Alcohol
Rivamika
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Bien, alegar que tenía mucho alcohol en sangre resultó ser una buena idea. Porque, de todos modos, nadie (excepto Hange y Erwin) sabía que él era, de hecho, un experto bebedor.
¿Quién le hubiera dicho que terminaría comiéndole la boca a la mocosa con la que compartía apellido? Pues se lo dijo Hange, pero él no le creyó. Eso de la especie de tensión sexual no resuelta que ella mencionó le parecía estúpido. Vamos, que es un cuarentón que ha pasado su momento de gloria (en lo que respecta a las mujeres, porque en otros aspectos todavía sigue mucho mejor que los jóvenes que conoce).
El asunto es que él es un hombre adulto, pasando los cuarenta, y a los hombres esa edad no les llega tan bien como a las mujeres. Con todo eso del renacimiento y ese golpe de juventud inquebrantable, que muchas presumieron tener al cumplir la dichosa cifra. Por eso (y por muchas cosas más) es que no puede permitirse que aquello vuelva a suceder.
Pero la chiquilla no se la ha dejado fácil. Y él que juraba que ella estaba muerta por el niñato de Eren. Al parecer no, porque ni bien separó sus labios de los de ella, buscó más. ¿No que lo odiaba? Quizás sólo era la pubertad y las hormonas, esas tonterías que él experimentó hace un tiempo.
Eso quería creer, y más quería que fuera verdad. Porque no podía ser que esa niña esté interesada en mí de esa manera.
Pero sí que lo estaba.
Los siguientes días que le sucedieron al beso (aunque él negaba que fuera uno, intencionado por lo menos) ella estaba en todas partes. Tanto literal como figuradamente. Era frecuente verla y que ella ya no lo mirara mal, y lo era aún más pensarla en las noches.
Joder, se está saliendo de control.
Tuvo que encararla un día, porque la excusa del alcohol no les había convencido más. Y por supuesto, querían más, y lo tuvieron, en las caricias indiscretas con las que empezaron, o en las miradas cómplices que se lanzaban para después encontrarse en su oficina, para destruir sus mundos. Porque estar juntos evocaba a la misma destrucción de sus rutinas, de sus apagadas vidas, que muchas veces resultaban más similares de lo que pensaban.
Sus labios ardían cuando recorría la carne expuesta de ella, y sus manos temblaban del mismo éxtasis que le producía su suave piel, y tocar sus labios era el pecado vuelto el placer más exquisito jamás logrado.
Estaba en ella, sobre y dentro de ella. Más allá de lo carnal, también. Porque terminó siendo mucho más que sexo más temprano que tarde, y ella vivía en él y él en ella. Las similitudes que tenían eran tantas que a veces creían ser la misma persona, y estar en silencio mientras uno leía y el otro observaba era algo común, y más gratificante de lo que antes podrían asumir.
Mikasa era el impulsor de su renacimiento, de esa juventud inquebrantable que antes había creído estúpida. Y esa tensión sexual no resuelta se resolvió, como Hange le había dicho. Y el alcohol en sangre era Mikasa, la tenía adherida en sus huesos, en cada latido, en su todo, y lo que el alcohol nunca había hecho lo lograba ella, con un solo beso.
