El noveno círculo

por Fargok

(escrito en julio del 2013; revisado en julio del 2016)

Habían pasado casi tres meses. Madera. Su mente estaba más bien dispersa. Basura. La rata. La rata. La rata. Los pensamientos de la rata parecían mezclarse con la rata de los pensamientos del humanos roer madera. El humano, su nombre, su vida, su rata, su basura, su comida, ya no estaba muy seguro. La rata de sus pensamientos era un poco más fuerte ahora que el humano de su madera roída.

Por primera vez en casi tres meses abandonó el cuerpo de la rata.

De inmediato sintió cómo su olfato perdía agudeza y cómo la luz lastimaba sus ojos, de pronto tan grandes. Los colores eran distintos, los sonidos también. Pero lo que más le desconcertó fue el olfato. Se sentía desorientado, no sabía bien dónde estaba el arriba ni el abajo. Cerró los ojos. Trató de olfatear su camino, pero no funcionó. Sus pensamientos se fueron haciendo más complejos. Abrió los ojos tras un par de minutos, caminó entre las tumbas. Finalmente la encontró.

—James... —dijo en un susurro, acariciando la fría piedra con su mano mutilada.

Escuchó un ruido lejano. Era una rata, lo sabía, escondiéndose entre la madera de un árbol caído. Agudizó el olfato. Buscó a la rata. Supo en dónde estaba. Era buena madera, excelente para limar sus dientes —no lo había hecho en un par de días y comenzaba a doler. Tenía hambre. Olfateó un poco más. Cerca había un ciruelo. Tal vez podría roer un poco las frutas. No estaba seguro. No sabía qué día era, pero su olfato, cada vez más agudo, parecía indicarle que efectivamente habría algo de fruta. Miró de nuevo la piedra. "James", quiso decir, pero sólo escuchó un suave chillido, agudo y triste. Cuando volvió a acariciar la piedra, su mano ya no era una mano. Sin darse cuenta, había vuelvo al cuerpo de la rata.

De pronto, todo cayó sobre él como una cubeta de agua fría. Su nariz enloqueció y empezó a olfatear con frenesí, captando aromas desagradables. El de la sangre, dulzón y un poco picante. El de la muerte. La muerte de James, que yacía enterrado junto a su esposa a escasos metros debajo de él. Sintió desesperación, amargura, dolor. Era parecido a un cruciatus, pero su cuerpo no se retorcía. Seguía quieto, casi tieso, sobre la piedra. En medio del cementerio. El olor a muerte era desesperante, molesto, aberrante. Sus pequeños ojos se llenaron de lágrimas. Era irritante, como la pimienta. Se puso a chillar. Gritó con fuerza. Se mordió la lengua y salió corriendo, buscando alejarse de ese aroma espantoso. Estaba más desorientado que nunca, sus ojos no servían, su olfato no servía. Corrió sin rumbo fijo, tropezando con sus propias patas, hasta que estuvo lo suficientemente lejos como para volver a concentrarse en su hambre, en la madera que quería, que necesitaba roer, en el dolor de sus dientes. Necesitaba roer algo con urgencia, con desesperación, necesitaba que la mente de la rata volviera a invadir su consciencia, de modo que ya no pensara en la amarga realidad que, tardíamente, llegaba a su espíritu:

Había matado a su mejor amigo.