Disclameir: Star Wars es propiedad del maestro Geoge Lucas, de la Fox y de cualquier otro que disponga sus derechos. Esta historia es únicamente por diversión y sin ningún animo de lucro. Con su permiso, tomo prestados a los personajes con afán de devolverlos.
Resumen: En un universo donde Darth Vader descubrió que sus hijos todavía viven, Anakin Skywalker tratará de adaptarse a su nuevo papel de padre mientras combate contra la oscuridad que todavía anida en su alma.
Personajes Principales: Anakin, Vader, Leia, Luke, Obi-Wan.
Personajes Secundarios: Padmé, Palpatine, Owen y Beru Lars.
Precuela: Esta historia puede considerarse una secuela de "Angel", un two-shot que tengo publicado en esta misma cuenta (fanfiction. net/s/6578633/1/Angel). Sin embargo, no es necesario leerlo para comprenderla, y tengo la intención de hacerla más profunda y oscura que su antecesora. Parte de la idea de que una pequeña Leia de tres años conoce a su padre y adivina su identidad, y éste decide abandonar al emperador para proteger la vida de su hija y para buscar a su hermano gemelo, quien ignoran donde se halla. No obstante, conforme los capítulos avancen todos estos antecedentes serán explicados.
Notas de Autora: Será una historia breve. Cinco o seis capítulos. Tengo varios trabajos pendientes y no quiero alargarme, pero después ver el epidosodio I en el cine y releerme las novelas, especialmente ROTS, además de sufrir un severo disgusto relativo a un examen que me ha atrofiado emocionalmente, necesito trabajar en algo breve y dramatico en un intento por equilibrarme y retomar mi escritura como estaba acostumbrada antes de este extenso y descorazonador lápsus.
Cambio de Cuenta: Este primer capítulo fue publicado primero por mí en la cuenta de Itsumi Riddle, pero una vez recuperé la contraseña para entrar a esta cuenta (llevaba tanto tiempo sin usarla que la había pérdido), lo traslade aqui, ya que esta cuenta la creé exclusivamente para subir fic de Star Wars.
Ángel de las Dunas
POVS Anankin Skywalker.
Fuego. Lava. Ira. Pasión.
El planeta entero ha sido diseñado para ser un reflejo exacto de tus sentimientos. Has matado a los Separatistas. Has matado a mucho otros. Cada vez eres más poderoso. Lo suficiente poderoso para creer que ya no existe nadie capaz de detenerte.
Ni siquiera el Canciller. Matarás a Palpatine, el traidor, —el que te ha convertido en esto que ahora eres—, y gobernarás la galaxia como secretamente siempre añoraste. Junto con tu familia.
El llanto de Padmé viene a ti como un susurro lejano, procedente de otra Tierra. Lo oyes, pero no lo escuchas. Ya has dejado de escucharla.
"Anakin, me rompes el corazón."
Traición. Descontrol.
La voz que susurra en tu mente palabras envenenadas.
"¡Mentirosa!"
La trampa del Lado Oscuro.
Observas caer el cuerpo inconsciente de la mujer que amas, y sabes que eres tú quien ha provocado esa caída, pero no puedes controlarte. Ni tu amor por ella, ni la pizca de confusión que trae consigo la visión de su vientre hinchado, logran detenerte.
Obi-Wan te lo reprocha en tu cara.
"Tú eras el Elegido."
"Tú eras mi hermano, Anakin. Yo te quería, pero no pude salvarte."
Tú no lo crees. ¿Cómo podrías? Y aun dándose el caso de que eso fuera verdad, lo cierto es que no importa ya.
Pero él miente. Siempre te ha mentido.
La voz susurra la verdad en tu mente. Él nunca te quiso. Él te ha traicionado. Tú fuiste para él la lamentable promesa hecha a un maestro muerto. Él te robó al padre que una vez tú quisiste que él fuese, y ahora intenta robarte el amor de Padmé.
Os enfrentais y tú deseas matarlo.
¡Mátalo y serás libre para siempre!
"Tú eras el Elegido. Él que destruiría a los Sith, no el que se uniría a ellos! ¡El que vendría a traer el equilibrio a la Fuerza, no a hundirla en la oscuridad!"
La voz te pide que no escuches. Él es sólo un mentiroso.
Tú eres más poderoso, siempre lo fuiste. Él lo sabe y por eso te engañó. Por eso fingió su amor hacia ti, sólo porque tenía miedo. Miedo de tu verdadero poder.
El dragón de tu interior ruge enfurecido. Pero, aun así, las cenizas distantes de tu verdadero ser se desquebrajan con esas palabras.
Y tú recuerdas…
"Maestro Skywalker, ellos son demasiados. ¿Qué podemos hacer?"
¡Niños! Son sólo unos niños. Pero no. Ellos ya son jedis. Jedis en miniatura que contemplan con rostros que anhelan ser inexpresivos como tú enciendes tu sable de luz, y te repites a ti mismo que esto es por Padmé. Que todo es por Padmé.
Porque tú no puedes perderla.
Porque tú no sabes vivir sin ella.
No son niños, son jedi, te repites. Y tú los odias, tú debes odiarlos. Por todo lo que te han hecho.
La hoja azul cae y el primer enemigo sucumbe ante tu ilimatado poder. Entonces desaparece el segundo, y el tercero. Cada vez es más fácil. El cuarto, el quinto. Mucho más fácil. El sexto. El séptimo. El octavo.
El último es una niña. No sabes cómo has reparado en ello, pero lo has hecho. Es una niña que te contempla con ojos asustados.
Tú la ves, pero no la miras.
Ella no quiere morir. Lo sabes en tus entrañas. Pero ella no es una niña, es una jedi.
Tú hoja cae.
Ella ya ha muerto.
Entonces, sólo entonces, tú comprendes.
La aterradora verdad se rebela para ti.
Tú corazón late. El dragón que habita en tus entrañas parece haberse congelado en un muro de hielo. Examinas el cadáver buscando… manteniendo la esperanza de que todo sea un error… un efecto de la culpa. Pero no hay duda.
Desde el suelo de la sala del Consejo, ese que alguna significo esperanza y que tú has convertido intencionadamente en un cementerio, los ojos muertos de tu hija de cinco años te devuelven la mirada.
Leia.
Tú amado ángel, tu hija.
La niña que te devolvió la vida.
Muerta. Por tu mano.
Porque lo sabes. Lo sabes con la misma intensidad que un día supiste, la primera vez que viste a su madre, que un día Anakin Skywalker crecería y tú te casarías con ella. Lo sabes con la misma desgarradora seguridad que supiste, el día que te reuniste con la tuya propia, diez años después de haberla abandonado, que habías llegado unos minutos demasiado tarde.
Simplemente lo sabes. E incluso la voz de tu interior, esa que nunca te falla, esa que siempre te exhume de culpas y te hace sentir querido, te lo escupe a la cara.
Esta es la verdad.
Leia.
Tu hija.
Muerta.
Para siempre.
La verdad…
La verdad, Anakin Skywalker —Darth Vader— , es que tú la has matado.
— ¡NOOOO!
El joven Anakin Skywalker despertó de repente, con el corazón martilleando fuerte contra su pecho en una vertiginosa carrera de dolor y culpa. Nunca supo si aquel desgarrador grito había sido producto de sus labios o únicamente de su imaginación.
Las lágrimas anegaban sus mejillas y sus ojos nublados se debatían entre el más profundo y luminoso azul, y la terrorífica mezcla de amarillo y rojo. El remordimiento dentro de sí lo devoraba. La gélida culpa congelaba lentamente sus entrañas junto con el recuerdo de Padmé, su esposa muerta por su mano, y junto con el recuerdo de Obi-Wan, su viejo hermano, y el de los otros jedis asesinados, incluidos los niños.
¡Leia!
El corazón de Anakin aceleró el ritmo y sus entrañas fueron consumidas por una agonía tal que creyó que no resistiría, mientras su rostro giraba un ángulo de noventa grados para contemplar con sus propios ojos, su sombra en la fuerza no bastaba, la sosegada figura de su pequeña nina durmiendo plácidamente en una cama a la derecha de la suya.
Leia estaba a salvo.
Su oscuridad no había acabado con ella como sí lo había hecho con el resto de seres que amaba. Anakin se concedió a sí mismo un suspiro tranquilo y un momento de tregua. Su hija estaba a salvo. Al menos no había fracasado en eso. Todavía.
El todavía retumbó en sus odios como las primeras notas de un canto fúnebre.
¿Por cuánto tiempo?
Incapaz de permanecer acostado por más tiempo y sabiendo que el sueño lo rehuiría por lo que quedaba de noche, Anakin apartó las mantas de sí y tomó la vieja túnica de tela oscura para cubrir la parte superior de su cuerpo. Se incorporó, cerró los párpados unos instantes para serenarse, expulsó con discreción su malestar a La Fuerza y, tras una última mirada a su hija, abandonó el camarote principal de la nave para dirigirse a la cubierta.
La visión del espacio profundo, un manto de terciopelo sombrío salpicado por pequeñas motas de esperanza y de luz, siempre había logrado calmarlo. Incluso en las peores circunstancias. Ahora ya no era sí.
Las estrellas le recordaban todo lo que había perdido, todo lo que debería haber sido suyo. La oscuridad lo envolvía y la voz susurraba desde los confines frágiles de su mente, que ni siquiera él podría huir para siempre. Que un día los controles de su destartalada pero veloz nave fallarían, y que ni siquiera todo su abrasivo poder sería suficiente para proteger a su hija, quien quedaría indefensa en las deleznables manos del Emperador.
E incluso si los motores nunca fallaban, si su hábil manejo del sable láser y su poder bruto sobre La Fuerza eran suficientes para mantenerlos a salvo, para seguir huyendo, ¿cuántos meses más de búsqueda infructuosa tras un hermano que tal vez no existiese, habrían de transcurrir para que Leia recayera en su error? ¿Cuántos meses más hasta que su preciosa hija comprendiera por fin que se había equivocado al abandonar el mundo de lujo y esplendor en Alderaan, para acompañar a su padre en una loca carrera por los confines de la galaxia? ¿Cuántos meses hasta que le pidiera regresar, hasta que él no pudiera ofrecerle nada excepto suplicas huecas para retenerla a su lado?
No mucho tiempo, susurraba la voz. No faltaba mucho tiempo.
Él se negó a escuchar en esa ocasión, como siempre hacia, pero pese a su deseo de ignorarla la sombra persistía en su maldad. Hay otra opción, la sombra ofrecía. Podemos volver atrás.
Porque la sombra lo perdonaba, la sombra lo aceptaba y lo entiendía. La sombra le ofrecía poder. El poder necesario para detener esa huida infinita por el universo y para proteger a Leia. Los ecos de su pesadilla resonaron en su mente. El rostro desencajado de Padmé, la decepción en los ojos de Obi-Wan.
Pero ellos no están aquí ahora. Ella se atrevió a abandonarte en la muerte, susurraba la sombra, y él nunca te amo. Él te dejo morir en un pozo de lava.
Yo lo merecía. Lo merecía.
En ese momento Anakin lo creía de verdad. Así fue cómo logró resistir una noche más. Y un día más.
Pero, ¿hasta cuándo?
— ¿Papá?
Anakin parpadeó con sorpresa, alejando de sí la insoldable imagen del espacio exterior y el eco de sus luchas internas, y giró el rostro para contemplar a la pequeña niña que lo había llamado, la misma que ahora caminaba hacia él con los pies descalzos chapoteando sobre el suelo de la nave y los brazos extendidos, exigiendo un abrazo.
Él no pudo menos que obedecer de inmediato su petición silenciosa. Recorrió la distancia que los separaba en un par de pasos y la acogió entre sus brazos, aupándola consigo. Leia se acomodó plácidamente y con rapidez entre el hueco de su pecho y sus brazos, como si aquel rincón de entre todos los que existían en el universo hubiese sido concebido específicamente para ella. Para que su padre la acogiera y la amara.
Sus enormes ojos castaños observaron los suyos con una profundidad inusitada, poseyendo en él el mismo efecto que una vez tuvieron los de su madre, ambos arpones que se proyectaban directamente sobre su alma.
Anakin acarició sus cabellos castaños, antaño tan largos como los de su propia esposa, habían sido cortados ahora a la altura de su barbilla.
— Leia… Mi hermosa princesa —existía un ligero tono de reprobación en su voz, uno tan leve que no llegaba a ser reproche—. Deberías estar durmiendo, pequeña.
— Me desperté —se excusó la vivaz niña sin vergüenza, con los ojos aún somnolientos—. Algo no se sentía bien. Me dolía aquí, mucho…
Sus diminutas manos, no tan pequeñas como Anakin las recordaba la primera que se encontraran, casi dos años atrás, volaron hasta su propio pecho, encima del corazón, y después se trasladaron al pecho de su padre.
— ¿Te duele?
— Sólo un poco —admitió él, consciente que sería inútil mentir—. Ahora ya estoy casi bien.
La pequeña se acurrucó aún más entre sus brazos, frunció el entrecejo y sus labios se curvaron en un gesto de protesta.
— No me gusta si estás triste, papa. Seguro que a mi hermanito tampoco le gustaría. Ya veras como lo encontraremos pronto.
Anakin hubiera deseado compartir esa inquebrantable fe con su hija, pero era muy difícil después de casi dieciocho meses de búsqueda infructuosa. Sin embargo, sensación extraña siendo que siempre le gustó llevar la contraria, bastaba con escuchar esa aseveración por parte de Leia y con percibir en La Fuerza como sus emociones la corroboraban para creer que era posible.
Porque esa era la magia de su hija.
Ella lo hacía posible.
Gracias a ella ya no importaba cuan insistente fuera la sombra tratando de atraerlo hacia sus trampas, ni las ofertas de venganza y de poder ilimitado que susurraba su oído, ni la promesa de perdón y expiación para sus pecados, ni siquiera la tentación de olvido, pues para Anakin bastaba con mirar el amor ilimitado en los ojos de su hija —tan ilimitado como inmerecido—, la admiración y la completa aceptación que brillaba en estos para con él, para saber de inmediato que no la arriesgaría por nada.
Ni por el trono de un Imperio Galáctico, ni por la paz y el olvido que tan insistentemente le ofrecía el Lado Oscuro.
Anakin había fallado a su madre, pero se negaba a fallar a su hija.
Si mantener a Leia a salvo significaba una huida eterna por el hiperespacio, así sería. Si significaba renunciar al poder total, y retener para siempre a Darth Vader prisionero en los fuegos incandescentes de su interior, que así fuera. Si significaba resistir cientos de noches plagadas de pesadillas, debatiéndose entre la culpa y la soledad, aceptaba la condena.
Porque Anakin haría cualquier cosa por Leia.
Su hija Leia. El primer ser, el segundo después de Smi, que le ofreció su completo amor sin motivos ni condiciones, y que lo aceptaba pese a todas las razones por las que debería no hacerlo. Que lo amaba sin pedirle nada a cambio, ni una única cosa, nada aparte de traer de vuelta su amor.
Por eso Anakin haría cualquier cosa por su hija.
Cualquier cosa por más que doliera.
— ¿Papá?
Ella llamó de nuevo su atención y él se permitió dejar atrás sus fantasmas muertos y sus fracasos, y formular una pequeña sonrisa.
Por Leia.
— Si, ¿princesa?
— ¿Te acuerdas que me prometiste que mañana me enseñarías a pilotar el Halcon sin ayuda?
— Creo recordar que "con mi ayuda" fueron mis palabras exactas, Leia —corrigió él con un tono travieso—.
El ceño de la pequeña se arrugó, insatisfecha porque hubiera reparado en ese pequeño detalle. Era increíble lo mucho que se asemejaba Leia a él cuando tenía su edad. Existía en ella cierta dulzura especial y un idealismo que también habían existido en Padmé, pero su temperamento y su amor por el pilotaje los había hereddado de él. Eso hacia sentir a Anakin ridículamente orgulloso, aunque también acrecentaba su temor a que ella decidiera seguirlo a él en cualquiera de sus peligrosas aventuras.
— Bueno, eso —accedió la niña un poco enfurruñada—. ¿Vas a cumplir esa promesa, verdad?
— Por supuesto que sí, princesa. ¿Qué te ha hecho creer lo contrario?
Por intensos y doloroso que fueran sus demonios internos, Anakin jamás permitía que estos interfirieran en su relación con su hija. La culpa era un peso que sólo le pertenecía a él.
Leia se encogió de hombros. En vez de responder su pregunta, cuestionó ilusionada.
— ¿Me enseñarás ahora?
— No —se negó contundencia, tratando de anular la diversión que sintió cuando Leia le sacó la lengua—. Como tú muy bien sabes, princesa, ahora es demasiado temprano para hacer otra cosa que volver a dormir.
— Pero… ¡Pero yo no tengo sueño!
Anakin contuvo un suspiro. Leia se había cruzado de brazos y había sustituido su mirada anterior por otra que pretendía infligir en él lástima para convencerlo.
— Por favor… —insistió, colocando un suave beso en su mejilla—. Papá, por favor… Yo no tengo sueño y tú no estabas durmiendo.
El brillo ilusionado de sus ojos castaños estaba diseñado sólo para manipularlo. O eso se repitió Anakin a sí mismo. Ese rasgo de su personalidad no había sido herencia suya. Él había sido mucho más directo en su juventud.
En una situación semejante, él hubidra pretendido dormir y, más tarde, una vez que su madre u Obi-Wan hubiesen estado realmente dormidos, se habría levantado a hurtadillas para trabajar con sus droides, inscribirse en alguna carrera ilegal en los bajos barrios de Corusant o alguna otra hazaña por el estilo. Leia siempre prefería las negociaciones. Ella podría ser un excelente político con la edad. Pero todavía le faltaban unos pocos años para eso.
— Ah… Pero la nave no abandona el hiperespacio hasta dentro de siete horas y yo planeaba dormir hasta entonces. Tú puedes permanecer a la espera en el puente si quieres, aunque a lo mejor luego estás demasiado cansada para nuestras clases, o venir conmigo ahora.
Recostando la cabeza contra su pecho, aún entre sus brazos, la pequeña Leia se mordió el labio, debatiendo cómo mejorar ese trato para sí.
— Si voy contigo ahora… ¿Me contarás un cuento antes de dormir?
— Claro, princesa. El que tú quieras.
— Entonces, vale —accedió—.
Anakin sonrió con ternura y llevó de vuelta a su hija al discreto camarote que ambos compartían a bordo del Halcon Milenario, la destartalada nave que había ganado a unos contrabandistas en una partida de saabac, pocas semanas después de la peligrosa operación que le había devuelto las extremidades a su cuerpo en el planeta Kamino.
— ¿Qué cuento quieres escuchar hoy?
— El de mamá y tú cuando os enamorasteis y tuvisteis que luchar contra los monstruos en el circo de arena —pidió, mientras él la arropaba—.
Anakin asintió e ignoró la dolorosa sensación de perdida que traía siempre consigo la mención de su esposa fallecida. Era difícil hablar sobre ella. Tan difícil que algunos días creía su corazón romperse en fragmentos después de contar una de esas historias. Pero el dolor no lo retuvo de hablar. Había cometido muchos errores en su vida, algunos por los cuales se arrepentía, algunos que volvería a cometer. Había sido siempre egoísta, rigiéndose por sus deseos.
Culpa de esos deseos y de su prepotencia, su queridísima e inteligente Leia jamás tendría la oportunidad de conocer a su madre. Jamás podría amarla como él la amo, ni deleitarse con la hermosura de sus cabellos rizados, ni con el brillo de sus ojos castaños, ni con su bondadosa sonrisa, ni con la compasiva fortaleza digna de una reina. Anakin moriría por remediarlo. Si existiese alguna oportunidad de intercambiar la vida de él por la de ella la tomaría sin dudarlo un instante, pero, de momento, había tan sólo una cosa que podía hacer por Padmé.
Por eso, dos años atrás, pocas semanas después de encontrar a Leia, se había jurado a sí mismo que no permitiría jamás a su preciosa hija que creciera sin conocerla, sin tomar conciencia la mujer que más la amo, incuso si dicha persona falleció pocos minutos después de traerla al mundo a ella. Por esa razón y pese a lo mucho que dolía, Anakin Skywalker se forzó a sí mismo a sonreír y a iniciar la requerida historia.
— Érase una vez, en una galaxia muy, muy lejana… una joven e inteligente senadora que poseía dentro de sí el corazón y la hermosura de los ángeles. Un día, ella conoció a un joven caballero jedi quien…
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