ADVERTENCIAS: Esta idea no es mía, llegó a mi cuando leí un minific escrito para la guerra florida, se llama La Peor Pesadilla, y lo escribieron Liovana, Saray Gazel y CandyFann.

Ellas describen que Albert fue infiel, pero el fic se acaba cuando Candy despierta, y se da cuenta que lo que soñó no es real, y a mí me dio curiosidad saber qué habría pasado si ella no hubiese estado soñando, así que las invito a descubrirlo conmigo.

Candy Candy no me pertenece. No siempre respeto el canon de la historia, y honestamente en este punto no sé si será un Albertfic o un Terryfic, pero todas son bienvenidas a leer. Si se van a enojar por un Albert infiel, les invito a no leer. Les prometo una historia de amor, pero no todo será rosa. Hay escenas de contenido adulto.

Capítulo 1:

Candice White Andrew era una mujer feliz, estaba casada con el amor de su vida, y tenían dos hermosos hijos varones, su historia de amor era material para cualquier novela rosa. Ella lo había conocido cuando era una niña de 6 años, y él era un jovencito de 14 años, él había estado ahí para todo, había sido su amigo, su cómplice, su paño de lágrimas.

Un día ella descubrió que él era el príncipe de la colina, y corrió a los brazos de su primer amor, su odisea para casarse había sido una pesadilla a ratos, enfrentar a la tía Elroy, al consejo Andrew, a los prejuicios sociales, pero al final, el amor había vencido.

El Consejo Andrew claudicó en cuanto supo que Albert estaba dispuesto a renunciar a la presidencia y a manejar los negocios Andrew si no aceptaban su relación con Candy. La realidad era que William Albert Andrew era magnífico en los negocios, y ellos eran demasiado viejos como para preocuparse de hacer más dinero.

La tía Elroy claudicó el día que observó detalladamente a su sobrino y se dio cuenta que su mirada se iluminaba con tan solo ver a Candy, sabía de sobra que Candy no se casaba por dinero, que sería un apoyo para William, además si se le apoyaba en esta locura y sentaba cabeza no se le ocurriría escapar una vez más a sabrá Dios que parte del mundo, Candy sería su ancla a Chicago, a la familia, al consejo, a los Andrew y su estilo de vida.

La sociedad les importaba un comino, y la realidad era que la sociedad en la que se movían se rendía ante la imagen y la belleza, y Candy era bella, con los estilistas adecuados, y su grácil sonrisa en pocos meses todos olvidaron porque se habían escandalizado y se prendaron de la atractiva pareja, él un Adonis, ella una virginal ninfa.

Se habían casado, habían hecho de la mansión de Chicago su residencia oficial, y durante 5 años habían sido la imagen perfecta del matrimonio feliz. Sus dos hijos, Anthony y Alistear Andrew eran rubios como ellos, uno de ojos verdes y otro de ojos azul cielo. Anthony tenía 4 años y Stear 3.

Nueva York

Albert despertó envuelto entre sábanas y suaves brazos de mujer, por un momento entre la inconciencia y la bruma del despertar distinguió el suave aroma a rosas y sonrió, sabiéndose feliz entre los brazos de su mujer, de pronto una voz diferente, ronca y sensual lo sacó de la bruma y lo trajo a la realidad, observó a su alrededor y se dio cuenta que estaba en su habitación del departamento de New York, pero el aroma de la mujer a su lado ya no eran rosas, sino orquídeas, sintió sus manos experimentadas recorrer su cuerpo desnudo, y la pasión lo nubló cuando ella invadió su boca con su lengua.

Él correspondió al beso y recorrió las curvas de la mujer, el abundante cabello lacio y oscuro calló hacia adelante, su fragancia lo embriagó, y se perdió en sus caricias, enviando a un rincón oscuro de su mente la imagen de la hermosa rubia que lo esperaba en Chicago.

¿No puedes quedarte más tiempo?

No Amelia, ya retrasé mi regreso una semana.

¿Y eso que?

Mis negocios están concluidos.

No quiero que te quedes otra semana por negocios.

Debo ver a mis hijos y a mi esposa.

La chiquilla esa puede esperar…- ella detuvo su comentario cuando percibió qué él se tensó y se alejó.

Te he dicho una y mil veces que no te atrevas a hablar mal de ella.

No te entiendo William, si tanto la respetas que haces volviendo a mis brazos cada vez que vienes a Nueva York.

Amelia, la amo, tú sabes perfectamente que tipo de relación tenemos.

Física, te vuelvo loco, y sin embargo…

Si no te gusta aquí podemos terminar, sabes perfectamente que jamás dejaré a mi mujer, lo sabes desde el primer día que te entregaste a mí.

Amelia no dijo nada y se perdió entre sus pensamientos mientras él la tomaba a placer, besando su cuello, tocando su cuerpo con sus manos varoniles, dejando rastros sobre su piel con su incipiente barba.

Nueve meses atrás.

A Amelia Davenport se le había metido en la cabeza que William Albert Andrew sería suyo. Lo conoció en una reunión de negocios, y quedó prendada de su varonil figura, de su seguridad, de su poder. Él no la hacía en el mundo, hasta que le ganó el trato con uno de los inversionistas más difíciles, ese día William Andrew se enteró que Amelia Davenport existía.

Amelia era una hermosa y sofisticada mujer dos años más joven que Albert, con piel de alabastro y cabellos tan negros cómo el ébano, abundantes y lacios. Sus ojos color gris, grandes y expresivos bordeados por espesas pestañas. Era alta, con una grácil figura, parecía el tipo de mujer que podía adornar las pasarelas de moda en Paris, y su vestuario sin duda era sacado de una revista de modas. Definitivamente sensual, una mujer de mundo, hábil en los negocios y en la cama.

Albert nunca había conocido una mujer como ella, Rosemary, la tía Elroy, la misma Candy, eran mujeres inteligentes, pero apegadas a la familia, su mundo a decir verdad era reducido, mientras el mundo de Amelia parecía no tener límites, al principio su admiración era meramente novedad, y esa novedad lo hizo llevarla a comer después de que le ganó el inversionista.

Le pidió a George que la investigara, y le sorprendió saber que ella manejaba su fortuna por sí sola desde los veinte, a sus 31 años seguía sin casarse, y era franca en cuanto a su opinión de los hombres y su vida personal, se le conocían suficientes pretendientes, las malas lenguas decían que también había amantes, pero eso no le importó a Albert, a él solo le importaba su opinión en los negocios.

A la semana ya eran socios y al mes Albert la veía como parte importante de su vida, esperaba con ansias encontrarla en Nueva York, pronto las reuniones no fueron sólo de negocios, un día la acompañó a escoger un vestido, ella no podía subir el cierre, y salió del vestidor para que él le ayudara, Albert no pudo dejar de notar el contraste de su lencería de encaje negro francés con su hermosa piel blanca.

Durante los siguientes tres meses Albert estuvo muy seguido en Nueva York, la acompañaba a todos lados, siempre con discreción y cuidando de no ser fotografiado a su lado, Amelia parecía una más de sus socios, Candy la conocía como Davenport, el nunca mencionó que era mujer, a ella nunca se le ocurrió preguntar.

El día de año nuevo Candy debía acompañarlo a una fiesta en Nueva York, sin embargo, Alistear enfermó y él se fue solo, no podía faltar, había sido invitado personalmente por el señor Rockefeller. Era una fiesta de lujo, privada, la prensa no estaba invitada. Albert llegó vestido con su impecable frack negro, camisa, pajarita y chaleco inmaculadamente blancos, los puños de su camisa eran cerrados por engañosamente sencillas mancuernillas de platino y diamantes.

Albert estaba molesto, le había dicho a Candy que era importante que asistieran a la reunión, anhelaba presumir a su mujer, y en su mente las alertas rojas con respecto a Amelia no podían ser ignoradas, estaba seguro y consciente de que la mujer lo atraía, y sabía que él no le era indiferente, por su bien y el de Candy debía presentarlas, poner distancia. Pero cuando el pequeños Stear enfermó Candy se negó a acompañarlo, era una simple gripe, algo de fiebre, pero Annie y la tía Elroy le habían asegurado a la rubia que ellas se harían cargo del pequeño. La rubia se había indignado cuando él le dijo que aceptara la oferta.

Chicago. Mansión Andrew.

No puedo dejar a Stear.

Cariño, es un resfriado, la tía, Annie, Dorothy, y el ejército de nanas y sirvientes que hay en esta casa pueden hacerse cargo de él sin problema.

Pero él no quiere a nadie más que a su madre.

Candy, Stear es un hombrecito, debe aprender a no vivir pegado a las faldas de su madre.

¡Albert! Es un bebé, tiene tres años.

Candy, no le pasará nada, es importante, por favor acompáñame.

Mi hijo es más importante que cualquier reunión.

Y también más que tu esposo al parecer.

No tienes derecho a reclamarme, durante los últimos seis meses haz viajado mucho, los niños y yo hemos pasado mucho tiempo sin ti.

Tengo trabajo Candy, y más de una vez te he dicho que pueden viajar conmigo. - Él comenzaba a molestarse, como se atrevía a reclamarle, cuando todo lo que hacía lo hacía por ellos.

Claro, porque es lo mejor para dos niños pequeños andar de tren en tren, de mansión en mansión… los niños necesitan constancia y rutina.

Candy, no voy a discutir por esto una vez más, por favor prepara tus cosas, nuestro tren sale en dos horas. – el vio cómo su hermoso rostro se endureció, y por un segundo lamentó su tono de voz, en qué momento se le había ocurrido que darle órdenes a su rebelde esposa le iba a servir de algo.

William Andrew, no soy una de tus empleadas, soy tu esposa, y no puedes venir a darme órdenes, sugiero que mandes un telegrama al señor Rockefeller y te disculpes, porque nuestro hijo te necesita.

Candy, no voy a hacer eso.

Por lo visto los negocios son más importantes que tu familia. - Ella no le dio oportunidad de responder, salió de la biblioteca dando un portazo.

Albert la buscó en su cuarto y la encontró con el pequeño Stear acostado en la enorme cama matrimonial, mientras Candy se desvivía por él. Celos estúpidos lo invadieron, el pequeño era su hijo, pero a decir verdad hacía cuatro años que Candy no era sólo para él, su exclusividad había durado tan poco. Amaba a sus hijos, pero a veces se preguntaba si no hubiese sido mejor esperar para tenerlos. Eso les hubiese dado tiempo para disfrutarse más.

Me voy.

Está bien, que tengas buen viaje. - Ella ni siquiera lo volteó a ver, él tomó su maleta y se dirigió a la estación.

Nueva York:

La hermosa mujer enfundada en un vestido rojo strapless, pegado al cuerpo, dejando muy poco a la imaginación distinguió la figura del apuesto hombre en cuanto llegó al hotel, esperaba verlo con su esposa, él le había dicho que ella lo acompañaría. La suerte parecía sonreírle, estaba sólo.

-William. - él volteó y perdió el aliento, se veía hermosa.

- Amelia, que coincidencia que llegamos al mismo tiempo. –

- ¿Tú esposa?

- Se quedó en Chicago, mi hijo menor está enfermo.

- Lo lamento tanto.

- Vayamos adentro, está helando aquí afuera. –

Habían pasado la velada juntos, los ahí presentes eran discretos, y a decir verdad la mayoría de ellos no iban con sus esposas. Las alertas de Albert se suavizaron después del cuarto Whisky, y se dejó mimar por la hermosa mujer, las 12 campanadas fueron la excusa perfecta, mientras veían los fuegos artificiales, él se inclinó para besar su mejilla, ella movió el rostro y recibió el beso en sus labios, volviendo el casto beso en fuego, tres meses conviviendo con esa mujer preguntándose a que sabrían sus labios, debió correr desde el primer momento, pero no estaba pensando con la cabeza.

Despertó al día siguiente con una terrible resaca, física y moral, pero cuando estaba a punto de echarla de su cama, sintió su boca cerrarse alrededor de su miembro y perdió la cabeza una vez más.

Amo a mi esposa. –

Ella detuvo un momento sus caricias para responderle.

No soy de las que se casan William. –

Amelia…- era tan buena haciendo lo que hacía que Albert perdió el hilo de sus pensamientos.

Shhh, me deseas desde ese día que me ayudaste con el cierre, porque negártelo, siempre puedes regresar a tu esposa y tus hijos, ella estará ahí, cuidándolos.

No te permito opinar sobre mi matrimonio. -

Está bien William, no necesito hacerlo, el que tú estés aquí conmigo me indica cuál es tu opinión.

Él la detuvo tomando sus cabellos.

Me haces daño.

Amelia, seré claro, Candy y mis hijos son sagrados, no te atrevas a acercarte a ellos, porque no me voy a detener por un rato de pasión.

No te alteres. – ella aprovechó que su mano se había relajado y viéndolo directo a los ojos volvió a tomarlo con su boca.

Chicago.

Amor, que bueno que llegaste. – Candy se acercó a su esposo para darle la bienvenida, Albert la tomó en brazos y la besó apasionadamente.

Te extrañé pequeña.

Yo también.

¿Nos escapamos por unas horas?

Albert, los niños… - él relajó el abrazo.

Vamos a verlos. –

La tomó de la mano y juntos fueron a la sala de juegos, los pequeños se le lanzaron encima en cuanto lo vieron, y él se tumbó en la alfombra para jugar con ellos. Pasaron el resto del día en familia. En cuanto llegó la noche el dejó a los niños a cargo de Dorothy y esperó a Candy en la habitación.

Ella entró, se veía hermosa con ese vestido azul marino, se sentó frente al tocador mientras se quitaba las orquillas del peinado, él la contempló, luego se acercó y pasó sus manos por su cuello y hombros, la puso en pie y la atrajo a él para besarla con hambre, nunca importaba que hubiese hecho con Amelia, la verdad es que su hambre sólo se saciaba con Candy. La acarició, y besó, ella se rindió, amaba a su esposo, y lo extrañaba, se entregó a él con amor, él la amó con una ternura, pasión y dulzura que sólo reservaba para ella, y por quién sabe qué número de vez se juró a sí mismo que terminaría su aventura con Amelia.