SUPERMAN: HIJO DE DIOS

(Escrito por Federico H. Bravo)

Nota aclaratoria para el lector: El siguiente relato contiene imágenes y lenguaje religioso. No se pretende ofender a nadie con ello, solo tómenlo como un ejercicio de literatura fantástica y, por lo que principalmente es: una ficción. Al menos, la parte en la que incursiona Superman lo es. El resto, está pura y totalmente tomado de la Biblia, concretamente del Evangelio de Juan. Se recomienda empero al lector discreción a la hora de abordar ésta historia…


INTRODUCCIÓN

En Elseworlds, los héroes salen de sus lugares habituales y son colocados en lugares y momentos extraños –algunos que han existido y otros que no pueden, no pudieron o no debieron haber existido–. El resultado son historias que crean personajes que son tan familiares como el ayer y que parecen tan frescos como el mañana…


UNO

El planeta Krypton explotó. La pequeña nave estelar con su ocupante a bordo salió disparada hacia el infinito. Moviéndose a una velocidad superior a la de la luz, atravesó de inmediato incalculables distancias hasta llegar a su destino pre-programado: la Tierra.

Pero el tiempo no es el por todos conocido, ni el lugar de aterrizaje en Estados Unidos. De hecho, para cuando la nave arribó a la Tierra, Norteamérica no existe como país todavía; ni siquiera América toda es conocida como otro conteniente. Para el mundo al que la nave llegó, lo único que cuenta es Europa, Medio Oriente, Asia y África. E, incluso, el hombre todavía sabe poco y casi nada de algunos de estos lugares.

En conclusión, el vehículo espacial se estrelló en alguna parte del desierto de Israel. Su estela de fuego y el subsiguiente estruendo que provocaron su caída solo fueron vistos por dos personas que atinaban a pasar por allí…

Él se llamaba José. Ella, Maria.

José era carpintero. Un hombre justo, recto y temeroso de Dios. Estaba comprometido con Maria, con la cual iba a casarse pronto. Ambos iban de camino al pueblo cercano de Belén, habiendo salido de donde vivían en Nazaret, en la región de Galilea, por motivos del censo que el Emperador Augusto ordenó que se hiciera a todo el mundo. Por tal hecho, todos tenían que ir a su propio pueblo para empadronarse allí.

Por esto, José iba a la región de Judea, a Belén, donde David había nacido, porque era descendiente de él. Maria, su futura esposa, lo acompañó.

Justo en medio del trayecto fue que ambos presenciaron la brusca llegada de la nave kryptoniana a la Tierra… y sintieron miedo.

-¿Qué ha sido eso? – preguntó Maria, mirando hacia las colinas donde el objeto aterrizó. Iba montada en un asno, mientras que José caminaba enfrente de ella, llevando las riendas del animal y guiándolo.

-No lo sé, mujer – respondió él – ¡Pareciera que ha caído una estrella! Echare un vistazo… quédate aquí – se dirigió a las colinas. Maria le suplicó que no fuera – ¡No seas tonta, no me pasara nada! Solo quédate aquí.

José caminó con el corazón sobrecogido hacia el sitio de la caída. Divisó un humeante cráter bastante grande y en él, la nave. Al acercarse a ella, vio su diseño, tan extraño y ajeno a cuanto conocía, que no supo cómo interpretarlo.

Algo llamó su atención. Unos símbolos grabados en la superficie del vehículo. Vacilante, estiró una mano y los tocó. El metal estaba curiosamente frío al tacto.

Un mecanismo se puso en marcha, entonces. Un proyector holográfico se activó y una figura humana apareció en al aire. El carpintero retrocedió y observó al sujeto: se trataba de un hombre mayor, de soberbia presencia y vestido con una túnica blanca y brillante, con un símbolo en su pecho –una "S" de algún tipo–. El rostro del hombre, cubierto por una poblada barba igual de blanca que su traje se volvió y miró al terrícola con infinita ternura y amor. Le habló, y al hacerlo, lo hizo en hebreo.

-José, descendiente de David, no tengas miedo. Soy Jor-El, hijo de Seyg-El, descendiente de la noble Casa de El, del planeta Krypton. Has sido elegido para cuidar de mi hijo, Kal-El, a quien te envío. Él va a ser grande entre los tuyos y ayudara a muchos. Se convertirá en vuestro Salvador…

Maravillado y a la vez lleno de reverente temor, José se echó de cabeza a tierra, postrándose ante la visión. Había amplias partes del mensaje de Jor-El que no entendía, pero otras, sí lo hizo. Una idea le quedo bastante clara a la mente simple y sencilla del terrícola: quien le hablaba era Dios y debía obedecer sus mandatos.

La holo-imagen dijo más, pero José no la comprendió. Al final, Jor-El desapareció y se hizo el silencio… roto solamente por Maria, quien pese a lo que su futuro esposo le dijera, había ido a buscarlo.

-¿José? ¿Estás bien?

Como él, todavía impresionado como estaba no le respondió, la joven se le unió en el interior del cráter y miró absorta la nave. No pasó mucho hasta que ella también tocara su superficie, activando de esa forma otro mecanismo avanzado.

Con un siseo, la escotilla se abrió y la pareja contempló atónita el bello bebé que descansaba en su interior. Un niño que lloraba con fuerza, envuelto en unas mantas azules y rojas.

-¡Por el amor de Dios, José! ¡Es un niño! ¿Quién lo habrá abandonado aquí, en el desierto, dentro de esa cosa?

-No hables insensateces y tómalo en brazos, mujer. ¡El niño proviene de Dios! – y le contó sobre la visión que tuvo.

Muy impresionada, Maria tomó al niño en brazos y lo arrulló. La historia de José era tan maravillosa que solo podía ser una cosa: un milagro.

-José, ¿crees que éste niño sea El Mesías prometido?

El carpintero no contestó. Observó que en brazos de la joven, el bebé pareció calmarse. Ella le susurró algo con cariño y el pequeño gorjeo, feliz.

-Creo que ese niño es nuestro hijo, de ahora en más. Dios así lo ha dispuesto.

Maria no se opuso a adoptarlo, más sabiendo su origen celestial. Lo meció con suavidad mientras regresaban a su camino hacia Belén.

-¿Sabes cómo hemos de llamarlo, José? – le preguntó.

Él asintió. Había oído un nombre de boca de Dios para el niño. Se lo comunicó a Maria:

-Se llamara… Kal-El.


Pasó un tiempo.

Según las ceremonias de la Ley de Moisés, José y Maria llevaron al pequeño Kal-El a la ciudad de Jerusalén para presentarlo al Señor. Hicieron esto porque en la Ley del Señor estaba escrito que todo primer varón que nazca seria apartado para Él. Fueron, entonces, a ofrecer en sacrificio lo que exigía la Ley del Señor: un par de tórtolas o dos palomas.

En Jerusalén vivía en aquel tiempo un buen hombre llamado Simeón, quien adoraba a Dios y esperaba la liberación de la nación de Israel. Se decía que por medio del Espíritu Santo supo que no moriría sin antes ver al Mesías, a quien el Señor enviaría. Éste hombre acudió el templo y cuando los padres adoptivos del pequeño Kal-El lo trajeron al templo para cumplir con lo que la ley ordenaba, Simeón se interpuso ante ellos, tomó al niño en brazos y alabó a Dios diciendo:

-¡Señor, ya puedes dejarme morir en paz, porque has cumplido lo que prometiste a tu siervo! He visto con mis ojos al Salvador…

José y Maria se admiraron de los dichos de éste hombre, puesto que él no había estado presente cuando ambos descubrieron la nave que le trajo a la Tierra. Devolviendo el pequeño a los brazos de su madre, Simeón le dijo:

-Mira, éste niño está destinado a hacer que muchos en Israel caigan o se levanten. Él será una señal que muchos van a rechazar, y así se va a saber lo que cada uno piensa en su corazón…

José, quien había oído más que suficiente, le apoyó una mano en el hombro a su mujer –porque ya eran marido y mujer oficialmente– instándole a seguir con su camino. Se despidieron de Simeón y entraron en el templo.

-¿Oíste lo que ese hombre dijo? – le preguntó ella. Él asintió, pero le pidió que bajara la voz.

-Una señal más que evidente de que Dios está con nosotros.

Al decir aquello, observó al pequeño. Dormitaba placidamente en los brazos de su madre.

-¡Oh, José! ¡Soy la mujer más dichosa del mundo! – murmuró Maria, depositándole un beso en la frente al niño. Su marido sonrió.

-Y yo el hombre más colmado de bendiciones de todos – admitió él.


DOS AÑOS DESPUES…

José y Maria iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de pascua. Cuando Kal-El tuvo doce años, fueron como de costumbre a la gran ciudad.

Kal tenía ya edad más que suficiente para darse cuenta de que era especial. Extraños poderes comenzaban a manifestase en él, pero siguiendo los consejos de sus padres, los mantuvo en secreto de la vista de las personas.

En aquella nueva ocasión en el templo, escuchó fascinado a los maestros de la ley impartiendo sus lecciones. Tan maravillado estaba –y tan absorto– que se apartó de su camino y sus padres lo perdieron de vista. Algo bastante asustados le buscaron por todo el templo; lo hallaron allí donde los maestros de la ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que lo rodeaban se asombraban y admiraban su inteligencia, y las respuestas que daba.

-Kal, basta ya – lo amonestó José – Deja en paz a estos hombres. Vámonos.

Cuando se retiraban, Maria no pudo aguantarse más y le preguntó:

-Hijo mío, ¿Por qué nos hiciste esto? Tu padre y yo hemos estado muy preocupados buscándote.

A lo que Kal-El respondió:

-¿Por qué estaban buscándome? ¿No saben que tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre?

José tomó la palabra. Miró a su hijo y le dijo:

-Hijo, sabes bien que ya hablamos sobre eso. Todavía no es el momento.

-¿Y cuando lo será? Padre, yo… siento estos extraños dones creciendo en mí. No puedo evitar sentir… que mi destino está en otra parte.

José no supo que responder. Miró a su mujer en busca de ayuda.

-Hijo, sabemos que es difícil, pero recuerda siempre esto: es la Voluntad del Señor. Somos sus hijos, sus siervos. Es a Él a quien debemos honrar. Tú tienes una responsabilidad, pero tu padre dice la verdad: no es ni el momento ni la hora.

Kal bajó la vista, apesadumbrado. Su madre le acarició el rostro, con dulzura.

-No temas ni se entristezca tu corazón. Aquí estamos nosotros para guiarte, Kal-El. Para ayudarte. Tenlo siempre presente.

Kal sonrió. José suspiró. ¡Alabado sea Dios por darle una esposa como Maria, tan bondadosa como inteligente, tan piadosa como devota!

Regresaron todos entonces a Nazaret. Durante los años siguientes, Kal-El continuó creciendo, en cuerpo, mente y poderes. Siempre que alguna duda o temor surgía ante él, allí estaban sus padres para consolarlo, aconsejarle y acompañarlo.