Siempre llegabas a la misma hora, con el pelo ligeramente despeinado y las manos protegidas por los guantes negros. El cárdigan, del mismo color que tus zapatos, encajaba perfectamente con el traje –pulido y elegante– que siempre llevabas. Al cruzar el umbral de la puerta, me buscabas con la mirada, y me sonreías de lado.

Y el corazón me daba un vuelco.

Siempre te sentabas en la misma mesa del fondo, Steven. La que estaba al lado de la ventana, el cristal siempre adornado con las gotas de la lluvia. Me acercaba hasta ti, ya sin necesidad de preguntar que pedirías. "Un café con mucha leche y un trozo de bizcocho". Te lo traería sonriente, y siempre nos miraríamos durante unos instantes de más.

Alguien rompería este hechizo requiriendo mi presencia, y con una sonrisa de disculpa, me marcharía de nuevo a atender al cliente que me había llamado. No me hacía falta girarme para saber que me estabas mirando.

Hasta que no fuese la hora de cerrar, no te marcharías de la cafetería. Haríamos cualquier cosa para cruzarnos, aunque fuese simplemente rozarnos las manos.

Pero aquella tarde algo cambio.

"May."

Me giré, viendo que habías sido tú quien me había llamado por mi nombre. El corazón se hinchó de orgullo, como si mi nombre de pronto fuese el mayor honor que podía recibir.

Me acerqué a tu mesa y te interrogué con la mirada, sorprendida. La comanda de siempre descansaba en la mesa.

"Te propongo huir, tú y yo, de aquí. Ahora mismo. Una cita."

Sin casi tiempo para responder, te levantaste, y tomando mi mano, atravesamos la puerta hacia la libertad.

Aquella tarde fue maravillosa, Steven. Te lo agradezco tanto… Aun cuando tus labios rozaron suavemente los míos, ambos supimos que no era suficiente.

Me dijiste que volverías a besarme. Y te creí. Te esperé, puntual como siempre, en la cafetería.

Pero esta vez, el café se quedó frío.

¿Dónde estás, Steven?

Los días pasaban, llegó un punto en el que dejé de llevarte el café a la mesa. ¿Por qué desperdiciarlo?

Hasta que un día un cliente nuevo ocupó tu mesa.

Ni siquiera pide café, pero y hasta me alegra. El olor amargo del café recién hecho me recuerda a ti.

Porque, la vez que me besaste, tus labios sabían a café.