Con los dedos manchados y resbalosos, de sudor, tinta y un poco de sangre, el joven inglés firma la última de las veintidós páginas de su diario de notas en las cuales plasmó sus vertiginosas últimas dos semanas. Los nudillos de la mano le dolían, y se lamentaba ligeramente de no haber permitido que le "corrigieran" la manía de escribir con la zurda.
"La única cosa de la que me arrepiento" —se permitió pensar, no sin ruborizarse por el espacio de un par de segundos. Después, tragó saliva. La ropa sucia se agolpaba alrededor de su figura enjuta, producto de haber vivido más afuera de su propia casa de lo que lo había hecho en su vida. Ropa, papeles, y una pistola sobre la cama, le daban una apariencia romántica y hasta idílica a la habitación, y Arthur se permitió recostarse dos minutos en el centro del caos. El conejo necesitaba refugiarse en su madriguera unos cuantos segundos, antes de enfrentar a los lobos.
Pero no lo haría solo.
