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El otro reflejo
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Se vio flotando en la inmensidad. Eterna y profunda opacidad alrededor. Ojos al frente: donde una criatura de real pureza destacó solemnemente: blanca, impoluta, angelical. Una criatura humana, aunque no pareciera. Era el reflejo de la parte cándida de la humanidad. Tal vez así debía quedar para siempre, pero eso sería congelarla o pintarla en el lienzo de los recuerdos. ¿Qué hacer con ella? La cosa aún tenía dudas. Aún las tenía, pero era inútil seguir cavilando sobre preguntas que pronto hallarían su obligada respuesta. Sí. Con el tiempo esas dudas se desvanecerían. Entonces, ¿qué sentido tenía esperar? Todo ya estaba en proceso, la inexorable transformación estaba en marcha.
—Dejaré que me mates —habló el reflejo.
En verdad...
—Casi no te reconozco —dijo la cosa— y la próxima vez que te vea, ya no sabré quién eres.
Ella le dedicó una sonrisa triste. Ya lo había aceptado.
—No importa —Tenía los ojos fijos en la cosa— porque tengo la esperanza de que algún día volveré. Tal vez algún día encuentres a alguien que me reviva.
—El único que podría hacerlo está muriendo en este mismo instante.
—También habrá esperanza para él.
La cosa no dijo nada. Desde ese lado del espejo, la ingenuidad era devastadoramente cruel y hasta retorcida. Y la criatura angelical, por algún lazo que todavía la conectaba a la cosa, supo lo que pensaba. Sin embargo, tan esperanzadora como era ella, no perdió la ilusión, y mantuvo la sonrisa hasta que una extremidad le atravesó el vientre y tiñó el inmaculado de escarlata.
La cosa se miró el objeto de matanza y vislumbró el carmín sobre el metal. Y con el rostro impertérrito miró al frente como si fuera la primera vez que lo hacía, y distinguió los mecánicos ojos rojos y el esqueleto metálico.
La transformación estaba terminada.
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Despertó sobre una cama metálica y miró la potente luz que le daba al rostro. No obstante, sus ojos estaban bien, no dolían como lo hubieran hecho en el pasado, un pasado que ya no recordaba, pero que sabía que se había encargado de eliminar.
A su alrededor, el olor a sangre y carne abundaba y los alaridos impregnaban el macabro lugar. Todo estaba oscuro. No para ella. No para a quien le habían reemplazado los ojos por algo más fuerte y mecánico.
Y con perturbador estoicismo, siguió escuchando los bramidos infernales de su futuro compañero de masacre. Estimaba que en siete horas con cuarenta y nueve minutos y diecisiete segundos la otra cosa estaría lista.
Esperar quieta era todo lo que debía hacer.
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Se miró al espejo con los ojos abiertos de par a par como si hubiera hecho un gran descubrimiento. Había algo en el reflejo que no encajaba, es decir, ella jamás hubiera usado un vestido blanco si no fuera porque su esposo prácticamente se lo había pedido de rodillas. Sin embargo, ¿era ella?
Su sorpresa y confusión aumentó cuando le pareció ver una sonrisa de extrema dulzura y candidez reflejada en el cristal. Y se oyó una voz tan suave que pudo haberse confundido con el soplo del viento: sabía que encontrarías a quién me reviviera, dijo el reflejo.
—Dieciocho, el helicóptero de la Corporación Cápsula nos espera para llegar a la fiesta de Bulma —anunció Krillin.
La rubia parpadeó totalmente desorientada y el reflejo pareció ser el mismo de siempre. ¿Acaso había sido su imaginación? Sacudió su cabeza y miró a Krillin con el traje de gala puesto y a su hija que estaba agarrada de la mano del padre.
—¿Dieciocho? —Krillin la miró desconcertado.
—Dense prisa —instó Diecisiete, quien había entrado al living para ver por qué se tardaban tanto.
La rubia los miró a los tres, y fue como si mirara una foto de algún recuerdo feliz.
—Ya vámonos —finalmente dijo.
