Regin, bañado por la luz de la luna, forzó su mirada en un punto infinito del horizonte, a pesar de sentir la necesidad de responder a la mirada escrutadora de Sonea. Casi podía oír los pensamientos que afloraban en la cabeza de la maga; repitiendo, desmenuzando, analizando, calculando las posibles interpretaciones de sus últimas palabras. Unas palabras que, hace 20 años, nunca habría imaginado que diría. Unas palabras que habían dejado de luchar por salir, que habían cedido a la presión de un corazón que se fundía dejando un reguero de lava por su interior.

"Desde entonces te admiro."

¿Desde cuándo el odio había pasado a amor? ¿Desde cuándo la presencia de Sonea se había convertido en un anhelo, una ilusión, un suspiro contenido, una mirada a escondidas, una espera interminable, un sueño repetido mil veces? ¿Desde cuándo él, Regin de Winar, de la casa de Paren, poderoso, imperturbable, cruel, era objeto de los tormentos del amor y el deseo?

Él sabía que debía contener todo aquello; ocultar la llama hasta que solo quedaran cenizas. Pero ni siquiera la magia más poderosa podía hacerle ignorar el modo en que su boca se curvaba ligeramente hacía arriba en un intento de sonrisa, la expresión que adoptaba su rostro cuando pensaba, las cejas que se arqueaban cuando estaba enfadada, la convicción en su voz, la forma en que la luz se reflejaba en sus ojos, el sutil rubor de sus mejillas cuando la halagaba. ¿Cómo se suponía que debía desechar todo aquello? Sin quererlo, Sonea había descubierto un nuevo tipo de magia muy diferente a la que el Gremio y las Tierras Aliadas conocían: el amor. Y con ella, lo había hechizado en cuerpo y alma.

Ahora solo podía pensar en ella y vivir por ella.

Cualquier otra cosa era impensable.

A veces, en el Gremio, cuando estaba tumbado sobre la cama frente un gran ventanal en sus aposentos, observaba detenidamente el cielo cubierto por un manto oscuro y reflexionaba sobre todos aquellos misterios que, como Sonea, escondía la noche, preguntándose si alguna vez averiguaría si sus estrellas brillaban tanto como él se imaginaba, si alguna vez él podría girar a su alrededor para admirar su resplandor. Era en esos momentos, ensimismado en sueños dignos de un enamorado, cuando Regin era dolorosamente consciente que lo que realmente estaba pidiendo era mucho más de lo que merecía. Ella ya había hecho más de lo que cabría esperar en su situación implicándole en el caso de Skellin. Le había otorgado un mínimo de confianza, una mano a la que sujetar, una amistad que él había aceptado con los ojos cerrados hacia el pasado. Pero en el fondo, todo lo que había hecho y dicho pugnaba en su interior, reduciendo, agobiando, desolando. ¿Cómo podría ofrecerle su corazón cuando ella todavía veía al Regin que le había hecho la vida imposible? Lo máximo a lo que podía aspirar era su perdón. Y sin embargo seguía pensando en sus labios. En sus pestañas. En el brillo de sus ojos. En la sonrisa que luchaba por salir.

En que no había nada malo en amar.

En que él podía amarla a ella.

En que ella, quizás, sí podría corresponderle.