Prologo.

Corre el año de 1888 en Escocia.

El antiguo castillo de Dunnottard, ubicado sobre un olvidado precipicio rocoso al nordeste del país, que en los tiempos medievales fue testigo de la llegada de los muchos navíos extranjeros que trajo consigo el mar para bien o para mal, ahora no era mas que las ruinas de una importante fortaleza azotada por la furia de una poderosa tormenta. Golpeaba la lluvia con resonante furia la antigua piedra de los muros, y en el alto cielo cubierto por gruesas nubes negras destellaba el rayo y rugía con solemne bravura el trueno, ensordeciendo a quien lo escuchara.

Dentro del castillo, en una torre cuyo techo abierto daba paso libre a la lluvia y dejaba al descubierto el emocionante espectáculo de luces y fuertes sonidos había una especie de viejo laboratorio en donde estaba un hombre corpulento de mediana estatura, de ya considerable edad avanzada, con la mirada escondida detrás de un par de gruesas gafas de soldador, cubierto por un largo delantal y guantes de cuero negro que se movía sin cesar alrededor de un ataúd puesto sobre una plataforma rectangular de hierro que a su vez estaba puesta sobre una mesa de ya oxidado material. Se movía por todo ángulo ajustando correas, ensamblando unos enormes ganchos en las esquinas de la plataforma y conectando enormes cables, que descendían desde seis estructuras de metal puestas en el techo, en el interior del ataúd; de aquellas mismas estructuras surgían también una especie de globos conectados por un cable conductor. Todo esto hacia aquel singular individuo a la vez que los blancos cabellos de la cabeza y la barba, que en otro tiempo debieron ser rubios, se empapaban y helaban por la lluvia del cruel frio de noviembre. Pero Escocia ciertamente no conocía otro clima. Aquella lejana tierra congelada tan cercana al letal Ártico no tendría piedad con los pobres enfermos de las calles que ni de chiste podrían pagar los medicamentos que les permitirían vivir un poco mas.

"Vivir un poco mas", pensaba él, "Yo soñaba con que el hombre viviese un poco mas".

A sus espaldas, un hombre alto y de apariencia atlética, cuyo rostro bien afeitado también delataba su edad, lo veía ir y venir de un lado para otro tratando de terminar su trabajo. Llevaba puesto un traje cubierto por una gruesa gabardina negra, guantes de cuero en las manos y un sombrero negro de ala ancha por donde el agua parecía caer en pequeñas cataratas ocultando sus grises cabellos peinados hacia atrás, y bajo uno de sus brazos sostenía un grueso libro de portada tan desgastada y amarillentas paginas que sin miramiento alguno debía ya de tener siglos existiendo. Una sonrisa adornaba su cara y sus viejos ojos brillaban de emoción al ver a su compañero tan cerca de darle la oportunidad de conseguir lo que desde hace años había planeado. Y por fin , luego de tanto tiempo esperando, su tan anhelado día había llegado, y una apropiada tormenta lo acompañaba para acabar con broche de oro la escena final que, con el libro bajo su brazo, se encargaría de complementar.

Se dio entonces que su compañero dejo de moverse alrededor de la mesa y camino hasta donde él mientras se retiraba las gafas, no sin antes dar un ultimo vistazo a todo, revelando unos terribles círculos grises alrededor de los ojos y una mirada que denotaba preocupación.

-Ya esta listo—Anuncio sin mucha emoción. El otro, muy al contrario, hizo crecer su sonrisa al tiempo en que el pecho parecía inflamársele de regocijo.

-¡Excelente, mi buen amigo! ¡Excelente!— Exclamaba eufórico el viejo Abraham van Hellsing.

Víctor Frankenstein, sin embargo, no se veía tan emocionado como lo estaba su peculiar compañero. Ya había hecho eso antes y sabia mejor que nadie que era arriesgado, por no decir un sueño frustrado.

-Van Hellsing, ¿de verdad estas seguro de que quieres seguir con esto? Piénsalo un poco, aun podemos dejarlo así.

-¡Oh, pero que tonterías dices, Víctor! Por supuesto que hay que continuar. Estamos a nada de obtener la victoria de las victorias, mi buen doctor. Ya no podemos dar marcha atrás— Decía sin poder ocultar la emoción en su voz, importándole poco los consejos de aquel que se sentía cómplice de una barbarie que traerían el Armagedón al mundo.

-Insisto en que hay que parar. Abraham, esto es una locura, una total, absoluta y atroz locura. Te estas metiendo con fuerzas ajenas a cualquier naturaleza o ciencia humana.

-Entonces no debiste aceptar en primer lugar. Y mira quien lo dice además.

-¡Esto ya no se trata de revivir a un hombre! La cosa que esta en ese ataúd fue un autentico monstruo, y si eso falla— Dijo señalando el libro— habrás condenado a todo el mundo por tu insolencia.

-No hay absolutamente nada que temer. Además, ciertamente tu no eres la persona mas indicada para hablarme de insolencia, mi querido Víctor Frankenstein. No, el proceso debe y va a continuar— Decretó con firmeza.

-Por favor, Van Hellsing. No quiero volver a cometer el mismo error de hace años ¡No quiero crear mas monstruos!

-¡Y no lo harás! No, señor, ese error no puedes volverlo a cometer porque ya esta hecho y solo los idiotas se tropiezan dos veces con la misma mísera piedra. Y tenga por seguro, mi buen doctor, que no esta creando monstruo alguno que yo no pueda controlar. No uno común y corriente, por lo menos.

Abraham lo toma de un hombro con un sola de sus manos, pues la otra la usa para sostener el enorme volumen bajo su brazo, y lo arrastra al centro de la torre en un solo movimiento y el viejo doctor Frankenstein en ningún momento nota que la emoción o la sonrisa casi sádica en el rostro de Van Hellsing desaparezca.

-Víctor, te prometo que no te arrepentirás. Nuestras familias nos recordaran como dos grandes genios que lograron dominar el infierno con su creación, y al mundo le daremos ese nuevo Prometeo que tanta buena falta le hace y tu buen nombre no será recordado por la existencia de una abominación que por una causa noble, tu creaste por un fatídico accidente ¡Dios y la Tierra nos lo agradecerán, eso tenlo presente!— Exclamo alzando los brazos en alto y un destello de luz acompañado del rugir de un trueno ilumino la escena de tal manera que pareció haber sido escrita antes, y por un momento Víctor Frankenstein pensó que el cielo de verdad aplaudía los disparates del famoso profesor.

-¿Y tu hija? ¿Ya has pensado en ella?

-Claro que lo hice ¿Qué clase de padre ingrato seria si no? Mi hija entiende mejor que nadie el proyecto de su padre y confía en mi. Tengo su permiso y el de Dios para hacer esto, y mi querida niña piensa en quedarse con esta magnifica herencia cuando su viejo padre no sea mas que un triste recuerdo hecho polvo bajo la tierra.

-¿Piensas dejarle al mundo esta atrocidad como legado? ¿¡El gran Abraham van Hellsing será recordado por haber traído al diablo al mundo!?

-Te equivocas. El gran Abraham van Hellsing será recordado por haberle regalado a la humanidad a un guerrero inmortal capaz de acabar con las criaturas infernales que plagan la tierra de los hombres ¡Le daré al mundo un monstruo que por igual sea capaz de acabar con monstruos!

El viejo doctor negó una y otra vez con la cabeza sin poder mirarlo a los ojos, como desaprobando el grado de ocurrencia al que había llegado. Definitivamente el viejo profesor no sabia con que poderes salidos las mismísimas llamas del Averno se estaba metiendo y el libro que tenia bajo su brazo no hacia otra cosa mas que perjudicarle la mente. Conocía la forma de trabajar del sujeto y sabia que no era simplemente un hombre brillante con muchos títulos, pues además de brillante también estaba demente, y esa demencia florecía gloriosa en situaciones como estas cuando no daba discursos en Universidades ni mantenía charlas agradables con los nobles de alguna familia. Lo que él hacia, según sus propias palabras, era una sagrada misión de Dios en el mundo de los hombres.

Volteo al ataúd y no quiso ni pensar en lo que la cosa que estaba en su interior les haría si al loco de Van Hellsing las cosas no le resultaban como quería. Sabia lo que Abraham pensaba que estaba creando, él mismo se lo había dicho cuando le explico todo su demencial plan, pero desde su perspectiva solo le estaban abriendo la puerta de su mundo al anticristo en persona. Pero ya le daba igual. Si Abraham no quería escucharlo y si tan seguro estaba de la blasfemia que estaba por cometer, Víctor ya no haría otro intento por impedírselo. De igual manera el infierno le tenia las puertas abiertas.

-Ya habíamos hablado de esto, doctor. Lo planeamos todo los dos juntos, de hecho, y no te había visto dudar de nada hasta ahora.

El anciano se mantuvo en silencio. Si, ambos lo habían planeado todo; ambos habían construido y dibujado decenas de planos; ambos se las habían arreglado para trasladar de Londres a Escocia el ataúd y ambos estuvieron de acuerdo en llevar a cabo el plan. Pero ahora el remordimiento, junto con el trágico recuerdo de la creación que manchaba su persona, lo hacia querer detenerse y abandonarlo todo.

Ay, pero por mucho que le pesara su compañero tenia razón. Ya habían llegado demasiado lejos para dejarlo todo, y que cobarde e ingrato se vería si se atrevía a darse la media vuelta. Pero en fin, una vez mas se diría que de todas formas el infierno lo esperaba con las puertas abiertas.

Y entonces dijo, con voz derrotada:

-De acuerdo. De acuerdo, Abraham. Tu ganas.

-¡Muy bien entonces! Que Dios y el cielo nos bendigan, pues estamos a punto de darle vida a la mejor arma jamás creada por el hombre para combatir a los demonios del infierno.

Y Víctor Frankenstein, todavía creyendo que su aliado estaba equivocado, se dirigió andando con pesar hasta el interruptor de una pared mientras que en su cabeza resonaba el concierto de poderosos ruidos y cegadoras luces que venían desde arriba, formando terribles sombras en las paredes mojadas y en el piso. Volvió a ponerse las gruesas gafas, y lo mismo hizo el profesor detrás de él. Con sus manos enguantadas tomo la palanca y dentro de sus pensamientos podía escucharse gritarse a si mismo ¡Detente! ¡No lo hagas!

Pero Abraham van Hellsing, gritándole desde atrás, le decía lo contrario.

-¡Es la hora, Víctor!— Anuncio el profesor en un enérgico estrepito.

"Perdóname, Dios", fue lo ultimo que pensó antes de que Abraham gritara la orden final. Que curioso le resulto, un hombre de ciencia que siempre había dudado de la existencia del dios cristiano, ahora se dirigía a el pidiéndole el perdón.

Bueno, cada quien es hipócrita a su manera, ¿no?

-¡Ahora!

La orden fue dada y su mano tiro de la palanca e inmediatamente una poderosa descarga eléctrica hizo funcionar un viejo y enorme sistema de poleas que en otro tiempo también habría cumplido la misma trágica función. Se escucharon cadenas sonar y el metal chirriar, y en pocos segundos la plataforma de hierro se había separado de la mesa y ahora se elevaba lentamente entre gotas de lluvia, relámpagos y truenos hacia el oscuro cielo que o estaba igual de eufórico que su compañero, o había enfurecido mas. A sus espaldas el profesor Van Hellsing reía y celebraba en resonantes exclamaciones con los brazos en alto sin perder de vista el ataúd, que cada vez se alzaba mas y mas sobre ellos. Los múltiples cables colgaban como lianas del interior del contenedor de madera al tiempo en que las cadenas de los ganchos iban disminuyendo mas con cada segundo que pasaba.

Víctor sentía una terrible presión en el pecho al ver aquella escena que tan dolorosa y familiar resultaba para él. Su viejo corazón lo hacia sentir una desesperada necesidad de echarse al piso y llorar, llorar porque se había tropezado con la misma mísera piedra otra vez, esa misma que tanto se prometió pasar de largo durante años. Y si, ciertamente el anciano doctor lloraba detrás de sus gafas de soldador, tratando de contener el llanto para que Van Hellsing no lo escuchara ni le reprendiera por su sensibilidad. Pero tenia el derecho, pues bien sabia que no era un Prometeo aquello que iba ascendiendo, sino un Lucifer que parecía regresar a su antigua gloria a lado de su divino padre en los cielos. Y Lucifer subía, y Lucifer ascendía otra vez, y en el cielo lo recibían sus hermanos con fuertes cantos de guerra. El Prometeo que Frankenstein había querido crear, Abraham lo había convertido en una versión extraña del Ángel Negro. Y aun así, justo cuando la plataforma llegaba al punto mas alto, miro a Van Hellsing, que no apartaba la vista y seguía tan eufórico como al principio, y se le ocurrió hablar.

-Abraham, ¿puedes responderme algo?

-Dígame, mi buen doctor.

-¿Por qué de entre todos lo escogiste a él?

El hombre alto bajo sus brazos y se digno a mirarlo por unos instantes, sonriéndole y como agradecido de que le hubiese preguntado aquello. Después regreso la vista hacia arriba en el momento exacto en que el sistema de poleas alcanzaba el punto mas alto y las cadenas prácticamente habían desaparecido detrás de un seco sonido metálico, y se notaba en su sonrisa el orgullo de esa supuesta victoria de victorias que tanta ansiedad provocaba en el anciano doctor. Unos segundos después le respondió:

-Porque este, mi amigo, es el autentico Monstruo de Dios.

Y entonces el rayo cayo, y Abraham van Hellsing, emocionado, abrió el libro y con un brazo extendido a la plataforma comenzó a cantar con voz poderosa en un lenguaje tan antiguo como inentendible para el doctor Frankenstein. Y mientras que el profesor recitaba el antiguo canto, en el interior del ataúd elevado comenzó a surgir un destello de un color rojo muy parecido al de la sangre, y algo se movía en su interior.

Un grito infernal surgió de la plataforma y Víctor Frankenstein palideció cuando noto que del interior del ataúd también comenzaba a emerger una especie de masa oscura de forma uniforme en cuyo interior, a su vez, brotaban ojos de perturbador color rojo que poco a poco se iban abriendo. Sin duda alguna Frankenstein nunca había visto semejante cosa mas horrible, y le sorprendía que el profesor a su lado, estando ante semejante espectáculo, no dejase de recitar.

¿Qué, en el nombre de todos los infiernos, acababan de hacer?