Disclaimer: Naruto no me pertenece, es de Masashi Kishimoto.
Inojin fue asesinado una tarde soleada.
Sai aún recordaba que aquél día su esposa llevaba puesto un vestido amarillo con encaje blanco en los bordes. Un puñado de gardenias y margaritas adornaban el centro de mesa, y alrededor de las flores, se enfriaba el arroz blanco y los camarones empanizados. De pie en el umbral, un ANBU observaba a la pareja sorprendida, quienes aún no podían procesar la noticia al cien por ciento.
«—Simplemente no lo creía —contó Ino años más tarde, con el cabello recogido en una larga trenza y un estambre azul en el regazo—. Pensaba que era mentira, mi hijo no podía estar muerto.»
Habían seguido al mensajero a la torre Hokage, no fue hasta que Naruto los recibió que se dieron cuenta. No era un error, era la verdad; tan fatal y cruel como suele ser.
—¿Qué pasó? —preguntó Sai ese día, con las cejas fruncidas, tomando a Ino de la mano.
Lloraron con el corazón disuelto en vinagre, apenas entendiendo la explicación vaga de Naruto, quien avergonzado evitaba la mirada acuosa de su amigo; refugiado en las páginas recién escritas de un reporte policial.
«—Quería que no nos mintiera, quería decirle: Naruto, sé sincero, aunque sea la última vez que digas la verdad. Sé qué tipo de cosas son capaces.»
En las calles, la noticia se había propagado como fuego. Setenta chunnin murieron a las afueras de Konoha. Hay quienes decían que los ANBU habían atacado sin razón a los jóvenes que protestaban por salarios justos. Eran más los aldeanos que llamaban criminales y holgazanes a los difuntos ninjas.
«—Escuché miles de veces a personas decir que se lo merecían. Pero Inojin entrenaba con nosotros, hacía sus deberes, ayudaba a Shikadai cuando debía cuidar ciervos heridos. ¿Acaso eso lo hacía un criminal? Es inútil pedir una explicación a Naruto, o al líder del escuadrón ANBU. Es completamente inútil pedirles justicia, o compensación por los daños. Nuestro hijo no volverá, nada ni nadie podrá reparar nuestros corazones. Mi esposo y yo lo sabemos bien.»
Al final del relato, una lágrima inevitablemente cruzó su mejilla. Sai la limpió, ofreciéndole a la par una flor silvestre. El cielo se tiñó de morado, la luna sonrió, y sesenta y ocho estrellas les hicieron recordar. Una vez más.
Hola a todos. A veces sobran las razones para escribir. Hoy no. Hoy la razón es porque hay que recordar.
Dejen sus reviews. Hasta luego.
