Lisa
No, no estaba preparada para eso. Había esperado su mal humor, traducido en salidas de tono, sarcasmo, expresiones inconvenientes… Había esperado su resentimiento, rabia y coraje por haberle hecho quedar en evidencia. Había esperado todos los reproches posibles, todos los gritos, las risas sardónicas… Había esperado todo lo peor por haber aireado sus problemas, sus intimidades, ante terceros. Y en cierta medida, habría estado en su derecho, porque ella había sido demasiado indiscreta. Por eso, Lisa Cuddy temía la llegada del lunes, la vuelta al trabajo y tener que ver a House por primera vez después de la conferencia médica.
Y el lunes había llegado, y al poco de entrar en el hospital se habían encontrado. Era inusualmente pronto, tratándose de House, y Cuddy no advirtió su presencia hasta que, de pronto, ambos estaban dentro del ascensor, solos. House fue el primero en hablar, sin mirarla
- Buenos días.
- Buenos días, House.
El silencio se hizo irrespirable. Lisa se aventuró a hablar
- House, yo… quería decirte que…
- No hace falta, no tienes que decir nada. No importa.
Entonces la miró, y fue cuando Lisa Cuddy sintió un estremecimiento hasta lo más profundo de su ser. Él repitió las últimas palabras, mirándola a los ojos, en un tono de voz que casi fue un susurro
- No importa.
La puerta se abrió y House salió del ascensor. Cuddy se quedó allí, aturdida.
No había esperado eso, no estaba preparada para ver en sus ojos lo que vio. En todo el tiempo en que le había conocido había visto la chispa, la ira, el hastío, el coqueteo, la mentira, la lujuria, el desafío, la ironía, el deseo, el desprecio, la admiración, el triunfo, incluso el temor, cuando por fin accedió a internarse en el hospital psiquiátrico… Había visto tantas cosas en esos ojos que creía conocer tan bien… Pero nunca, en todos esos años había visto lo que vio hoy, tristeza. Una tristeza tan profunda que trascendía los ojos y rebosaba por los poros de su piel, se advertía en su lenguaje corporal, mostrándole más dependiente que nunca de su bastón, caminando con más dificultad, con los hombros caídos y el aspecto abatido y fatigado del herido en una batalla. Había tristeza, dolor y desesperanza en sus ojos, que hoy tenían el color del mar en víspera de tempestad.
Tristeza, tristeza, una tremenda tristeza. Ya en su despacho, Cuddy escondió la cara entre sus manos y se vio sacudida por un sollozo, los codos sobre el escritorio que él había recuperado para ella, la cara de su hija mirándola desde su foto enmarcada sobre la pulida madera.
Greg
Apenas había dormido. La pierna dolía, y estuvo tentado de salir y buscar un alivio químico para sus males, pero desistió. No se había pasado varios meses internado para echarlo todo a perder ahora por un desengaño. Porque sí, por cursi que pudiera sonar, el gran Gregory House había sufrido el mayor desengaño de su vida. Un desengaño amoroso propio de un folletín, de una novela rosa. Se había decidido, se había tirado en plancha… y no había agua en la que sumergirse. Había llegado tarde. ¿Cómo pensó que una mujer como Lisa Cuddy se iba a pasar la vida esperándole? ¿A él, un cojo amargado que en tiempos no muy lejanos le había dicho las cosas más horribles? Él le había dicho que sería una madre horrible, y una médico incompetente. La había animado a devolver a Rachel, en aquellos primeros días en que ella se había sentido tan agobiada. Y después, ese mismo día, Cuddy había entrado con la niña en sus brazos y se la había ofrecido para que la cogiera. Allí House había cambiado de opinión, entonces había visto que esa niña era la hija de Cuddy, la pequeña manteniendo su mirada en la de él, descarada y desafiante como la de su madre.
No, no le tenía nada que reprochar a Cuddy. Él era el culpable, él y su cabezonería. Cuddy quería una familia, estabilidad y alguien que estuviera siempre ahí para su hija. Qué poco sabía ella que eso era justo lo que él quería también, y que él había estado ahí para Rachel, a espaldas de todos, y que le dolía casi tanto perder a la niña como a la madre. Pero no podía seguir, debía dejar que ellas encontraran ahora esa estabilidad con otro hombre, con el hombre que Cuddy había elegido. Y no era él. Había esperado tanto, que ese tren había partido sin él.
En el ascensor, al verla, el corazón le había dolido, físicamente. Ella se veía preocupada, y más guapa que nunca, aún con una sombra de ojeras bajo sus ojos. No importa, la había dicho. No importa. No tenía ganas ni fuerza para otra cosa que no fuera pensar en su trabajo, a ver si así se distraía de otras ideas. No importa, no importa…
Hoy, tendría que despedirse de Rachel. A solas, en una de esas conversaciones tan especiales que solían tener. No sabía si sería capaz de afrontarlo, sólo tenía la esperanza de que los niños de casi un año deberían ser capaces de superar las ausencias más fácilmente que los de mayor edad, pero también tenía la íntima convicción de que la iba a hacer sufrir, y eso sí le mortificaba. De todo este asunto, eso era lo que sí importaba.
