Hola.
Bueno, para empezar decir que esta historia es la primera que escribo de X-Men, y que lo hago simplemente porque la tercera película me ha dejado un poco colgadilla. Básicamente trata sobre algunos personajes que parecían acabados para siempre pero que yo, con mis poderes de escritora, he hecho regresar. Hay por ahí algún giro, algún cambio que he introducido y algún personaje, pero por lo demás podría ser factible como una especie de cuarta parte. Contiene algunos datos reveladores de la película, así que si no la habéis visto y no queréis saber nada, pues casi mejor que no lo leáis. Por lo demás, disfrutadlo.
Está dedicado a una persona que ya sabe quién es y que me reabrió la puerta a este mundo de los mutantes. Y a todos los que me leáis, por supuesto.

Anochecía. El barrio estaba tranquilo, dentro de las casas todo el mundo se preparaba para la cena. Algunos niños jugaban aún en los diminutos patios delanteros. Todo parecía más sucio y frío de lo que lo recordaba. Tal vez era cierto aquello de que, cuando se es niño, todo parece más bonito. Pero ahora su niñez quedaba muy lejos.

Era casi ridículo, como de culebrón, volver a la casa en la que se había criado después de tanto tiempo, como una hija pródiga. En otra situación, menos desesperada, nunca lo habría hecho. Claro que llegado el momento de empezar una nueva vida sin dinero, sin trabajo, prácticamente sin identidad, incluso sin ropa en un primer momento, no le quedaba otro remedio que morderse la lengua y regresar con el rabo entre las piernas, aunque fuera lo último que hubiera querido.

La casa era aquella. El número 17. Cruzó el camino de cemento que llevaba hasta la puerta y levantó el dedo para pulsar el timbre. El movimiento quedó detenido a unos escasos centímetros. No podía. No podía. Cruzar aquella puerta otra vez no. Cualquier cosa menos eso.

Se deslizó hasta sentarse en el escalón y apoyó la frente en sus rodillas. Sabía que nada era igual, y que si decía lo que traía preparado no habría ningún problema, que incluso volverían a recibirla con los brazos abiertos. Sin embargo, sería duro. Volver a mirar a su familia a la cara y decirles que quería que todo volviera a ser como antes. Casi podía imaginar la cara de desprecio de su padre, de repugnancia, como la primera vez. Podía imaginar a su hermana, intentando ser comprensiva en vano. Y por una parte entendía que no quisieran perdonarla, era consciente de que había estado mucho tiempo haciendo lo que no debía. Pero al menos podrían intentarlo, hacer el esfuerzo de recibirla una vez más, ahora que lo que les había separado ya no existía. Fue entonces cuando oyó la puerta abrirse a sus espaldas, levantó pesadamente la cabeza y se volvió para encontrar a un niño de unos siete años que la miraba con una expresión entre curiosa y divertida.

-Hola- saludó.

-Hola- murmuró ella a su vez. Examinó al niño y decidió que se había equivocado de dirección. Tal vez su familia se había mudado, o de cualquier manera, ya no vivían allí. Se puso en pie pesadamente, recogiéndose el cabello negro detrás de las orejas, y se dispuso a alejarse de alli una vez más, sin mirar atrás.

-¿Quién eres?- insistió él.- Yo me llamo Mike.

-Y yo me he confundido de dirección.- replicó la mujer.- Ciao.

Echó a andar por el camino de cemento, preguntándose qué demonios iba a hacer ahora que la única opción que tenía acababa de perderse, y al mismo tiempo con una extraña sensación de alivio. Tal vez había sido mejor no llegar a saber nunca cómo habrían reaccionado sus familiares. O si no, qué más daba. No iba a saberlo de todas formas. Ese era uno de los inconvenientes de no haber dado señales de vida durante los últimos años.

Entonces oyó la voz.

-¿Mike¿Quién hay ahí?

Dio media vuelta con el corazón en la boca. La reconocía. Reconocía esa voz que parecía irse acercando desde dentro de la casa.

-Entra, ya sabes que no me gusta que hables con desconocidos. Y cierra la puerta, hace vien.

La dueña de la voz acababa de salir al rellano. Y en cuanto vio a la persona con la que estaba hablando su hijo las palabras se le congelaron en la garganta, estando a punto de dejar caer el plato que tenía entre las manos y secaba con un trapo. Tenía unos treinta años, el pelo castaño largo hasta los hombros, los ojos claros, y estaba vestida con vaqueros y una camiseta blanca, de la promoción de 1993 de su instituto. La que solía utilizar como prenda cómoda desde que se había graduado.

-Raven...

Esta sonrió como pudo, luchando con el nudo que se le formaba en el pecho. Por fin, después de diez años, su hermana y ella estaban cara a cara.

-Summer.- dijo a su vez.

Su sonrisa se hizo más amplia y trató de contener las lágrimas que le subían a los ojos. No sabía por qué estaba empezando a llorar como una niña idiota. Había sobrevivido sin ellos durante años, y ahora, de repente, se sentía totalmente vulnerable ante la sola mirada de su hermana. Quizá tenía miedo. Miedo de que Summer reaccionara de una manera extraña, intolerante.

-¿Qué haces aquí?- dijo ésta, intentando también disimular sus emociones.

Raven respiró hondo antes de soltar por fin la frase que tanto había ensayado mientras viajaba en el autobús. La había repetido mentalmente una y otra vez, después sólo moviendo los labios. Sabía que no era del todo falsa, pero tampoco era cierta. Y se sentía mal por intentar reconciliarse a través de una mentira, pero no tenía otra opción. La verdad no les gustaría en absoluto.

-Me he curado.- dijo- Se acabó todo. He ido a los laboratorios Worthington y ahora estoy bien. Me he curado.

Summer la miró durante un segundo, con la confusión reflejada en el rostro. Las dos se evaluaron, tensas, esperando el siguiente paso de la otra. No les había ocurrido nada parecido desde la adolescencia, cuando Summer salió de su habitación y en vez de encontrarse con la figura de su hermana, fue como si estuviera mirándose a un espejo. Al principio guardó el secreto, Raven no quería que se lo contara a nadie. Le avergonzaba y al mismo tiempo le asustaba. Sobre todo se guardaba muchísimo de que su padre se enterara, nunca había destacado precisamente por su tolerancia. Y menos desde que la madre de las chicas había muerto. Las tenía vigiladas noche y día, a dónde iban, con quién se relacionaban, qué hacían. Y si ya había retirado la palabra a Summer durante un mes por salir con un mutante, la que se desencadenaría si descubría que su hija mayor, su favorita hasta el momento, era una de ellos, dejaría a la bomba de Hiroshima como un evento sin importancia. Como es obvio, al principio Raven no podía controlarse. A veces bastaba pensar en una persona para que sus rasgos, o parte de ellos, se transformaran. Especialmente si se encontraba con los ánimos revueltos, nerviosa, enfadada o avergonzada. Y si bien nunca había sido una chica fácil, después de descubrir su mutación se había vuelto doblemente retraída. De adolescente era una chica muy tímida, casi sin vida social, que prefería estar en casa leyendo o enganchada a sus películas de vídeo, que veía una y otra vez. No se maquillaba, no llevaba ropa ajustada, no se interesaba por los chicos ni por salir. Aunque era bastante guapa, era socialmente un cero a la izquierda, la friki del instituto. Precisamente era eso lo que tanto gustaba a su padre, así no tenía que preocuparse por ella. Summer daba más quebraderos de cabeza. Sin embargo, las cosas cambiaron radicalmente la noche en que, mientras sus dos hijas veían la televisión, el rostro de la mayor se hizo sospechosamente parecido al de la locutora de las noticias. Raven había conseguido ocultarlo durante un año y medio, pero no podría hacerlo eternamente.

-¿Cómo que te has curado?- la voz de Summer rompió el momento de silencio, quebrándose.

-¿No lo has visto en la tele? Es algo así como que revierte los genes, o lo que sea.

-Ya lo sé, joder, Raven. Pero nunca imaginaba que... que tú... que hubieras querido hacer esto.

Bajó la cabeza y se enjugó dos lágrimas con el trapo de secar los platos.

-Qué ridículo- continuó.- Dios. Esto parece una película malísima.- esbozó media sonrisa y puso la mano sobre la cabeza del niño que había recibido a Raven al principio y al que las dos parecían haber olvidado.- ¿Por qué no seguimos hablando adentro? Ya hemos cenado pero puedo preparar café y seguro que tengo galletas o algo por ahí.

De repente la atención de Raven volvió al niño, que las miraba un poco desconcertado.

-No me digas- miró a su hermana- que es tuyo.

-Claro que lo es. Es el inconveniente que tiene haberte pasado los últimos diez años desaparecida en combate. Ya no tienes ni idea de lo que ha pasado en tu familia.- ironizó Summer atrayendo al pequeño hacia sí.

-¿Estás casada?

Summer negó con la cabeza.

-Divorciada. Desde hace cuatro años.

-¿Y... papá?- dejó caer Raven la pregunta que le atenazaba desde que había decidido volver a casa.

Su hermana tomó aire para responder, pero después se lo pensó mejor y se dijo que no podía explicárselo así de repente, en cinco minutos.

-Vamos adentro. Creo que tenemos mucho de que hablar.

La cocina seguía igual que la recordaba. Sólo la lavadora había cambiado, porque se la veía mucho más blanca que el resto de electrodomésticos, y la mesa no era aquella infame cosa de formica que tenían cuando ella vivía allí. El mantel de cuadros amarillos y blancos seguía puesto, Summer no había tenido tiempo de retirarlo después de la cena. El pequeño Mike, su sobrino, se había ido al salón a ver la tele desde que había evaluado que aquello no iba con él. Su madre preparaba dos tazas de café con leche y ya había puesto un plato de pastas en medio de la mesa. Raven cogió una y la mordisqueó. No había comido desde el desayuno, estaba nerviosa y no había podido, pero empezaba a sentir que si no comía algo iba a empezar su nueva vida con su hermana desmayándose por una hipoglucemia. Summer le tendió una de las tazas de café y se sentó frente a ella. Cogió una pasta de mermelada y después la volvió a dejar en su sitio. No se decidía a empezar a hablar.

-Le ha pasado algo a papá¿verdad?

Summer asintió lentamente con la cabeza, los ojos clavados en el mantel.

-Infarto cerebral. Hará cosa de año y medio.- se pasó la mano por el pelo y clavó los ojos en los de su hermana mayor antes de continuar.-Está internado en un hospital desde entonces.

Vaya, pensó Raven. Esto sí que no me lo esperaba. Se asombró por no sentir nada. Hacía años que había desterrado a su padre de su vida, pero en cierto modo le parecía que al menos debía apenarse por él. No le pasó. Solamente se sentía incómoda, algo amargo removiéndose dentro de ella, por el simple hecho de no sentir nada. Se sentía culpable por no compadecerle.

-¿Y volverá a casa?-preguntó.

-Nunca.- La voz de Summer parecía cansada, irritada ante la indiferencia con la que se había tomado la noticia.- No puede valerse para nada por sí mismo. En el hospital lo cuidan mejor, está subvencionado y no es muy caro, y yo además tengo que trabajar y cuidar de Mike, no puedo estar las veinticuatro horas pendiente de él.

-No te estoy reprochando nada.- replicó Raven, muy calmada.

-Ya lo sé. Pero es que... tú no estabas allí, Raven, no le has visto con todos esos tubos ni atado para siempre a una silla de ruedas. Sé que fue un hijo de la gran puta contigo, pero no es así como yo pensaba que acabaría todo¿sabes? Ya ni siquiera me reconoce. No reconoce a nadie ni a nada, no ve, no se mueve, no habla, ni siquiera respira solo. Summer se detuvo bruscamente y rompió a llorar por segunda vez en aquella noche, con el rostro enterrado en las manos y ahogando los sollozos para que su hijo no la oyera. Sin embargo, un segundo después sintió uns brazos rodeándola, estrechándola, y correspondió al primer abrazo que recibía de su hermana después de diez años.

-Está bien, vale. Cálmate. Yo no quería hacerte esto.- le susurró Raven al oído.

-Lo sé, pero es que tú no le has visto.- se justificó Summer una vez más.

-Pues llévame a verle. Mañana mismo. Estoy dispuesta a hacer lo que haga falta para empezar de cero contigo.

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Por cierto, si alguien no lo sabía, Raven Darkholme es en realidad Mística.