A AngelaGiadelli, propiciadora de que plasmara esta idea, vaga e informe, una fría noche de enero.


Me despierto a causa de la arena que arrastra el viento del desierto y que muerde con saña la piel morena de mi rostro.

Soy un hombre. Del Cercano Harad.

Ni joven ni viejo. Ni bueno ni honrado. En el aduar en que de chiquillo me (mal)crié, donde las moscas y los tábanos nos masacraban si arriesgábamos a salir de la choza enjalbegada cuando el sol apretaba, no había futuro.

Nunca lo tuve.

Y podía haberlo tenido, habiendo nacido hombre en una sociedad falocéntrica y patriarcal como aquélla. Quizás fue la única suerte que me tocó.

Mi padre fue un mal tipo, ruin y maltratador. Tanto que consiguió que ejecutaran a mi madre por un delito que no cometió y que ni tan siquiera debería considerarse delito, pero ya sabéis, aquí la mujer pinta poco. El muy cabrón, hasta me convenció para participar. Mi hermano no dudó en lanzar la primera piedra. Yo sí. Lloré, pero el chamán de la aldea era persuasivo (por eso era chamán). «No estás haciendo nada malo, hijo. Se lo merece». Valiente malnacido.

Después de aquello ya no podía vivir con mi progenitor, y la familia de mi madre consecuentemente no quiso saber nada de su descendencia. No les culpo. Yo tampoco quería saber nada de mí.

Una noche en que mi padre no llegó ni a subirse al camastro de lo ciego que iba, afané todo lo que pude arramplar de valor en el chamizo y me fugué. Y allá te las hayas.

Cuando la necesidad impera, la astucia se desarrolla hasta límites insospechados... Y la supervivencia... Y la iniquidad. Dejas de preocuparte por el prójimo porque tú eres lo primero.

No soy un buen hombre. He mentido, he robado, he matado. Pero sí que puedo estar orgulloso de algo. De una sola cosa en mi vida. Lo recordaba todos los días al despertarme y procuraba respetarlo hasta que llegaba la noche, y así pasasen los años. Y es que nunca, nunca, he puesto la mano encima a una mujer, y cuando he visto alguna en apuros, ya se me diera un ardite porque ni la conociera, siempre he intervenido para ayudarla.

Incluso aquella vez en que por salvar a una muchacha en Umbar, a la que le estaban propinando una paliza tremenda por no querer doblegarse ante un cerdo sin escrúpulos, recibí un sablazo proveniente de su alfanje en toda la tráquea. Lo cual sirvió para que en la distracción, la joven huyera mientras yo me desangraba.

Bueno, se puede decir que al menos morí honorablemente aunque no fuese agradable. Al cabo me desperté en un desierto, entre dunas, sin nadie, donde nunca se pone el sol. Pero por suerte albergo el recuerdo de dos pares de ojos: los azabaches y vivaces de mi madre en algún fugaz momento de felicidad, y los verdes glaucos de la chica, sorprendidos de que alguien la salvase.