Su plan había sido esperar a que terminaran los sacrificios para tomarlos por sorpresa y destruir el Yelmo que ahora reposaba entre los cadáveres, la sangre y el agua. Pero un último e inesperado sacrificio, un acto simbólico fruto del orgullo y el odio de Vargûl Ashnazai, había sorprendido a todos. Así, Seregil se había visto obligado a cambiar su estrategia en el último momento, optando por atacar al nigromante, cortándole primero los brazos y luego la cabeza, para evitar que el arma volviera a caer de forma inexorable sobre el torso del joven sacrificio.

La sangre de Ashnazai había caído cual lluvia sobre el cuerpo desnudo de Alec antes de unirse a la del resto de los sacrificios. Cuando la sangre se mezcló con el agua en la que reposaba el Yelmo, este empezó a brillar. Seregil no tuvo tiempo de liberar a Alec, que miraba a Seregil como si de una aparición se tratara, y siguió avanzando hacia Mardus. Tras ver la luz que desprendía el Yelmo y entender lo que eso implicaba, Mardus se había metido en el agua dispuesto a recuperarlo, no sin antes agradecerle a Seregil la poderosa ofrenda que involuntariamente le había hecho a su dios.

—Aunque debería haber matado a ese cachorrito tuyo cuando tuve la oportunidad —gruñó Mardus—.

—Sí, deberías haberlo hecho —replicó Seregil, apretando los dientes mientras evaluaba a su rival—.

Mardus no era musculoso, pero contaba con la protección de su coraza y se encontraba lejos de Seregil mientras avanzaba en dirección al Yelmo.

—También te dejaste a Nysander, ¿lo sabías? —dijo con la esperanza de distraer a Mardus—. Está vivo. Los Cuatro lo estamos.

—Y a pesar de ello, habéis fracasado —se regodeó Mardus mientras alzaba el Yelmo en dirección al mar para admirarlo mejor—. Yo soy el Vatharna, el elegido de Seriamaius. ¿Crees que puedes enfrentarte a mí ahora?

Seregil corrió hacia él con todas sus fuerzas, pero ya era tarde. El Yelmo descendió sobre su cabeza y el Vatharna se dio la vuelta hacia Seregil, pero los llameantes ojos azules que el Yelmo enmarcaba no eran los de Mardus, sino los de Nysander. Seregil se detuvo en seco al reconocer el rostro de su amigo y maestro, que era como un segundo padre para él. No podía moverse, pero tampoco podía dejar de mirar.

—¿Por qué, Nysander?

La mirada de Nysander estaba llena de determinación mientras avanzaba lentamente hacia Seregil.

—¡No puedo! ¡Por favor! —rogó Seregil—.

—Debes hacerlo —la voz de Nysander sonaba débil y cansada—. Acepté esta carga de forma voluntaria. Conoces la profecía y debes actuar ahora, mi querido niño. No existe otra solución, ni nunca ha existido.

Seregil sentía su cuerpo flotar, pero no se movió.

—¡No lo haré!

—No queda mucho tiempo —advirtió Nysander—.

—¡Tiene que haber otro modo!

A pesar de lo inhumanos que parecían los centelleantes ojos de Nysander, Seregil supo interpretar la mirada de tristeza y decepción que este le dedicó. Nysander nunca le había mirado así, y Seregil sintió un enorme peso en su estómago, pero aun así no se movió.

—No quiero tener que recurrir a medidas drásticas.

Seregil se quedó sin habla, incapaz de imaginar a qué se estaría refiriendo Nysander. Él prefería morir a tener que matarle.

—Lo sé, mi querido niño —dijo Nysander, contestando a sus pensamientos—. Y siento tener que hacer esto.

Nysander alzó las manos y rayos de electricidad brotaron de sus dedos, formando una enorme esfera de luz que flotó ante su rostro, antes de salir despedida en línea recta. Seregil no se movió, dispuesto a morir si era necesario, pero el rayo pasó a su lado sin rozarle siquiera. Aliviado, miró a Nysander con el atisbo de una sonrisa nerviosa en sus labios, hasta que oyó un grito a sus espaldas y recordó que Alec aún seguía apresado en el altar de los sacrificios.

—¡Alec!

Seregil no podía creerlo y se dio media vuelta para verlo con sus propios ojos. Alec se retorcía y gemía entre espasmos de dolor. Una segunda esfera pasó al lado de Seregil y golpeó a Alec con tanta fuerza que este quedó inmóvil.

—¡¿Lo has matado?! —Seregil se giró hacia Nysander, lleno de rabia—.

—El tercer golpe lo matará —contestó Nysander con los dedos llenos de electricidad—.

—¿Por qué él? —preguntó Seregil, aunque ya conocía la respuesta—. ¡Él no ha hecho nada!

—Sálvalo de mí.

Nysander moldeaba su tercera esfera de luz. El Yelmo parecía distinto ahora, y sus ojos ya no eran los de Nysander. Seregil apenas podía reconocer al mago que tanto amaba.

—Sálvalos a todos.

Las lágrimas no le dejaban ver nada mientras cargaba contra Nysander, pero eso no le impidió alzar su espada con ambas manos y dejarla caer con todas sus fuerzas sobre el casco y la cabeza de Nysander, destruyendo ambos de un solo golpe.

La esfera de luz empezó a desvanecerse, pero una vez libre de los dedos de Nysander, empezó a avanzar hacia Alec, que aún yacía inconsciente y esposado.

—¡No! ¡Alec!

Seregil echó a correr de nuevo, pero solo llegó a recorrer un trecho antes de que el rayo impactara a Alec.

—No…

A medio camino entre el cuerpo inerte de Alec y el destrozado cadáver de Nysander, Seregil se desplomó de rodillas sobre la roca, incapaz de respirar. Se ahogaba, y entonces el suelo se hundió a sus pies y un oscuro mar de sangre lo engulló.