, si podía hacerlo. El texto parecía ser una especie de introducción a la Magia Arcana, anterior al levantamiento de la gran barrera. Eso le hizo preguntarse cuantas generaciones habían transcurrido desde que el texto original fuera escrito, y cuantas veces este había sido copiado y vuelto a copiar hasta llegar al ejemplar que él tenía en sus manos en ese momento, el cual ya de por si parecía sumamente antiguo. El contenido básico del texto se centraba en descripciones de varios hechizos, pero ninguno que pudiera solucionar su problema. No obstante, lo que hacía tan interesante a ese libro se encontraba escrito en sus últimas páginas.

La parte final del libro hablaba sobre un misterioso templo que había sido construido hacía más de mil años (precisamente, antes del levantamiento de la barrera) nada más y nada menos que en el centro del mismísimo Desierto de la Destrucción. Eso había sorprendido mucho a Zelgadiss. Prácticamente nada se sabía sobre ese desierto, y el libro aseguraba que en él se escondía un templo que había servido como sede a generaciones de sabios y eruditos volcados al estudio de la magia antigua, apartados del resto de la civilización para mantenerse puros y centrados en la búsqueda de la sabiduría.

De acuerdo a la información que el libro le ofrecía, ese antiguo templo constituía una verdadera fuente del conocimiento sobre la magia que se sirve del poder de los dioses. Eso despertó las apagadas esperanzas que Zelgadiss aún conservaba. Si la Magia Arcana, tan poco conocida, de verdad poseía algún conjuro capaz de devolverle su cuerpo humano, el lugar para corroborarlo era precisamente ese templo.

En realidad, Zelgadiss no quería reconocer que esa era la última esperanza que tenía, con la cual se había topado por casualidad. Prácticamente ya había recorrido todo el mundo conocido en busca de una cura y esta era la primera vez en mucho tiempo que se encontraba con algo así. No tenía nada que perder. Debía intentarlo. Aunque ello supusiera adentrarse en un territorio que nadie conocía. Se trataba de emprender ese último viaje o resignarse a vivir para siempre como un monstruo. Y eso era algo que no iba a aceptar.

No, no lo aceptaría…

El capitán, un hombre regordete, de rostro ancho y humorístico con una espesa barba, se asomó a la cubierta anunciando con voz fuerte que fueran alistando sus pertenencias ya que en breve arribarían al puerto.

Zelgadiss lo observó perezosamente y luego desvió su vista hacia el mar. No demasiado lejos se avistaba la costa. El navío se detendría en el puerto del pequeño país de Ilmard, un ducado perteneciente a la Alianza de los Pueblos Costeros. Había escogido viajar en el barco en el que se encontraba, desde el otro lado del Mar del Oeste, por dos simples razones. En primer lugar, no tardaría mucho en llegar desde Ilmard a la rica república de Ruvinagardo, donde se aseguraría de conseguir las provisiones y demás elementos necesarios para llevar a cabo su difícil empresa. Y en segundo lugar, la Alianza de los pueblos Costeros limitaba en su extremo sur directamente con el Desierto de la Destrucción, y desde allí pensaba ingresar al mismo…

El barco avanzó surcando las frías y claras aguas. En pocos minutos ingresarían al puerto de Ilmard. Los numerosos marineros y los pocos viajeros que habían subido al barco junto con él comenzaron a preparar sus pertenencias, ansiosos por pisar tierra firme después de una larga semana de viajar por el océano. Zelgadiss se incorporó lentamente, estirando sus piernas, y observó desinteresadamente a la gente que pululaba por la cubierta, alistándose.

Fue en ese momento que sus ojos se toparon con alguien a quien no creía haber visto antes en el barco. Zelgadiss frunció el ceño. ¿Cómo no se había percatado antes de un sujeto como ese?

El hombre, más bien un muchacho no mucho mayor que él, se encontraba sentado directamente en el suelo de la cubierta, apoyado contra unas cajas de carga. Estaba vestido con un traje similar al que Zelgadiss solía llevar, pero completamente negro y sin ninguna joya o amuleto distintivo; a su vez una larga capa con capucha (la cual no llevaba puesta) se extendía a sus espaldas. El cabello era largo hasta los hombros, lacio, y tan negro como sus ropas. Todo ello contrastaba considerablemente con la palidez de su rostro, en el cual una fina cicatriz se extendía, cruzando su ojo izquierdo, desde el extremo superior de la ceja hasta por debajo del parpado inferior. Pero lo que más llamó la atención a Zelgadiss fue la espada que el muchacho llevaba consigo: Larga, delgada y con una hoja, oculta en su funda, de pronunciada curvatura. Era similar en su forma a una cimitarra, pero Zelgadiss sabía que se trataba de una espada diferente. A su vez el diseño de la empuñadura, alargado y con pequeños adornos dorados en forma de rombo, era particular y al mismo tiempo elegante. Tenía todo el aspecto de ser mucho más liviana y veloz que las pesadas espadas convencionales. Zelgadiss esbozó una media sonrisa: era evidente que se trataba de un arma diseñada para cercenar y cortar con suma precisión, no para atravesar.

Estaba tan absorto estudiando esa extraña espada que no se percató de que el muchacho había levantado la vista, consciente de que lo observaban. Sus miradas se encontraron durante un segundo y entonces Zelgadiss sufrió un repentino escalofrío: los ojos de ese sujeto, azules y helados como el hielo, a pesar de que no expresaban la más mínima emoción, resultaban sombríamente amenazadores. Tenían en su inexpresividad un aire de crueldad que lo sobresaltó. Estaba seguro de que había visto una mirada similar antes…pero no supo decir cuando. Se dio cuenta, muy sorprendido, de que estaba paralizado y con sus sentidos demoníacos alerta.

En ese momento, de repente, los tripulantes se amontonaron junto a él, rumbo a la rampa de descenso, charlando alegremente y cubriendo su visión: habían llegado a destino. El barco ancló firmemente y todos se aprontaron a descender al puerto. Zelgadiss se quedó inmóvil, mientras la gente pasaba atropelladamente a su lado. Cuando nuevamente pudo mirar hacia adelante se percató de que el sujeto había desaparecido. Miró en dirección a la gente que descendía del barco pero tampoco pudo localizarlo. El puerto hervía de actividad esa mañana, cargado de gente que iba y venía transportando diferentes mercaderías desde los barcos, por lo cual resultaba imposible identificar a alguien en particular entre toda esa muchedumbre.

Confundido, descendió lentamente del barco, cubriéndose lo mejor que pudo el rostro con su capucha, y preguntó al capitán, que se hallaba a unos pasos de él:

- Oiga, ¿podría decirme quien era el tipo ese de negro con la espada? No lo había visto en todo el viaje.

El capitán lo observó bonachonamente y contestó:

-Oh, estuvo toda la semana encerrado en el camarote que le asigné, solo hoy salió. Solamente puedo decirte que es un hombre de pocas palabras y que no tiene problemas a la hora de desembarazarse de sus monedas – concluyó el capitán con un brillo en los ojos.

Zelgadiss lo observó fríamente y se dio la vuelta, alejándose a paso lento.

-¡Fue un placer llevarte en mi barco extraño muchacho! – Gritó el capitán – ¡Acuérdate de mí para futuros viajes!

Zelgadiss se alejó sin prestarle atención, abriéndose paso entre la mucha gente que ofrecía sus mercaderías en el puerto y los muchos posibles clientes que se movían de un puesto de venta a otro.

Si se apuraba no tardaría mucho en llegar a Ruvinagardo.

.

No muy lejos de allí, de pie sobre un elevado tejado, una singular figura observaba el puerto que se extendía por debajo de él. Llevaba ropas y capa negra, una serie de amuletos de color rojo a la altura del pecho y un largo bastón con una extraña esfera escarlata en su extremo superior.

A simple viste parecía un sacerdote, y quienes lo conocían podrían decir que esa impresión no estaba demasiado alejada de la realidad. Si bien era su costumbre sonreír amigablemente todo el tiempo, en ese momento se encontraba más serio de lo usual. Sus ojos (aunque parecían estar cerrados) seguían con atención a un individuo vestido completamente de negro y con una extraña espada, la cual simplemente llevaba enfundada en su mano izquierda, que avanzaba lentamente a través de la multitud, alejándose del puerto.

- ¿En verdad puede tratarse de él? – murmuró Xellos antes de desaparecer rápidamente en el aire.

Fin del capítulo 1.


Hola! Si llegaste hasta aquí, te agradezco de corazón la lectura de este primer capítulo. A continuación dejo el glosario para aclarar los términos utilizados en el mismo. Y a modo de recomendación, te comento que puedes ingresar a la página "Eterno Poder" de Slayers, donde encontrarás un muy detallado mapa del universo de este animé en la sección "información/geografía"; dejaría el enlace pero la página no me permite hacerlo. El mapa será útil para entender mejor la travesía que Zel se dispone a realizar. Sin más, disfruta del siguiente capítulo! =)

Glosario de términos:

- Montañas de Kataart: cordillera montañosa ubicada en el extremo norte del continente, donde se encuentra sellada una de las siete partes de Ojo de Rubí Shabranigudú. Debido a su presencia maligna, el lugar está prácticamente deshabitado y plagado de mazokus, lo cual provoca altercados en los países vecinos.

- Demon Sea (Mar del Oeste): océano que funciona como frontera natural del continente sellado por la Barrera Mazoku. A cierta distancia mar adentro, se encuentra el sello de la barrera perteneciente a Deep Sea Dolphin. Del otro lado de este mar se encuentran numerosas ciudades a las que ahora se tiene acceso gracias a la destrucción de la barrera.

- Ciudad de Thi To: capital de uno de los Reinos ubicados más allá del Demon Sea. El gran templo principal del Aqualord se encuentra en esta ciudad.

- Alianza de los Pueblos Costeros: unión de numerosos pueblos y ciudades ubicada en la costa sur del continente. Limita directamente con Ralteague el oeste y con el Reino de Saillune al este. Una pequeña porción de su frontera sur limita con el Desierto de la Destrucción.

- Ducado de Ilmard: un pequeño país ubicado en la zona costera de la Alianza, que es un famoso destino turístico en verano. Aquí se encuentra la famosa "Bahía de la Muerte".

- República de Ruvinagardo: país del interior de la Alianza, sin contacto con la costa marítima. Su especialidad es el cedro Vina. Hace poco se convirtió de principado a República.

- Desierto de la Destrucción: prácticamente nada se conoce de este insólito lugar ubicado en el extremo este del continente, pero aquí se encuentra el sello para la barrera Mazoku perteneciente a Phibrizzo, el Amo del infierno. Limita con el Imperio de Elmekia y con los reinos de Saillune y Zephiria, y se sabe que en su árida tierra habitan los Gam, una raza parecida a un gran perro negro, que exhalan fuego. Aparentemente se desconoce cuán grande es el desierto, ya que se extiende por fuera de la Barrera Mazoku.

- Reino de Lethidius: reino que existió 500 años antes de los sucesos del manga. Su rey se encaprichó con la inmortalidad, ofreciendo una gigantesca recompensa a aquel que encontrase el método para vivir eternamente. Como resultado muchos hechiceros comenzaron a investigar utilizando cobayas humanas, matando a los sujetos de prueba para comprobar los resultados. Esto acarreó miles de muertes inútiles, y dos años después de que se ofreciera la recompensa, el rey fue decapitado por sus acciones, y el reino desapareció, quedando hoy en día muchas ruinas de antiguos asentamientos y ciudades. La leyenda cuenta que el Rey consiguió reunir grandes tesoros en su reino, entre otros, diversos manuscritos de la Biblia Claire.