Podría decirse que el Señor Wilkins era el hombre más feliz sobre la tierra. Era un modesto granjero, agradable para todos sus vecinos, y con una sonrisa siempre en su rostro. Y al decir siempre, no pretendo hacer otro uso que el real significado de la palabra.

Con una sonrisa había hipotecado su casa cuando necesitó dinero; sonriendo perdió la misma casa porque no pudo pagar la hipoteca; con una sonrisa aún mayor se mudó con toda su familia – su mujer, un hijo y una hija- a una pequeña granja en el campo; sonreía mientras trabajaba bajo el ardiente sol cultivando sus tierras; sonreía cuando su su hijo le dijo que se había enlistado en el ejército y se iba a la guerra, y mantuvo la sonrisa cuando le informaron que murió en combate; despidió con una sonrisa a su hija cuando se fugó con su novio para no volver nunca más; sonriendo le dio el último adiós a su esposa en su funeral; sonrió cuando se fractura la cadera y durante las tres operaciones que le tuvieron que practicar; y aún vivía su solitaria vida sonriendo durante todo el día. Aún dormido y teniendo pesadillas, él sonreía.

Por la mañana, se despertaba con su sonrisa, se vestía, desayunaba, y con la misma sonrisa tomaba su vieja escopeta y su fiel perro y salía a revisar sus cultivos. Cuando regresaba a su casa, sonriendo, naturalmente, se sentaba en su rechinante mecedora y fumaba en su pipa hasta que llegaba la noche y podía irse sonriendo a la cama.

La mañana a la que me voy a referir, el 25 de septiembre de un año que ya nadie recuerda exactamente, el Señor Wilkins se levantó de su cama, no hace falta decir que sonreía como de costumbre, se vistió, desayunó, tomó su escopeta…pero no encontró a su perro. Si embargo, eso no borró la sonrisa de su rostro, y salió de su casa esperando encontrar al canino afuera.

Caminó sonrientemente una docena de pasos, y entonces creyó divisar a su perro, a la distancia de un tiro de bala. Dejó de sonreír apenas el tiempo suficiente para silbar y llamar a su perro, pero viendo que este no respondía, volvió a sonreír y fue hasta donde se encontraba.

Al llegar, consiguió mantener la sonrisa apoyado por la costumbre, porque no fue su perro lo que encontró. En realidad, si era su perro, o mejor dicho su medio perro, pues la cabeza y las patas delanteras del canino parecían haber sido arrancadas brutalmente de la parte anterior de su cuerpo, la cual estaba fuera de la vista.

Como el Señor Wilkins era un hombre de lógica, le pareció que lo más sensato era buscar la otra mitad del animal. Hizo un esfuerzo por mantener la sonrisa, y no muy lejos de ahí, encontró un rastro de sangre, que siguió al instante. El rastro de sangre llegaba hasta donde iniciaba un bosquecillo espeso y aún parecía internarse en él. El granjero decidió continuar su pesquisa hasta el final y con una sonrisa, y así lo hizo, hasta llegar a un claro del bosque. Al ver que ya no había más sangre sobre el suelo, levantó la mirada y vio que esta ahora estaba sobre las ramas y hojas de los árboles.

Entonces, el Señor Wilkins se detuvo un momento indeciso, y después, aún con una media sonrisa heroica que sus nervios habían tolerado, miró más arriba. Lo que vio, nadie lo supo nunca, porque el Señor Wilkins cayó muerto al momento.

Cuando las personas del pueblo lo encontraron, varios días después, el forense determinó que la causa de muerte había sido un infarto fulminante, causado por una impresión muy fuerte, un fuerte susto, quizás.

Quienes ayudaron a buscarlo, y que estuvieron presentes cuando lo encontraron, podrían afirmar que fue un susto lo que acabó con su vida.

Porque el Señor Wilkins, el hombre más feliz y sonriente en el mundo, probablemente en el universo también, había muerto con la expresión de terror más horrible y espantosa que nunca nadie hubiera visto antes.