—Will.
Él te llama. Es la manera en que su lengua saborea el gusto de tu nombre lo que te hace estremecer, aquello que en ti estalla su calor. Le miras, le miras sin saber quién podrá regocijarse mejor en ese encuentro. La bestia te observa cauta. Suavemente, el bronce macabro de sus ojos desciende por tu rostro, usurpa tu aliento a la lejanía. Cedes por esa caricia inalcanzable; entiendes que, desde su ser, ha probado la carne de tu boca. Y no habrá nada más adictivo para él que lo que eres.
—Doctor Lecter.
Su semblante adopta un escombro de desconcierto y de pronto la distancia entre sus cuerpos dice poco. El eco de sus pasos es un ritmo viperino contra tus oídos, royendo tus sentidos. Se aproxima, zancada a zancada, frente a frente. Hannibal está acechándote e, incluso cuando el pavor encumbra por tu piel, permaneces a merced suya. La yema de sus dedos roza la incipiente barba, sube hasta tus pómulos y no hacen falta más que un par de segundos para que hayas encontrado una cuna en el hueco de su palma.
—Hannibal.
Esta vez, el nombre que de tus labios emana es distinto. Más sanguinolento. Más dulce. Se ve complacido por tu llamado, por la aceptación de su infierno en tus manos. Los dedos que restan viajan por tu torso y, sobre tu corazón, su galope se detiene. Tus latidos son fuertes bajo su tacto. Su influencia está matándote, resquebrajándote para obligarte a renacer.
—Mírame, Will.
El monstruo ennegrecido pide de ti. Las piedras turquesa de tus ojos se levantan de su letargo y se funden con el oro de los suyos. Respiras lento, hondo. Ruidosamente te embebes de una bocanada que ambos habrán de compartir; porque lo que eres, lo es él también. Y lo que él sea, serás. Es sobre la vida en que sus almas intiman. Es sobre la belleza de su eterno encuentro. Tu sangre se vierte con otra, tu ser a otro le pertenece. No eres tuyo. Pero te preguntas si alguna vez lo fuiste. Si todo ese tiempo atrás en que la calma reinaba en tus días, no fue más que el favor de una misericordiosa deidad. De él.
—¿Escuchas la sonata a la que mi corazón da vida por ti? —Su pregunta te hiende en el pecho—. ¿Sientes la misma pasión que mi cuerpo ante la divinidad del tuyo? Oh, Will. Dime, ¿me amas tanto como yo lo hago contigo?
Feneces en sus brazos, te aferras, clamas redención. Él te sostiene con calma, te arrulla, besa tu comisura para prometerte tu anhelo más desesperado. Es una trampa, te repites. Pero no puedes escucharte más.
—¿Qué resta de humano en nosotros para amar?
Es entonces que te deja caer de bruces al acantilado. Has dejado de ser el ciervo herido y te has convertido en un digno contrincante del demonio negro. Tus astas, clavadas en él, arden. Tu rostro, marcado con sus caricias, se derrumba.
Qué desalmada traición de un amante. Qué triste daga devora la fe de aquél que te ofreció sus brazos. Acabado estarás por su sed de ti, atravesando los círculos del averno hasta el último al que perteneces. Tan cercano a la divinidad y, aun así, tan alejado de tu auxilio.
