La aguja entraba, dejaba aquello que el bailarín tanto había deseado y se iba con delicadeza, la delicadeza que usa la más hermosa de las bailarinas para mover los brazos de la más hermosa de todas las músicas.
La aguja ya había danzado una y mil veces anteriormente en el mismo alargado escenario, ya había danzado una y mil veces anteriormente entre las ramas de su cuerpo, mas aquella danza no podía cubrir un dolor. El dulzor y la agradable sensación siempre se veían eclipsadas por el dolor que le producía el más brillante, gigante, hermoso y tortuoso de todos los soles.
El sol, su sol, Apolo mismo.
Ese mismo sol que tantas alegrías le habría traído con una sola sonrisa, un solo "buenos días" alegre; penuria y dolor solo le traía. La misma muerte en vida, todo el dolor, toda pérdida posible que un mortal sufriese le traía aquel sol.
Un baile, otro, uno más, otro último, sin parar, sin pensar. Cada vez más profundo, cada vez más intenso. Ese baile mortal era el que más necesitaba de entre todos para ser "feliz" y para calmar el otro movimiento de dolor.
«Apolo, oh dios mío, ¿Acaso eres tú?» Decía ante los hermosos focos que hacían brillar el final de su danza, un fulgor hermoso que le hacía sonreír cuando el último acto estaba por acabar. Siguió su luz, siguió la luz, la luz que era aquello que más quería.
