FARO DE ESPERANZA
Dragon Ball Z Akira Toriyama
Sinopsis: Para un farolero como Gohan, el mar solía arrojar muchas cosas a la costa, jamás pensó que una de esas cosas fuera una atractiva mujer. Videl tenía una belleza excepcional, algo que ni siquiera podía ocultar tras su luto de viuda. Y las magulladuras de su cuerpo daban fe de los oscuros secretos que había tratado de sumergir bajo las olas.
Nota de la autora: Sean bienvenidos a esta adaptación de la obra "El corazón de la tormenta" de Mary Burton. Se que no es muy popular hacer una adaptación en estos lares, pero hay elementos de mi propia creación que darán el toque del universo Dragon Ball a esta historia.
Desde ya aclaro, mis adaptaciones no son copiar el libro con los nombres cambiados así que si llega un punto en hay desviación de la obra original, es por autoría mía.
Aclarado eso, vamos a leer.
Capítulo 1
Videl Kahn nunca había estado en una situación tan desesperada en toda su vida. Estaba huyendo de su marido, Barry Kahn, el hombre que la noche anterior, dejándose llevar por un ataque de ira, le había golpeado tan fuerte que las horquillas que le sujetaban el moño habían caído en el suelo de su casa en Ciudad Satán.
Aquélla no había sido la primera vez que le había pegado en los once meses que llevaban casados; pero había sido, con diferencia, la peor.
Todo por ser infértil, por no poder proporcionarle un heredero digno de su linaje. Por no cumplir con la única utilidad que poseía la mujer, según él.
El aire de la mañana era húmedo y la niebla espesa la rodeaba en las calles empedradas en las que se amontonaban balas de tabaco, sacos de harina y pilas de madera recién cortada. Aquella mañana, había un gran ajetreo en los astilleros del puerto Satán; los marineros preparaban los barcos, los granjeros llenaban sus carros de productos llegados de otras partes del mundo y los hombres de negocios revisaban la carga. El corazón latía con fuerza dentro de su pecho mientras buscaba el Orange Star.
Se había vestido como una viuda, cubriéndose la cara con un opaco velo negro que se había echado sobre el sombrero. Las viudas eran invisibles, que era precisamente lo que deseaba ella en aquel momento. No quería que nadie pudiera recordarla o ver las magulladuras de su rostro.
Se abrió paso entre la multitud hasta llegar al puerto. El posadero le había dicho que el Orange Star estaría amarrado en un muelle cercano a los almacenes de tabaco. El pequeño buque de carga debía salir con la marea de la mañana.
—Pero debes apresurarte, niña. El capitán del Orange Star no es un sujeto paciente —esa fue la advertencia del posadero. Era un claro mensaje que no tardará en arribar, de lo contrario, perdía el navío.
Con ese pensamiento y por estar tan concentrada en encontrar el barco, no se percató que se chocó con un marinero. Farfulló una disculpa y continuó caminando a toda prisa. Le preocupaba haberse equivocado de lugar. ¿Qué pasaría si no encontraba el buque antes de que abandonara el puerto? Apretó las manos enguantadas.
No podía volver.
Rodeó a un grupo de hombres sin atreverse a preguntarles por miedo a que la recordaran si alguien les preguntaba más tarde. La siguiente embarcación era un lento vapor. Sus pasos fueron convirtiéndose en zancadas a medida que se acercaba a las velas del siguiente barco. Con enorme alivio, encontró el Orange Star unos doscientos metros al norte de donde le había dicho el posadero. La goleta de tres mástiles pedía a gritos una limpieza y una buena mano de pintura. Desde el muelle podía verse el cargamento apilado en la cubierta y, a juzgar por lo sumergido que se encontraba el casco en el agua, la embarcación estaba cargada y lista para partir. Las velas remendadas ondeaban al viento.
Había nueve hombres a bordo. Los marineros que tripulaban el barco eran tipos duros y aguerridos; muchos de los cuales no dejaban de gritar blasfemias. Uno de ellos se bajó los pantalones y, sin dudarlo dos veces, orino por la borda. Otros dos la señalaron.
Uno rubio se llevó la mano a la entrepierna y se echó a reír.
—Nada, no puedo verle la cara. Pero por lo recta que va, está claro que necesita un hombre que la relaje. Sí, le vendría bien un meneo.
—Pero contigo, Shapner, ni se enteraría de que la habían tomado. Necesita un hombre de verdad, como yo.
Todos se echaron a reír, imaginando en voz alta qué haría cada uno de ellos si pudieran pasar una tarde a solas con ella.
Sin duda, ese tipo de humillaciones formarían parte de su nueva vida. Pero Videl estaba dispuesta a pagar el precio que fuese necesario con tal de liberarse de Barry y de aquel matrimonio hecho por dinero.
Sabía que podía hacerlo.
En ese momento atrajo su atención un hombre que daba órdenes a sus marineros desde la cubierta superior. Llevaba una chaqueta azul, pantalones negros, unas relucientes botas que le cubrían hasta la rodilla y un sombrero de ala ancha. La barba blanca y extensa cubría su rostro. El capitán Roshi. Conseguiría un pasaje sin hacerle preguntas.
Después de reunir el valor necesario, Videl subió la empinada y resbaladiza rampa de madera que la condujo hasta la cubierta. El capitán no tardó en reparar en su presencia; la miró con gesto ansioso.
El delicado encaje belga de su velo se movía con el viento y sus faldas de lana negra parecían chisporrotear a cada paso que daba. El barco olía a tabaco y a madera.
Todos y cada uno de los hombres que trabajaban en cubierta dejaron lo que estuvieran haciendo para observar mientras ella se dirigía hacia el capitán. El rubio le sonrió y se pasó la lengua por los labios.
El capitán bajó de la cubierta superior estirando los puños de la camisa, igual que el vientre le estiraba el chaleco hasta el límite de los botones. A pesar de la barba, se notaba que tenía la cara picada de viruela.
—Saludos, madame.
Videl levantó la vista, mirándolo a través del velo.
—Saludos, monsieur. ¿Capitán Roshi?
La sonrisa dejó asomar unos dientes amarillentos.
—Si, ¿usted es de la ciudad?
—Sí.
—¿En qué puedo ayudarla? —le preguntó con orgullo.
Videl tenía la espalda tan rígida, que tenía la impresión de que en cualquier momento se quebraría.
—Necesito un pasaje.
El capitán enarcó una ceja con gesto divertido.
—Señorita, yo comando un carguero. Soy un comerciante honrado que transporta tabaco, madera y vino, no jóvenes viudas.
Ella trató de mantener un tono de voz tranquilo. Por lo que le habían dicho, aquel tipo era capaz prácticamente de cualquier cosa por el precio adecuado.
—El posadero me dijo que, de vez en cuando, usted lleva a ciertos pasajeros especiales.
Sus ojos parecían dos botones negros.
—Es posible.
Consciente de que los otros marineros podían oírlos, Videl bajó la voz.
—¿Adonde se dirige en este viaje?
El capitán se inclinó hacia ella un poco más. El olor de su cuerpo sin lavar la aturdió, haciéndole arrugar la nariz.
—Señorita, ¿nos conocemos?
—No lo creo —respondió ella con nerviosismo.
Como jefe de una compañía naviera, Roshi era bastante conocido en la Costa Este. Se había hecho rico durante la guerra, comerciando tanto con el Sur como con el Norte. Desde el mismo momento de casarse, su marido se había empeñado en que ella siempre viajará con él; por lo que era más que posible que Roshi la hubiera visto en alguna ocasión y, desde luego, habría oído hablar de Barry. Videl rezó para que no la reconociera.
El capitán siguió mirándola fijamente.
—Me parece que se equivoca, señorita. No sé decirle de qué la conozco, pero ya me acordaré. Tengo muy buena memoria y usted tiene una voz única. Me recuerda a las mujeres de la capital central.
El corazón se le aceleró dentro del pecho, pero mantuvo la voz tranquila.
—¿Cuál es su destino, señor?
La observó unos segundos más y después se encogió de hombros.
—El puerto de la Ciudad del Sur. Puede ser un sitio muy duro para una mujer sola.
El único inconveniente era que no estaba demasiado lejos de Ciudad Satán.
—Muy bien.
Su mirada recorrió el pequeño cuerpo de Videl de arriba abajo.
—El pasaje no es barato.
Videl tenía casi mil zenis. Barry no solía tener dinero en casa, pero había dejado una pequeña cantidad para comprar flores para la fiesta de su primer aniversario. Videl había forzado su escritorio con un abrecartas y había sacado el dinero.
—¿Cuánto?
Como si hubiera podido leerle la mente, el capitán respondió:
—Dos mil zenis.
—¡Es el triple que cualquier billete de un barco de pasajeros!
Roshi se pasó la mano por la espesa barba antes de decir.
—Sí, así es, pero es mi precio y mi barco. A menos que quieras ser una linda chica y darle una alegría a este viejo.
—¡Deja de ser un viejo verde! Esa chica no te dará lo que quieras —intervino un cerdo.
—Ay, lo dice el cerdo más puritano del barco —refunfuño Roshi a su tripulante.
A Videl se le hizo un nudo en el estómago. Sólo era cuestión de tiempo que Barry la encontrará. Regresaría a casa al día siguiente o al siguiente como muy tarde y entonces se daría cuenta de que ella no estaba. Tenía que salir del país cuanto antes.
Entonces pensó en su alianza matrimonial. Los diamantes y rubíes que la componían valían una pequeña fortuna. Se quitó el guante que cubría su mano izquierda y se quitó el anillo.
—Creo que esto será más que suficiente.
El capitán agarró la sortija y la estudió detenidamente.
—Es una magnífica pieza de joyería —dijo por fin.
Videl había llegado a odiar aquel anillo y todo lo que simbolizaba.
—Es una pieza única.
Él la levantó a la luz con interés renovado y miró en su interior.
—Tiene una inscripción. «Para siempre».
—Sí —el día de su boda, se había emocionado al leer aquellas palabras. Ahora la angustiaba.
—Para cambiar la alianza por un pasaje, una viuda debe de estar muy desesperada por marcharse.
Le temblaban las rodillas, pero mantuvo la cabeza bien alta.
—¿Acepta la oferta o no, capitán?
Roshi observó el anillo de nuevo. Videl contuvo la respiración.
—Sí—respondió por fin, metiéndose el anillo en el bolsillo del chaleco—. ¿Cómo voy a rechazar una oferta tan generosa? Bienvenida a bordo del Orange Star, señorita.
Las palabras no supusieron demasiado alivio. Aquel viaje iba a ser el primero de muchos. Tenía dinero suficiente para aguantar unos meses, pero, al margen de eso, no tenía la menor idea de qué hacer.
—Gracias.
El capitán miró a su alrededor.
—¿Y su equipaje?
No había querido llevarse ni una bolsa al marcharse de la casa por miedo a que alguno de los sirvientes leales a Barry se pusiera en contacto con él y se lo contaran. Le había dicho a la doncella que salía a comprar un regalo de aniversario para su marido.
—No llevo.
—El misterio aumenta. Una viuda joven y sin equipaje. Es lamentable.
—Sí.
—¿Y tiene nombre, señorita?
—Creo que ya le he pagado suficiente para que respete mi intimidad.
Una sonrisa curvó los labios del capitán.
—Claro que lo ha hecho, pero tenemos ocho días por delante para conocernos mejor.
Barry la había enseñado a controlar sus emociones y, aunque deseaba salir corriendo de aquel miserable barco, se quedó inmóvil.
—Ya veremos.
El capitán le hizo una seña al primer oficial, el hombre grande y rubio de antes que se acercó a ellos con sorprendente agilidad.
—Dígame, capitán.
—Shapner, acompañe a la señorita a mi camarote. Va a viajar con nosotros. El señor Shapner es él que mantiene a raya a los ocho hombres que integran la tripulación del barco, incluyéndome a mí mismo algunas veces.
Shapner la miró, deteniendo la mirada en el vestido y el velo negros.
—Una mujer a bordo da mala suerte, pero si además es viuda y es un desastre seguro. A los hombres no va a hacerles ninguna gracia.
Roshi se encogió de hombros.
—Nos paga bien.
—Hemos tenido un viaje muy tranquilo desde el Este —le recordó el viejo marinero al capitán—. ¿Por qué tentar la suerte? Nuestra vida vale más de lo que ella haya podido pagar.
La sonrisa del capitán abandonó su rostro.
—Señorita, le ruego que disculpe a Shapner. Lleva en este barco desde que solo andaba en pañales y su padre era mi oficial. Heredó su nobleza y servicio, pero es muy supersticioso.
Videl percibió la lucha de poder que había entre ambos hombres. Se mantuvo en silencio.
—Llevo vivo tanto tiempo gracias a la buena suerte —matizó Shapner y la mirada de su capitán se hizo aún más dura. Era evidente que el marinero no estaba de acuerdo, pero sabía que no podía presionar a su jefe—. Muy bien. Pero lo lamentaremos —entonces se volvió a mirar a Videl—. Por aquí.
Al darse la vuelta para seguirlo, el viento le sopló en la cara y le levantó el velo del rostro. Por un momento, su mirada se cruzó con la del capitán; vio el interés con el que se fijaba en el moretón que le rodeaba el ojo izquierdo.
Roshi frunció el ceño.
—¿Quién podría atreverse a estropear una cara tan bonita?
—¿Roshi…? —el cerdo captó el cambio de su jefe.
Videl se colocó el velo tan rápido como pudo.
—Fue un accidente.
—Por supuesto —dijo él con una sonrisa.
Era obvio que no la creía, pero a ella no le importaba siempre y cuando no tratará de obtener más información y la dejará en paz. Lo único que quería en aquel momento era llegar al camarote y dejar la puerta bien cerrada.
—¿Qué estás pensando, Roshi?
—Sabes, Ooloong. Creo que esa muchacha ha pasado por mucha tristeza —comentó con pesar—. Esperemos que Kami-sama le brinde un faro de esperanza.
—Uh, sí.
En el pasillo, Videl tenía que agacharse para pasar por el pasillo bajo y estrecho que atravesaba el piso inferior, un espacio muy reducido en el que predominaba el olor a orín y suciedad. Por fin abrió una pequeña puerta que daba paso al camarote. Allí había una litera, una silla y un orinal junto a la cama. Un diminuto ventanuco dejaba pasar la luz procedente del puerto que iluminaba el suelo donde se amontonaban los cajones de vino.
—¿Necesitas algo? —preguntó Shapner.
Videl entró en la habitación. Las sábanas de la cama estaban llenas de manchas, una rata pasó corriendo frente a ella hasta refugiarse detrás de un cajón. La idea de pasar ocho días en aquel agujero le resultaba insoportable, pero no tenía otra opción.
—No —murmuró, tragándose el miedo.
—Entonces te dejo sola —el rubio tomó el picaporte entre sus manos, pero antes de partir, preguntó—. ¿Qué te hizo viajar en este barco? Eres una viuda joven y hermosa, podrías rápidamente casarte de nuevo.
El joven Shapner parecía tener un lado amable, pensó Videl. Muy distinto a la forma que exhibió ante el capitán Roshi instantes atrás.
—Solo mi pasado, Shapner.
—Ya veo. Debió ser un pasado muy triste —exclamó.
Miró por la ventana. Cientos de personas iban de un lado a otro del muelle y la posibilidad de que Barry fuera una de ellas hacía que estuviera ansiosa por abandonar el puerto.
—¿Cuánto falta para que zarpemos?
El marinero se detuvo cuando estaba ya a punto de cerrar la puerta.
—Media hora.
Demasiado tiempo. Sería incapaz de descansar hasta que las costas de su antiguo hogar no hubieran desaparecido del horizonte.
—Gracias.
Shapner salió de allí con una especie de suspiro cansado. Videl se sentó en la cama y se quitó el velo. El aire estaba muy cargado, pero fue una liberación despojarse del asfixiante encaje. También se quitó los guantes, que metió bien doblados en el bolso junto al dinero y a algunos poemas. Consideró la idea de leer algunos de ellos pues la poesía siempre ejercía un efecto calmante en su ánimo, pero el ligero mareo que ya le había provocado el movimiento del barco le hizo descartar la idea.
La madera crujía y, en cubierta, se oía al capitán dando órdenes a sus hombres.
Fue entonces cuando descubrió su imagen reflejada en un pequeño espejo que había colgado de la pared, junto a la cama. Tenía los ojos hundidos y el color azul más apagado que nunca, la piel pálida. Parecía tener mucha más edad que los veintitrés años que en realidad tenía.
¿Cómo se había convertido su vida en tan terrible desastre?
Hacía tan sólo un año todo había sido muy diferente. Su padre todavía seguía vivo y ella era el centro de su círculo social. Pero su padre había fallecido súbitamente y Videl había conocido a Barry, que había sido socio de su padre durante años. Barry le había parecido un hombre amable y caballeroso que, en cuanto se había enterado de que la situación financiera de su padre era bastante precaria, la había ayudado a negociar con sus acreedores. Siempre había estado ahí, dispuesto a ayudar.
Por eso, cuando le había pedido que se casara con él, le había parecido natural aceptar la proposición. Había creído que el cariño que ya sentía por él crecería y algún día llegaría a amarlo.
Ahora sabía que había sido una pobre ingenua.
Durante las primeras semanas de matrimonio, Barry se había empeñado en saber en cada momento dónde estaba, lo cual había sido una sorpresa puesto que, en casa de su padre, había disfrutado de una libertad poco frecuente para la mayoría de las mujeres y se había acostumbrado a entrar y salir a su antojo. Pero, por mucho que le hubieran sorprendido las exigencias de Barry, había jurado ser una esposa obediente y eso fue lo que trató de ser. Después había comenzado a poner inconvenientes a las visitas de sus amigos y ella había aceptado que casarse implicaba cambiar de vida y, aunque no le había hecho mucha gracia, les había pedido a sus amigos que no fueran a verla. Con el tiempo, se había asegurado a sí misma, cuando no tuviera tanta presión en el trabajo, Barry aflojara un poco. Pero había ocurrido justo lo contrario, las normas se habían vuelto más y más estrictas y no había pasado mucho tiempo antes de que sus ropas no fueran las adecuadas. Siempre eran demasiado llamativas, demasiado atrevidas. Y sus opiniones no eran propias de una dama.
Con el único fin de mantener la paz, había ido cediendo a todas sus exigencias. Ahora llevaba ropa más oscura, hablaba cada vez menos y había dejado de leer.
Muy pronto, Barry se había asegurado de que no saliera si no era en su compañía. Él elegía lo que debía ponerse, lo que tenía que comer o cuándo debía dormir. Se había convertido en una prisionera y sólo disponía de la costura para ocupar su tiempo. En medio de eso, la necesidad de un heredero fue interés para su esposo así que, consentido o no, todas las noches intimaban.
Pero no ocurría nada. Preocupado él, la llevó al médico e insistió en los mejores tratamientos para saber qué era lo que pasaba.
Hacía dos noches, al regresar a casa de una fiesta, Barry se había puesto como una fiera porque Videl había pasado demasiado tiempo hablando con un joven. Para colmo, según él, el resultado de los estudios la catalogaba como infértil. La había acusado de estar teniendo una aventura y, por mucho que ella había intentado calmarlo, se había enfurecido aún más.
Esa vez la había golpeado.
Por primera vez, había visto al monstruo que se ocultaba tras aquellos ojos azules y aquel cabello rubio.
Tirada en el gélido suelo, magullada y sangrando, Videl había comenzado a planear la huida.
A la mañana siguiente, Barry se había despedido de ella con un beso en la mejilla. Había pensado llevarla en su viaje a otra ciudad, pero el moretón de su ojo izquierdo le había hecho cambiar de opinión. La próxima vez, le había dicho amenazante, no debía hacerle enfadar tanto y él recordó que era una mujer inútil.
Videl se había quedado junto a la ventana de su dormitorio, observando cómo él se metía en el carruaje. En cuanto el coche había desaparecido de su vista, había escapado.
Se había dirigido a los muelles para preguntar por algún buque de carga que llevará pasajeros. Para esperar a la marea de la mañana, no le había quedado más remedio que pasar la noche en una posada del puerto. No tenía más de un día, o dos como máximo, hasta que Barry regresara a casa. Sólo un par de días para alejarse de él tanto como pudiera.
Antes de media hora, el Orange Star abandonó el puerto. El viaje por el río fue tranquilo y, con el paso de las horas, Videl se fue relajando. Todo iba a salir bien.
Hacia media tarde, alcanzaron las aguas de la bahía y después el mar. A medida que se dirigían hacia el sur y dejaban atrás las costas de Satán City, las aguas se fueron embravecido. Las velas del buque se tensaban con el viento y el mástil crujía como si se quejara.
Los movimientos eran demasiado fuertes y cada vez le resultaba más difícil permanecer sentada en la silla del camarote. Por la ventana, veía cómo las olas aumentaban y el cielo se oscurecía. Las gotas de lluvia comenzaron a golpear el cristal. Se estaban adentrando en la tormenta.
Nunca había sido una buena navegante, por lo que el continuo vaivén no tardó en provocar náuseas y finalmente tuvo vomitar en el orinal. Incapaz de seguir sentada por más tiempo, se acurrucó en la cama. Se aflojó la trenza que llevaba enrollada en un moño, cerró los ojos y trató de dormir.
Pero en cuanto el cansancio se apoderó de ella, soñó con un monstruo de brillantes ojos rojos que la acechaba entre las sombras. La criatura se movía hacia ella paso a paso. Se le aceleró el pulso y las lágrimas le llenaron los ojos. Sabía que si la agarraba moriría.
Unos golpes en la puerta la hicieron despertar sobresaltada. No sabía cuánto tiempo había dormido, pero ahora la tormenta los rodeaba como si quisiera arrebatarles la vida.
—¿Qué ocurre? —preguntó, intentando controlar las náuseas.
Oyó unos ruidos en el pasillo y después más golpes en la puerta. Se echó la manta de la cama sobre los hombros. El cabello le colgaba en la espalda.
—El señor es mi pastor nada me faltará —la voz de Shapner se oyó al otro lado.
Con una mano en el estómago, atravesó la habitación haciendo eses y abrió la puerta del camarote. Shapner tenía un martillo en una mano y un tosco crucifijo en la otra.
El marinero la miró con nerviosismo y después, a su espalda, a la escalera que subía a cubierta.
—¿Qué haces? —preguntó alarmada.
—Estoy clavando esta cruz en su puerta para romper la maldición que usted ha traído a este barco.
Videl miró a aquellos ojos atemorizados.
—Yo no he traído ninguna maldición —intentó salir, pero el enorme marinero se lo impedía
—Claro que sí. El viejo Kaio-sama dijo que encontraríamos la mar en calma durante todo el viaje. El viejo Kaio-sama nunca se equivoca con el tiempo. Nos has traído mala suerte.
Todo lo amable que pensó de Shapner se desvaneció ahí mismo.
—Yo no tengo ningún control sobre el tiempo. Estás loco si crees que tengo algo que ver con la tormenta.
La ira se unió al temor que empapaba sus ojos.
—Quizá hayas engañado al capitán, pero a mí desde luego no.
—Quiero hablar con el capitán inmediatamente.
Shapner seguía bloqueando la puerta con su enorme cuerpo, que olía a sudor y miedo.
—Te vas a quedar aquí, viuda. Todos arriba están muy ocupados bajando los botes salvavidas y no necesitan de su mala suerte.
¿Iban a abandonar el barco dejándola a ella allí?
—Tengo que ver al capitán.
Shapner cruzó los brazos sobre el pecho.
—Él no va a ayudarte. Ya tiene bastante con tratar de mantener el barco a flote.
—Apártate de mi camino, idiota. No puedes obligarme a quedarme aquí. Les he pagado mucho dinero.
—Los muertos no pueden disfrutar del dinero.
—¡Apártate! —gritó asustada.
Pero Shapner la empujó al interior del camarote, sin embargo, el barco se movió violentamente, tirándola al suelo y adentrando a Shapner junto a ella. Al perder el equilibrio, trató de sujetarse a la silla, pero no consiguió más que caer encima de ella y golpearse la cabeza contra uno de los cajones de vino. El dolor no duró más que un instante, después desapareció todo.
Cuando despertó, sintió el viento que soplaba afuera. Y el frío.
Estaba tumbada sobre más de cinco centímetros de agua.
