Disclaimer: Dragon Ball es de Akira Toriyama.


Aclaraciones:

1) Esta historia está compuesta por DOS LIBROS, el LIBRO PRIMERO y el LIBRO SEGUNDO. Lo que ven acá publicado solamente es el LIBRO PRIMERO; el segundo sólo está en PDF. Si les interesa leerlo completo, pueden escribirme un mail a seamosrojoanteelgris(arroba)gmail(punto)com; les respondo lo más pronto posible.

2) Esta versión de una+dos está suavizada. Para evitar romper las reglas de la página (que no permite lemon explícito) tengo dos versiones, esta y la de Fanfic(punto)Es cuyo link encuentran en mi profile. La versión del PDF es la de la otra página, es decir la explícita.

Sin más, espero les guste.


una+dos


—amar es compartir—


«Teniéndote, puedo vivir toda mi vida sin nadie más, sin otra verdadera intimidad. Pero, para tener una vida de logro completo, para ser realmente feliz, necesitaba también la unión eterna con un hombre, necesitaba un amor de otra clase».

(D. H. Lawrence, Mujeres enamoradas)


LIBRO PRIMERO


Prólogo


Abre los ojos. El despertar, al fin. El sol, que cae sobre la cama a través de la ventana que está a su derecha, se incrusta en sus párpados; es el calor quien la despierta. Se siente dulcemente sofocada y la sensación la tiene seducida. Aún no recuerda, mas no demora en hacerlo, pues lo descubre: dos alientos la están acariciando, lo hacen desde el principio del nuevo día. Suspira, los ojos clavados, así como los dos alientos lo están a su cuello, en el techo. Acaba de recordar; acaba de dejar atrás ese sentir que no se tiene nombre, que no se tiene historia, que sólo se es un ser, sin forma, sin alma; ojos y el sol que entra por la ventana, nada más.

Los alientos cambian, de pronto, su ritmo. Despiertan, como ella. Un segundo, dos, diez; ella siente, de un suave parpadeo al otro, una mano en la cintura, otra en la mejilla, otra en el ombligo, la última sobre el cabello. El sol desaparece; dos pares de ojos se manifiestan ante ella. Uno traga saliva, el otro carraspea hacia un lado. El silencio es el enemigo más poderoso de la historia.

—¿Lo estás? —pregunta uno, el incitador, el líder, el mayor de quienes están presentes.

—Si lo estás, nosotros… —susurra el otro, el seguidor, el dulce, el que más cerca está de ella en edad.

La luz de los dos pares de ojos, hasta el momento incandescente, se apaga. Al notarlo, ella siente enloquecer. Gime de dolor, levanta los brazos, regala a cada mejilla masculina el dorso de una de sus manos. Al sentir sus caricias, al ver su nerviosismo, ambos tiemblan de un frío totalmente ausente de la escena. La luz no retorna a los dos pares de ojos; ella ya ha recuperado la memoria, ya es capaz de evocar cada segundo de lo que entre los tres ha sucedido. Repasa, en un momento, cada instante; un escalofrío le recorre la espalda. Cada pulgar se apoya en una boca, se mueve a un lado, al otro; recuerda todo.

Recuerda en exceso.

Qué extraño es, piensa sin dejar de mover sus pulgares sobre aquellas bocas tan bien exploradas hace horas; qué extraño es, sí, tres personas en una cama para dos, Trunks a mi izquierda, Goten a mi derecha.

Acaricia las bocas, explora las texturas de las pieles; evoca cada uno de los millones de besos como si aquello estuviera sucediendo una vez más. Y lo dice, se lo repite: qué extraño es, las mejillas enrojecidas, las gargantas ásperas por la más desesperada sed; los tres idénticos. Qué extraño es, los tres desnudos con nuestros latidos al unísono, vertiginosos de igual forma, sintiéndonos igual de sofocados, la respiración errática en cada uno de nosotros.

Casi abruptamente detiene las caricias; sus pulgares quedan en medio de cada boca, y éstas los besan, cada una a su manera, porque cada boca pertenece a un hombre cuyo nombre es distinto, porque cada boca tiene su propia historia, porque cada boca pertenece a un ser que ha recordado lo mismo que ella: la noche anterior, los besos, las caricias, los intercambios, las entradas, las salidas, las manos que eran cuatro y parecían miles. Lo recuerdan, los tres, lo hacen porque sus pieles les explican todo lo sucedido por medio del sudor que les pertenece en igual medida, que aún está sobre sus cuerpos, adherido a cada rincón del mundo que juntos constituyen, cuyo escenario es esta cama, este sol; estos seres que fueron, hace poco, uno.

Se miran fijamente, la mujer a los hombres y éstos a la mujer.

Qué extraño es, culmina ella; los tres desnudos, juntos, tan entregados ellos a mí como yo a ellos.

La seriedad se apodera de sus facciones. Ellos, sin dejar de besar las puntas de sus pulgares, tiemblan una vez más.

Lo hecho, hecho está. Ya no hay vuelta atrás, porque no fueron uno; son. Ya son uno, los tres.


I

Amor


Tan sólo la noche anterior la historia iba transitando un rumbo distinto al de toda la vida; Marron estaba destruida. A los veinte años, con su timidez a cuestas, con su soledad a cuestas, lo peor que podía pasarle era perder, por algún motivo, a Goten y Trunks. Ellos dos, los diablillos de los Guerreros Z, desde su más tierna infancia que le eran importantes; con el pasar de los años pasaron a ser fundamentales y, finalmente, únicos. Pasaron a ser los más importantes, porque luego del amor que Marron sentía por su papá y su mamá, venían —vienen— ellos. Marron siente demasiado por ellos, por eso ahora está en la cama, desnuda, mirándolos a los ojos. Quizá, nadie está antes que ellos en su corazón, se dice, porque el amor que les tiene es opuesto al amor que siente por sus papás.

Faltaba poco para entenderlo.

Tres meses sin verlos antecedieron a la noche definitiva. Trunks y Goten la habían esquivado durante doce semanas enteras. ¿Por qué? Encerrada en su cuarto, en Kame House, Marron se tapó la boca para ser libre de sollozar sin ser oída. ¿Qué les pasaba? ¿Por qué no le atendían el teléfono, por qué le decían que no podían salir, por qué inventaban excusas para que ella no fuera a visitarlos? ¡Si no les había hecho nada! ¡Si siempre había sido incondicional de los dos! Tanto lo había sido que, mientras sollozaba, entendió que ellos eran sus únicos amigos, que sin ellos no tenía a nadie más.

Qué sola se sintió, qué necesitada de sus dos hombres únicos, de las risotadas agudas de Goten y el humo del cigarro de Trunks. Entendió que no lo soportaba, que no podía ni quería perderlos, que los adoraba y no se imaginaba alejada de ellos, y es que los tres, desde niños, eran sumamente unidos. Desde la más adorable infancia de ella, cuando ellos jugaban a quitarle un globo en algún cumpleaños —«sin trampa», les decía a los niños Bulma. «Nada de poderes saiyajin, no cuando juegan con Marron»—, que la habían aceptado como parte de su exclusivo, por intenso, por honesto en la era de la no honestidad, vínculo de dos. Era la única niña —o niño, o quien fuera— que jugaba con ellos, la única que se reía con inocencia de sus bromas pesadas a cualquier ser que tuviera la desgracia de serles cercano en el momento justo. Marron nunca los juzgaba; respondía cada vez con la misma sonrisa dulce y cálida, con la misma inocencia eternamente aniñada, pura. Al empezar a crecer, la unión se intensificó: era la tercera del grupo. El vínculo no era más de ellos; a ella también le pertenecía.

Cuando, suplicando a sus respectivos padres, lograron ir a la misma escuela, la Orange Star High School que una vez había albergado a Gohan y Videl, los muchachos se ocuparon de guardarla entre algodones. Por su naturaleza tímida y su mirada angelical, Marron recibía burlas de varios de sus compañeros, que la trataban de puritana, de tontita, de niñita de campo..., hasta que ellos se encargaban, casi siempre por las malas, de poner en su lugar a los que se atrevieran a insertar una lágrima en sus ojos.

La cuidaban, le hacían compañía, la alegraban con sus chistes, la abrazaban en sus momentos de soledad. La mimaban, porque la querían, porque ella era tan parte de lo que ellos eran como uno, como el otro.

Eran tres, ellos tres contra el mundo, en eterna contramano con la realidad.

Ese que estaba teniendo en ese momento era uno de sus momentos de soledad. Y ellos no estaban. Y ella entendió cuán dependiente era de sus queridos Trunks y Goten. Se tapó más la boca, sollozó de nuevo. No lo soportaba.

Ni lo soportará, lo sabe.

Se secó las lágrimas y respiró profundo. Una cachetada de razón detuvo la negatividad de sus sentimientos.

Hacía tres meses, las cosas eran como de costumbre, iban por el rumbo desde siempre fijado: paseos, salidas a bares y discotecas, incluso vacaciones compartidas. Charlas grupales por la mensajería del móvil, llamados, encuentros, excusas; juntos, siempre, siete días a la semana, trecientos sesenta y cinco días al año. Ahora, la nada, y de un día para el otro. Adiós a esas risas cada vez que se veían, a esos abrazos apretados que todo el amor destilaban y que no tenían ningún doble sentido, porque lo de los tres era amistad, hermandad.

O eso creía ella, que al amor lo veía, aún, a través de un marco cuadrado, pequeño, mentiroso.

Es obvio, se dijo mirándose al espejo de su cuarto, uno con marcos rosas que combinaba con las paredes, con el cubrecama, con la pantalla del velador de su mesa de luz, con las cortinas, con los moños atados a los cuellos de los peluches que conservaba de su infancia, que decoraban con dulzura una pequeña estantería al lado del armario; es obvio: debo ir a verlos, debo encararlos… ¡Ya no soporto su indiferencia! ¡No la soporto y no la entiendo!

—Yo no les hice nada…

Imaginó que les hablaba, que los tenía frente a ella: no tienen derecho a hacerme a un lado así, ¡siempre estuve con ustedes! ¡Siempre! ¡Y nunca les fallé! ¡Y nunca los lastimé! ¡Y jamás los traicioné!

—Así que me merezco una explicación…

De por qué se alejaron, de por qué me ignoran, me rechazan y fingen que nunca fui la tercera entre los dos.

Se decidió a no llorar más y se sonrió, como sellando aquel juramento implícito. No podía continuar siendo pasiva; debía ir a aclarar la situación, gritarles su verdad y la injusticia que sentía sobre ella. A sus veinte años, Marron aún era inmadura, aún le faltaba recorrer la oscuridad el mundo, pero no era tonta, al contrario: tenía que haber un porqué muy poderoso para que ellos, de la noche a la mañana, desaparecieran de su vida y la desaparecieran de la de ellos. Sí, se dijo: tenía que haber un porqué demasiado trascendental; los conocía lo suficiente como para estar segura de ello.

Se puso un vestido blanco de algodón, suelto, adornado por florecitas de todos colores estampadas, junto con unas sencillas sandalias sin tacón. En su cabeza, simplemente se limitó a recoger en una coleta su cabello dorado, que se extendía unos centímetros más allá de sus hombros. No se puso ningún gorro; el verano estaba en su instante más insoportable pero el sol no sería una molestia debido a su ausencia de escena. Tomó un morral de jean, metió en éste su móvil y salió.

Usó la nave que sus padres le habían regalado en su décimo octavo cumpleaños para dirigirse a la Capital del Oeste. El viaje le demoraría unas horas, pero era sábado, así que tenía toda la noche. Cruzando el cielo que pronto empezaría a atardecer apretó el volante. Dudas, miedos, titubeos se plasmaron en el cielo.

—¿Y si no están?

No perdía nada con arriesgarse.

—¿Y si se niegan a hablar conmigo?

Entonces volvería a su casa; fin del problema. En ese caso, por lo menos lo habría intentado.

—¿Y si...?

Suspiró, desganada.

—Basta, Marron.

Suavizó el agarre que ejercía sobre el volante, aunque de tanto en tanto necesitó apretar de nuevo. Los nervios eran una soga que la estaba ahorcando poco a poco.

Y llegó.

Estaba anocheciendo. Empezó a temer no encontrarlos mientras estacionaba a unos metros del edificio ubicado en una zona de clase media-alta de la Capital. Goten y Trunks se habían mudado ahí hacía unos tres años, cuando Trunks se recibió de administrador de empresas. Con el sueldo que ganaba por ayudar a su madre con la Corporación Cápsula, la cual dirigiría solo en algún futuro, compró ese departamento. Invitó a Goten a vivir con él por motivos diversos: en ese momento, el hermano más joven de los Son estudiaba Diseño web en una universidad de la Capital; vivir cerca sería una gran ventaja. Además, como ambos le eran excesivamente sinceros a la rubia, ella sabía el otro motivo: en un buen departamento de tres ambientes ubicado en un último piso, podrían tener la intimidad que necesitaban para llevar a cualquier chica que se les antojara.

—Así podremos hacer mucho el amor —había dicho, entusiasmado, Goten.

—¿El amor? Si tú eres un cerdo, Goten —había agregado, malicioso, Trunks.

Rio con nostalgia al recordar sus rostros pervertidos. Qué libres le habían parecido siempre. Cuánto anhelaba, ella, esa libertad de los dos.

A tres edificios del que a ella le interesaba, luego de volver cápsula su nave, tembló. ¿Y si tienen nuevas novias? ¿Y si están enamorados de ellas y por eso no quieren verme más?; un escalofrío la recorrió entera al pensarlo. Necesitó suspirar. El pecho, por algún motivo aún no esclarecido, le dolió más de lo que era capaz de soportar. Se llevó las manos delante de su cuerpo intentando detener los latidos frenéticos. Al fin estaba frente a la puerta del edificio, ubicado a mitad de cuadra en una calle muy angosta que no por ello perdía el lujo: el estilo era moderno, joven, eléctrico. Tragando saliva, Marron se acercó a los timbres; nunca llegó a tocar.

—Señorita, no hace falta: pase. —Ella giró hacia la voz y se encontró al portero, que le sonreía con la misma amabilidad de los últimos tres años, la puerta del edificio abierta y detenida por su cuerpo fornido—. Hacía mucho que no la veía por aquí.

Como respuesta, ella asintió, sonriente y avergonzada.

—Gr-gracias.

Entró. Fue hacia el ascensor, subió. Tocó el último piso, el quince. Se detuvo ante la puerta. Como el piso era compartido con la terraza, en éste sólo había un departamento, que era, por supuesto, el de sus amigos. Intentó normalizar su respiración antes de tocar el pequeño timbre plateado que estaba a la derecha. Se tapó la boca como en su cuarto.

No puedo, se dijo.

Pero tenía que poder. Una suerte de violencia nació en su pecho y movió, sola, sus manos, como un viento soplando sobre todo su cuerpo, manejándola a su antojo desde el nacimiento de su inconsciente. Tocó el botón; nada. Se dijo, apretando con fuerza su morral, que no estaban, que debería volver a intentarlo otro día, quizá entre semana, pero unas voces casi imperceptibles, aunque sí existentes, le dijeron que ellos, los dos, sí estaban ahí. Si bien no entendía ni un ápice de lo que decían, los reconoció fácilmente: allí, del otro lado, estaba la voz chillona, aunque dulce, de Goten, y la voz gruesa, aunque no tanto como la de su padre, de Trunks. Eran ellos, finalmente. Sonrió en el momento más crítico de sus nervios.

De la nada, Goten abrió la puerta, su rostro serio, sus facciones deformadas por un susto que no tenía razón de ser.

Aún.

—Marron... —balbuceó rojo como un tomate.

¿Qué le sucedía? Ella no ocultó la impresión al notar los tan evidentes nervios de su amigo. Él, al verse descubierto, tragó saliva. ¿Por qué tan incómodo?

¿Por qué con ella?

Hacia el fondo, detrás de Goten, Marron pudo ver el sofá de la sala. Trunks estaba sentado en el centro, sus piernas cruzadas con despreocupación y un cigarro que acababa de ser prendido, al juzgar por la longitud, en su boca. Él clavó los ojos en ella.

Se produjo un prolongado silencio, en el cual Marron, pese a los nervios, fue capaz de notarlo todo: Trunks lo disimulaba mejor, mas también estaba nervioso, tanto como ese Goten que estaba hecho una estatua frente a ella, con la boca abierta y los ojos desorbitados. Eran ellos, los de siempre; hacia el final del túnel que eran los nervios los vio en su esencia más pura:

Trunks, que en apariencia era antipático, quisquilloso; de fondo, la mirada más imponente que ella había visto en su vida. Él es de esas presencias que erizan la piel, así como Bulma, así como Vegeta. Debajo de esa especie de arrogancia que parece ostentar orgulloso, aparente signo de su juventud y estatus, se esconde una infinita nobleza, una que él sólo sabe, quiere y puede demostrarles a las personas a las que ama; a nadie más. Por eso, cuando ella lo miró a los ojos por un momento, vio en el azul el amor que él le tuvo siempre, intacto. Vio los gritos que su lenguaje corporal y las facciones de su rostro sabían ocultar, pero que sus ojos sabían cómo bramar para contradecir lo demás: eran gritos de cariño, de congoja, de la más retorcida desesperación. ¿Por qué? ¿Por qué Trunks se veía así, tan subyugado por algo que sólo era ella, la Marron de siempre, la tercera entre ellos dos?

Y Goten, ese Goten que parecía —y parece, y no es— atolondrado, muchacho de infinita imaginación, una tan grande como su bondad. En eso siempre se parecerá a Goku, su padre. Sonríe cada segundo porque es demasiado bueno, y en su perpetua bondad necesita contagiar ánimo a todos los que lo rodean, porque es dulce como esas golosinas que tanto le gustan, a los cuales es casi un adicto. Hay algo perverso al final de sus ojos negros, porque no es tan inocente como su progenitor lo parece; Goten está más curtido, es más expresivo en sus emociones, está más contagiado de las manchas de la ciudad que el resto de su familia. No tiene la inocencia innata de la pureza de las montañas Paoz, de la naturaleza más vasta y espléndida del planeta Tierra. ¿Pero por qué no le sonreía? ¿Por qué no la pellizcaba para hacerle cosquillas, como cuando eran tan, tan niños?

¿Qué les pasaba?

¿Por qué les pasaba precisamente con ella?

Abrumada, miró a uno, luego al otro.

—¿Qué les pasa? —inquirió en un fino hilo de voz. Ellos, sin respirar, los párpados desaparecidos por la absurda apertura de los ojos—. ¡¿Qué les pasa conmigo?!

Al tapar su rostro para cubrir con sus manos el llanto que fue inevitable proferir, unas palmas se clavaron en sus hombros.

—Entra, Marron —farfulló, confundido, nervioso, incómodo, Goten—. Entra, entra.

No fue consciente de lo que continuó en el siguiente minuto, pues nunca descubrió su rostro. Las manos que la asían la arrastraron por el piso hasta detenerla en un punto específico. Allí mismo, empujaron hacia abajo. Marron, así, se sentó en el sofá que no tuvo que mirar para reconocer. Escuchó suspiros, creyó captar murmullos histéricos, y al mirar hacia el frente, al fin lista para hacerlo, se encontró con ambos. Una mesa ratona la separaba de Trunks y Goten, el primero sentado a la derecha y el segundo a la izquierda del sofá doble de cuero gris que tenía al frente, hermano mayor del individual que ocupaba ella.

Se destapó lentamente, fue descubriéndolos milímetro a milímetro, fue entendiendo la expresión de sus facciones como pudo. Trunks no la miraba; Goten sí lo hacía, y apretaba la tela de su jean oscuro justo sobre sus rodillas, contrario a su amigo, que aún cruzado de piernas fumaba con la vista perdida en algún punto lejano, inaccesible.

—¡¿Qué les pasa?! —repitió, fuera de sus casillas, ella. Su voz era aún un hilo y al salir por su boca denotaba que Marron no sabía gritar, porque ella era dulce, porque ella no era lo que estaba mostrando en ese lapso—. ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué ya no llaman, ya no vienen, ya no vamos...?! ¡POR QUÉ! ¡¿Qué les hice?! Si yo, si yo siempre... ¡SIEMPRE...!

Goten apretó los dientes mientras amenazaba con romperse las rodillas por tanto apretarlas. El ceño estaba fruncido por debajo del flequillo, ese tan parecido al de su padre por más distinto que fuera el resto del peinado; el flequillo oscurecía hasta el límite de lo concebible su mirada. Trunks aún no la miraba, y fumaba, y miraba hacia la nada misma, abstraído de todo lo que estaba sucediendo en la sala del departamento. Era como si no le importara. Pero no, se dijo Marron al secar sus lágrimas; sí que le importaba, ¡era tan obvio! Trunks, cuando hacía una travesura y Bulma lo descubría, bajaba los ojos mientras ella lo retaba. Trunks, se dijo, cuando sabe que ha estado mal, cuando siente por lo menos un ápice de arrepentimiento por una acción errónea, no es capaz de mirar a los ojos. No puede. Analizándolo, Marron entendió que aquella frustración que Goten tan explícitamente denotaba también le pertenecía a Trunks, sólo que éste no lo exteriorizaba, pues era, desde siempre, un gran, gran actor.

—No lo entenderías. —Luego de decir semejante frase, Trunks le dio una pitada al cigarro y lo apagó en el cenicero de vidrio posado en la mesa ratona.

Marron se ofendió, se ofendió tanto que no logró disimularlo con nada. Ella era educada, amable; no sabía enojarse así como no sabía gritar. No tenía idea. Por eso su enfado pasmó tanto a quienes estaban frente a ella, porque fue violento, vehemente, desquiciado lo que se pintó sobre sus dulces pupilas celestes.

—¡¿Es broma?! —vociferó irregularmente. La voz se iba, volvía, se iba una vez más; fluctuaba así como sus emociones—. ¡Si siempre los he entendido! ¡Hasta cuando hicieron sonar las alarmas en la secundaria! ¡Hasta cuando te llevaste una chica al baño de mujeres para tener sexo con ella, Trunks! ¡Hasta cuando te escapaste de clases una semana entera para irte a la cafetería a vaguear, Goten! ¡Hasta cuando terminaron vomitando afuera de mi casa en el cumpleaños de Umigame por tomar no sé cuántos tequilas con tío Yamcha! ¡¿…Cuándo los juzgué?! —Respiró hondo. Recuperado ínfimamente el aliento, prosiguió—: ¡Nunca lo hice! ¡NUNCA! ¡Y no lo haría, lo saben! Y no lo… —Lloró—. Nunca lo haría, porque los amo a los dos.

Se tapó el rostro de nuevo, destruida. Confundida por lo que acababa de decir, se sonrojó profusamente. Claro que los amaba, sí… ¿Pero qué era esa extraña satisfacción por haberlo dicho tan guturalmente?

¿Por qué, al gritarles su amor, se sintió tan libre y feliz?

Perdida en sus preguntas de confusas respuestas, no vio lo que se suscitó ante ella: unos ojos negros y unos ojos azules se movieron sin que sus dueños lo hicieran. Goten entornó sus ojos hacia Trunks y éste hacia el primero. Respiraron fuerte al encontrarse. El final del discurso de Marron había sido demasiado para ellos, porque nunca lo hubieran esperado, porque no descifraban el significado de lo que ella había dicho. ¿Acaso…? Marron lloraba como loca, roja, lo hacía audiblemente, sus sollozos balas que perforaban los dos corazones masculinos.

—Digámoslo —farfulló, confundido, Goten—. Debe saberlo.

—No —espetó, tajante, Trunks—. Ni se te ocurra.

Goten creyó enloquecer. Tuvo que taparse los oídos con las manos para no escuchar ni un segundo más la agonía del llanto de Marron.

—¡¿Por qué no?!

Girando sus rostros hacia el otro, se miraron de frente. Los ojos de Trunks obtuvieron el triunfo de la pelea ocular, como siempre, porque el mayor tenía poder sobre el menor, porque el menor era demasiado bueno como para traicionar los meros pensamientos de su mejor, y único, y verdadero, amigo.

Trunks parecía una figura tallada en hielo. Su frialdad, hasta el momento, era contundente.

—Porque tú tampoco lo entiendes. —Trunks prendió, dando evidencia de sus nervios por la urgencia, un nuevo cigarro—. Ninguno de los dos lo entiende, Goten. Y quizá yo tampoco…

Hasta este preciso instante, añadió para sí.

Porque Marron no mentía: ella jamás les había fallado. Era la mujer más perfecta que ellos, como amigos, habían conocido alguna vez. Era tan perfecta que evitarla había tenido que ser menester. Por su seguridad, por conservarla intacta justo como merecía al ser el ángel que era.

Porque la amaban.

Los dos.

Los ojos azules tomaron el mando, se clavaron en Marron, se ataron a ella absortos, embelesados. La amaban, sí.

Y la amarán.

En torno a Marron juró ver estrellas; las lágrimas eran diamantes. El cabello, los orbes celestes, todo era maravilloso. Era demasiado para él, excesiva en belleza y delicadeza. Era una verdadera mujer, la mujer, la única. Era una pluma acariciando el centro de sus pupilas, obscena pluma blanca de narcóticos efectos, que no lo liberaba nunca, sino que lo condenaba a vivir por siempre a sus pies. Hipnotizado, giró hacia Goten: él también miraba a Marron, él también le hacía el amor con los ojos. Goten la estaba desnudando, la estaba acariciando, besando, succionando, penetrando, justo igual que él, que ese Trunks que vio en su mejor amigo un espejo de sus propios sentires. La amaban igual, porque los amores eran calcos.

Porque se habían enamorado de ella juntos.

Por eso miraba a Goten, porque hacía tres meses, sobrepasados por ese enfermizo y vehemente amor de juventud, decidieron preferirse el uno al otro antes que a ella. Y es que su amistad no podía quebrarse, porque sin el otro estaban solos en el mundo. Hubiera sido fácil traicionar a Goten y buscar a Marron para reclamarla, para dedicarle una sincera declaración que lograra traspasar la acostumbrada barrera de la amistad, pero no podía hacer algo así, no al único amigo que tenía y necesitaba, aquel que lo sabía absolutamente todo de él. Goten sabía hasta lo que no debe decirse cuando de la intimidad del ser se trata; sabía demasiado, lo hacía porque Trunks, al mirarlo a los ojos, se miraba al espejo.

En Goten encontraba —encontrará— la respuesta a todos los enigmas de su existencia. Así de fuerte era el nudo que los ataba, ese nexo sin grises que volvía puro todo cuanto los rozara. Nunca había confusión, doble sentido, desconfianza, recelo, envidia; había trasparencia, porque Goten era más que un espejo: era un vidrio. Trunks, al verse en el vidrio, no veía a su mejor amigo, hermano, incondicional alma gemela; se veía a sí mismo, porque uno era más el otro que el propio. Y amaba a Goten, lo amaba como dos hombres atados por el nexo más brillante, el de la amistad, se aman: con la tranquilidad de que nunca hará falta una palabra que aclare lo oscuro del alma. El otro entiende porque uno lo hace, el otro siente porque uno lo hace, el otro existe porque uno lo hace. Y viceversa, y etcétera. Goten, ante él, sin vergüenza que pudiera impedírselo, desnudaba a Marron con los ojos, junto a él, a la par de él.

Al sentir el nexo que lo ataba a su mejor amigo, al abandonar la contemplación de éste para dedicarse exclusivamente a desnudar a Marron con sus propios ojos, lo entendió, sí; aquel misterioso dilema tuvo respuesta.

Abrumado por la lectura de la oración que contestaba todas las preguntas que desde hacía tres meses lo subyugaban, que se había escrito en su mente con la tan sugestiva sensación de trascendental epifanía, Trunks apagó el cigarro violentamente, destrozando la colilla contra la superficie del cenicero. Se puso de pie y dio zancadas por toda la habitación, su mente, su alma y su corazón tan vertiginosos como su cuerpo. Respiró agitado, paso a paso, hasta que, ahogado, necesitó detenerse de un segundo al otro para respirar con la boca abierta. Se ahogaba, sí; se hundía en la epifanía que no tenía precisamente la misión de sumirlo en la perdición; la epifanía tenía que ser el impulso de nadar sobre aquellas aguas perfectas, aquellos ojos celestes; Marron, el amor materializado, la única y verdadera mujer. Nadar, sí, y no solo.

Lo había entendido. Ahora tenía que explicárselos a ellos. ¿Cómo hacerlo sin ser tildado de loco, de enfermo, de perverso? ¿Cómo hacerlo sin arruinarlo y perderlos para siempre?

Al regularizar su respiración luego de minutos de lucha incansable, notó cómo lo observaban. Marron, la boca tapada por la mano y las lágrimas por la angustia, lo atisbaba desde su lugar, quietita, pequeñita. Era tan maravillosa que ninguna palabra, ni la más bella del idioma, podía siquiera rozarla, pues ninguna, en la amplitud de su significado, le hacía justicia. Suspiró y sonrió casi involuntariamente al encontrarla ahí, ante ellos.

Buscó a Goten, el muro de frialdad parcialmente derribado ante sus amigos, y vio en éste la misma expresión de duda que precedía a las más terribles travesuras que ejecutaban de niños. ¿Qué es lo que quieres hacer?, tal lo que Goten, para siempre con voz infantil en su mente de adulto, le estaba preguntando.

El impulso domó sus movimientos de allí en más: Trunks fue hacia Marron, tomó sus manos, la condujo al sofá más amplio, aquel donde Goten estaba ubicado, y la instó a sentarse junto a él. Ella, temblando, se dejó hacer. Una vez los dos juntos, Trunks los admiró: esa imagen aún estaba incompleta y no lo soportaba, por lo cual se acomodó junto a ella. Trunks tomó la mano de Marron con fuerza. Respiró hondo, carraspeó buscando aclarar la garganta derruida por el humo de tantos, tantísimos cigarros fumados durante los últimos tres meses, agónicos meses de vacuidad inexorable.

Porque la imagen estaba incompleta; porque cuando uno de los tres faltaba, el mundo perdía su brillo y sentido; moría, y él quería revivirlo. Quería darle una vida eterna.

—De acuerdo —murmuró, su mano aferrada a Marron y sus ojos alternando entre ella y Goten, quien, con la boca abierta y los ojos inmensos, el ceño fruncido por la incertidumbre, temblaba incluso más que la rubia—. Marron, ¿quieres saber por qué nos alejamos de ti? Como estoy seguro de que nos conoces lo suficiente como para saberlo, hay un motivo muy específico.

Ella tragó saliva. Sin siquiera planearlo, dejándose llevar por la brisa de la naturalidad, tomó a Goten de la mano también. Trunks, ante el gesto de ella, esbozó una pequeña, aunque no por ello menos dulce, sonrisa. Ahora sí podía ser él mismo; se veía a través de ambos, veía cada aspecto de su ser a través de esos vidrios transparentes que no necesitaban ser espejos para reflejarlo con exactitud. Supo que debía continuar, que la acción de Marron había simbolizado un asentimiento, y lo hizo:

—Nos alejamos de ti por tu bien —dijo—, porque queríamos, y queremos, lo mejor para ti.

Ella, sobrepasada, al oírlo sólo fue capaz de reaccionar por la garganta antes que por la razón:

—¡¿Lo mejor?! —Cualquier otra persona hubiera sonreído con ironía ante un diálogo semejante, mas ella, en la pureza de su carácter, no era ni sería capaz de algo así. Marron dotó a sus palabras, las que habían venido y las que vendrían, de una angustia genuina—: ¡¿Acaso es lo mejor para mí verme expulsada de ustedes?! Trunks, Goten… ¡No! No es lo mejor, no lo es porque me duele, porque siempre hemos sido los tres, porque los amo y son únicos, los únicos, para mí. —Sollozó, incapaz de reprimirse. La satisfacción que gritar su amor le provocaba penetraba salvajemente a la angustia—. Lo mejor hubiera sido que todo hubiera seguido siendo como siempre: los tres juntos, apartados del mundo que no necesitamos justamente por tenernos. ¡Los tres de siempre, Trunks! ¡Goten, tú y yo! Lo mejor hubiera sido que nuestras vidas nunca hubieran cambiado, no esto.

Trunks gesticuló una de esas sonrisas maduras que cada muy tanto se permitía plasmar en su boca. Ahí estaba su madurez tan oculta detrás de la imagen de joven impertinente y calculador. Marron amaba esa sonrisa.

Así como a él.

Así como a Goten.

Más y más satisfacción al pensarlo de aquel modo. Marron, pensamiento a pensamiento, contradiciendo a la razón, empezó a entender.

—Tenía que cambiar, no podía quedarse por siempre como lo fue todos estos años. —La voz de Trunks era tan apacible como el silencio que los rodeaba a los tres—. Marron: ya no somos unos niños así como tú ya no eres una niña. —Sus ojos dejaron de alternar y se posaron en Goten.

Éste, aún lleno de dudas, abrió la boca. Era su turno:

—Somos hombres, Marron. Y tú una mujer —deslizó. Su mirada envió una explícita señal al azul, que entendió perfectamente el mensaje.

—Y no eres cualquier mujer —agregó Trunks, cuyos ojos volvieron a interactuar con los de su mejor amigo.

Siempre había sido así entre ellos dos: hablar era en vano siempre que pudieran mirarse por un segundo. La amistad era genuina porque los ojos de cada uno jamás le habían sido un misterio al otro, al contrario: la transparencia de sus miradas y el conocimiento más íntimo de éstas en cada situación era la raíz misma de aquel conjunto llamado Trunks y Goten, porque al estar juntos eran uno, no dos.

Y eso era lo que Trunks debía explicar próximamente.

—Eres la mujer, Marron —siguió Goten.

—… Y te amamos como la mujer que eres —terminó Trunks.

Tres suspiros de satisfacción, no dos, no uno, sonaron en las mentes presentes; tres almas volaron, libres. Al fin lo habían confesado.

Se amaban.

Los tres.

Los ojos llamaron al silencio. Era el turno de Marron. Permaneció quieta, pero en un momento se movió. Tomando con fuerza las manos de los dos, las apoyó sobre sus rodillas, allí donde su vestido terminaba. Miró cómo cada mano, ambas enormes si las comparaba con las de ella, acariciaban con los pulgares los suyos. La piel apenas bronceada de Trunks; la piel blanquecina, aunque no tanto como la de ella, de Goten. Eran sus manos, eran ellos, los únicos, los de toda la vida, y la amaban a ella. A ella, a Marron. A ella, a la misma ella cada uno de ellos. Eso no era normal.

Y por no ser normal era perfecto.

Entendió, mirando cada mano, que ella los amaba, sí; no como amiga, no como hermana, quizá ni siquiera como mujer: los amaba como parte de ellos, como una porción, una pieza más de ese nexo retorcido en la matriz misma de su pureza. Entendió que la angustia, las lágrimas, los temblores, iban más allá de una amiga abandonada por sus amigos; la angustia nacía en las heridas en carne viva de los bordes de su cuerpo al verse cortada con un filoso cuchillo de sus otras mitades. Era la carne viva, que se infectaba más y más, que no cicatrizaba con el pasar de los días, lo que la estaba matando. Ella era parte de ellos, tan parte como ellos, en su dulce vínculo de amistad, lo eran del otro. Entendió, sí, que la perfección de los tres era porque no eran tres, sino uno. O dos, pero no tres.

Los amaba; lo hacía, supo, desde siempre. Y ese amor, al mostrarse ante ella, al ser entendible y claro como el agua, la llenó de temor, de prejuicios que eran obvios en un mundo donde el amor sólo puede tener una sola forma: el hombre, la mujer, la cama, la unión de los cuerpos en la intimidad de sus sexos. En esa ecuación obvia del mundo de hoy, otras clases de unión no tienen lugar, y ella lo sabía.

La primera reacción ante el hecho fue mirar las manos y sentir en su carne la suciedad de su amor, lo indebido, lo perverso. Mirar esas manos era odiarlos por estar partidos en dos, por no ser uno solo, por ser Trunks y Goten y no un ser de un solo nombre, sin nexo coordinante copulativo en medio.

Quiso soltarlos, levantarse y marcharse, dejarlos para siempre detrás, pero al querer hacerlo, al amagar con desasirse, frenó.

No, jamás.

Bajó más la cabeza, hasta rozar las manos de los tres con los labios, y temblando, y sollozando sin parar, supo que no podía. No había forma de hacer cicatrizar a las heridas y huir, literalmente; si se iba, las heridas, ya infectadas por tres meses de agonía, la matarían al sangrar hasta vaciarla. No podía sin ellos, porque era una con ellos, porque los tres juntos eran lo mismo, partes de ese ser que podía, y quería, la más perfecta forma de felicidad.

Goten se agachó junto a ella. Arrodillado en el piso, nunca la soltó, nunca dejó de acariciarla con su dedo pulgar.

—Fue sin querer —dijo, la emoción una con su voz—, pero pasó: te amamos, Marron. Y si nos alejamos fue porque... ¡no sé! Sabes quién es Trunks para mí: es mi otro yo, es la persona que más me conoce en el mundo. No podía ni quería que él sufriera por causa de nosotros, así como él tampoco lo quería, por lo cual preferimos distanciarnos de ti a fin de que nadie sufriera.

—¡Pero yo estoy sufriendo! —exclamó ella, sin pensar en lo que decía; sentía cada palabra, nada más.

Los amaba, sí. Los amaba igual que ellos a ella.

Y eso era serio, grave.

Imposible.

—Y no era la idea... —El rostro de Goten adquirió una expresión tan dulce que hasta Trunks se enterneció al contemplarlo, silencioso, aparte de lo que ellos se decían el uno al otro—. Marron, no queríamos lastimarte, y perdona si tomamos malas decisiones, pero no quería ni quiero que él sufra, porque lo que él siente por ti se merece demasiado tenerte. Y lo que yo siento, bueno… —Se sonrojó violentamente—. Te amamos tanto, te amo tanto, quiero decir…, que yo… te haría, sí… demasiado feliz. Y él también sería capaz, pero no. —El rojo se mezcló con una clara confusión que manchó, cual pintura, las fluctuaciones de su voz—. Si él no te tiene, yo no puedo tenerte. Si yo no te tengo, él no puede tampoco.

»Si él no te tiene... —Contuvo las lágrimas, miró a Trunks un segundo, desesperado—. ¡Si él no te tiene, yo no quiero tenerte!

Trunks sonrió, lo hizo encantadoramente, sólo que ni Goten ni Marron lo notaron. Admiró tanto esa honestidad brutal de Goten que necesitó sonreír para expresarlo. Él, solo, lo había comprendido, aunque conociéndolo era obvio que más que entenderlo lo había sentido. Goten, se dijo, es de esas personas que antes de pensar sienten, es de esos que antes de analizar una situación y pensar con frialdad liberan todos sus impulsos en un solo movimiento. Goten había dicho todo eso empujado por una necesidad meramente emocional, no por la fuerza de la reflexión. Admiraba demasiado esa libertad de expresión de su amigo, porque él era muy cerrado y no le salía ser así, tan genuino, tan libre, estar tan en contacto con sus sentimientos más profundos.

Decidido a ayudarlos a entender qué ocurría, se inmiscuyó:

—¿Sientes lo mismo, Marron? Lo dijiste…: «los amo a los dos» —afirmó dirigiéndose a ella. Goten, que seguía sin caer en cuenta de lo complejo de la situación, le dedicó la mirada más perpleja. Trunks esquivó los ojos negros y, agachándose junto a Marron, susurró—: esto significa mucho más que lo que podrías llegar a pensar.

La voz tuvo algo sensual al ser proferida. Sonó con un erotismo implícito, muy ligado a aquella sensualidad que quien había pronunciado esas palabras tenía innata en su ser. Ni Marron ni Goten alcanzaban esa extraña clase de sensualidad, aunque no era ésta lo que ese ser cortado en tres tenía como esencia: lo que había en común era, ni más ni menos, la sensibilidad.

Eran los tres seres más sensibles entre quienes eran los hijos de los Guerreros Z. Ni Pan, ni Bra, ni Oob eran como ellos, que veían al entorno con ojos diferentes, siempre en búsqueda de sensaciones, siempre en búsqueda de otra clase de alegría. Por eso, y no por otra cosa, era que su vínculo era diferente y funcionaba, porque en su nexo, inocente en la infancia, en la adolescencia, inocente hasta ese preciso instante, había, ante todo, un acompañamiento. Se acompañaban los tres, lo hacían porque eran distintos a todo cuanto los rodeaba. Ninguno de los tres tenía más amigos, y siempre que habían tenido pareja la misma había acabado mal.

Los tres pensaron, sin saberlo, en lo mismo: hacía un año, Goten había tenido una novia, una chica llamada Pares. Esa Pares se había separado rápido de él, justamente días después de conocer a Trunks y Marron. Se había sentido tan de más ante los tres que había pasado de ver a Goten como un muchacho encantador a verlo como un ser lejano, inaccesible. Era como si no pudiera llegarle por completo, porque él, así como sus dos amigos, no permitía ningún acercamiento, ningún intruso en su exclusivo nexo.

Lo mismo había pasado con Mai, la noviecita de la infancia de Trunks, con quien perdiera contacto luego de la batalla con Bills para reencontrarse años más tarde por acto mismo de la casualidad: habían intentado estar juntos como los adultos que ahora eran, distintos a los niños que jugaban a besarse entre los árboles del jardín de la Corporación Cápsula, pero fue en vano, porque no resultó. Mai, con su complejidad de adulta devenida en niña y niña devenida en adulta, no había podido adecuarse a un Trunks que, en cenas compartidas con Goten y Marron, miraba a la última, luego a Mai, y entendía más y más lo evidente: no era lo mismo, el mismo sentir, el mismo deseo.

Y el colmo, oh sí, el colmo había sido la relación de Marron con un excompañero de secundaria suscitada hacía unos seis meses. El sujeto —su nombre ni en pensamientos quiso ser pronunciado— odió desde el primer segundo a Trunks y Goten. Celoso, obligó a Marron a elegir, y ella, como era obvio, no tardó en darle salida. Nadie tenía derecho a alejarla de ellos, muchísimo menos alguien ajeno a los tres.

Cuando Marron les contó aquello, Trunks y Goten lo supieron: la amaban como los hombres que eran. Marron, hacía mucho, había dejado de ser la niña de los globos y las correteadas por el patio; era la mujer que querían a su lado, la única a la que serían capaces de hacerle el amor. Lo que no entendieron en ese instante esclarecedor, sin embargo, fue lo que Trunks, al susurrar tan sensualmente la implícita frase, ya entendía. Lo que Goten, al decir lo que había dicho, había dejado entrever sin desearlo, sin siquiera reflexionarlo, simplemente sintiéndolo.

Goten, armándose de valor, harto de los sollozos de Marron que no paraban, más confundido que nunca, indagó:

—¿Qué tratas de decir, Trunks?

El aludido entornó los ojos hacia él al escucharlo.

—¿No es obvio? —masculló un tanto irritado. Detuvo los corazones de los dos, así como el propio, al tomar las manos que ellos se tomaban. Puso su palma encima de la mano de Marron, que a su vez estrechaba a la de su mejor amigo—. Goten, ¿acaso no lo entiendes? Tú y yo la amamos, lo hacemos de igual forma. Y ella nos ama, eso ha dicho, ¿o no? No a ti, no a mí; a los dos. Lo has dicho hace un momento: si yo no la tengo, tú tampoco quieres tenerla.

Una alarma aguda, ensordecedora, hizo a Goten rechinar los dientes: era el aviso mental de lo que sucedía en ese sofá. Ella los amaba, ellos la amaban a ella. Era tan obvio que, así como Marron lo sintió en su mente, él rechazó la idea. A partir de ese momento, fueron los prejuicios los que tomaron la palabra. Se despidió de ellos con violencia:

—¡¿Estás loco?! ¡¿Cómo puedes pretender eso?! ¡¿Acaso perdiste la razón, Trunks?! ¡Lo que sentimos por ella es algo mucho más fuerte que una mera perversión!, ¡¿o no?! ¡¿O tú lo único que quieres es hacer un trío y fin del problema?! —Se puso de pie, algo que Trunks imitó un instante después. Marron no se movió un ápice de su lugar—. ¡¿Acaso me quieres decir que me amas a mí también?! ¡Asqueroso! ¡¿Cómo puedo ser parte de tu ecuación, a ver?! —Apretó los puños, la furia subyugándolo—. ¡¿POR QUÉ SIEMPRE QUIERES SER EL CENTRO DEL MUNDO?! ¡…VETE AL DIABLO!

Trunks no se dejó vencer, no se dejó intimidar. Estaba tan convencido que, apretando los puños así como Goten lo hacía, contraatacó:

—No estoy hablando de un trío, idiota; ¡hablo de algo mucho más profundo que eso, imbécil! ¡El que quiere un trío y fin eres tú; lo que yo quiero es lo que los tres, evidentemente, queremos!

—¡¿Y qué mierda es eso, a ver?!

Se acercaron tanto que los puñetazos parecían estar más cerca que nunca.

—¡ESTAR LOS TRES JUNTOS! —sentenció. La voz se quebró a la mitad de la oración—. No sexualmente, ni siquiera amorosamente; estar juntos como lo que tenemos desde siempre: un nexo.

Goten fue cubierto por un velo de terror. Los puños menguaron su fuerza, cayeron a cada lado de su cuerpo. Derrotado, angustiado, excedido por las palabras y las miradas, herido en sus sentimientos, farfulló:

—¿Nexo?

—Una relación. —Trunks también dejó caer los puños. Moría por un cigarro, mas se contuvo; no era momento de evadir la realidad de la angustia con el placer de la nicotina—. Tú, ella, yo. Los tres. —Sin darse cuenta, los ojos se le llenaron de lágrimas—. No hablo de amarte a ti, porque no eres tú el centro de mi planteo, así como yo no lo soy; el centro es ella. El amor se lo daríamos a Marron, no nos lo daríamos entre nosotros, ¿entiendes? —Sintiéndose un idiota, sonrió—. Si me preguntas, no me importa que tú estés entre ella y yo; lo acepto, lo hago porque sé que, así, los tres seríamos felices. Estaríamos completos. —Tragó saliva y, con la última fuerza de su voz, agregó—: no me importaría compartir una cama contigo si ella está ahí también, feliz por tenernos juntos para ella. ¿Acaso no confías en mí? ¿Acaso no me conoces, Goten? Hemos compartido todo, siempre, desde las cosas más bonitas hasta las más feas. Y te quiero, imbécil: eres demasiado parte de mi vida como para soportar hacerte a un lado en este momento tan importante. No te lo mereces así como yo no me lo merezco. La confianza que siento es tan grande, es tan inquebrantable, que podría compartir una cama contigo sin confundirme en lo más mínimo. Si Marron y tú son felices, me basta, no necesito nada más, sólo compartirlo, ser parte, estar con los dos.

Se miraron sin poder evitarlo. Goten creyó entender; no lo hizo. Le faltaba algo más, y ese algo se materializó en ese preciso momento, cuando Marron, luego de secarse las lágrimas, se puso de pie y se interpuso entre los dos, de lado ante cada uno de ellos. Levantó las manos y las condujo a cada pecho masculino. Los tres respiraron fuerte por un segundo. El mero tacto entre los tres cuerpos prendía fuego al aire que respiraban.

—No peleen —pidió mirando al suelo—. No me gusta que peleen… No quiero verlos pelear ni gritarse así nunca más, por favor… ¡No lo hagan más!

Suspiró al terminar. Lucía sofocada y no tenía la voz en su máxima capacidad. Sin embargo, pese a todos los signos que sus nervios evidenciaban con los temblores y los carraspeos, Marron tenía en su interior algo que Goten no: la misma convicción que Trunks. Ella también lo había entendido y aceptado: ya no tenía miedo. Si de ellos se trataba no había miedo por sentir.

—Los amo, a los dos. Trunks tiene toda la razón del mundo, Goten. —Hizo silencio y desvió su rostro hacia él, que al hacer contacto visual con ella palideció. Detrás de Marron, de su rostro de ángel, de su piel suave y su cabello resplandeciente, vio a Trunks, que también lo miraba, y esperaba, y suplicaba cosas de las que él aún no era capaz—. Si fuera tu pareja a partir de ahora —dijo Marron sin dejar de observarlo, llorosa—, duraríamos un minuto. Con Trunks sería exactamente lo mismo. —Marron sollozó al sentir cómo Trunks le tomaba suavemente la mano, que aún yacía sobre su pecho—. Si estuviera contigo, no sería lo mismo. Si estuviera con él, no sería lo mismo. Goten… —Estrujó la tela de la camisa negra que el más joven de los hombres tenía puesta—. Quiero estar con ustedes. —Cada silencio entre palabra y palabra era descomunal, profundo y oscuro, erótico—. Son lo único que tengo, la respuesta a todo lo que siempre me he preguntado, el porqué ninguna de las relaciones que he intentado tener con un hombre ha funcionado: porque yo los quería a ustedes, y lamento en el alma que sean dos, y… y no uno. —Lágrimas cayeron por su rostro—. Si fueran uno, sería más fácil para mí, quizá me habría dado cuenta muchísimo antes que esta escena y ya ninguno de nosotros tendría que anhelar algo imposible.

—No es imposible —agregó, como pudo, Trunks—. No tiene nada de malo, no si los tres estamos de acuerdo. ¿Lo entiendes, Goten?

Marron volteó hacia Trunks y le sonrió, algo que él le devolvió en el mismo momento. Ellos dos lo habían entendido, lo habían decidido: ya no habría un «como antes», tampoco un «después» parecido a lo que había sido; las cosas, pasara lo que pasase, serían distintas. Ellos tres lo serían, juntos o separados. Algo en los tres corazones moriría, o bien viviría en un nuevo hogar. Era decisión de Goten el destino que les deparaba.

Ambos lo miraron. Él los miró. Su alma vibró, ¡tantas sensaciones de sólo mirarlos! No sabía qué decir, qué pensar. No sabía nada.

Marron se mordió el labio inferior. Estrujó más la camisa y, desesperada, hizo un último intento:

—Imagina que soy tu mujer, que estoy contigo, que me besas, que me acaricias… —Las tres respiraciones se aceleraron al mismo tiempo—. Imagina que soy tuya. ¿No sentirías que algo falta? ¿No sentirías que estamos incompletos, que nos falta Trunks? Si Trunks siempre ha estado con nosotros, Goten. En lo bueno, lo malo, lo feo, lo irreproducible. ¿Acaso no te dolería que él no…? —Sacudió violentamente la camisa—. ¡¿No te dolería, Goten?!

No pudo seguir hablando. Goten, con lágrimas en los ojos, las mismas de Marron, las mismas de Trunks, asió la mano de ella y avanzó, tanto que la espalda de Marron terminó chocando con el pecho de Trunks. Goten miró a su amigo, luego a su amiga, apresada entre dos cuerpos inmensos en comparación a su eterna pequeñez. Lo había entendido.

—Estaríamos incompletos —farfulló demasiado nervioso como para poder hablar con más convicción—. Es cierto, Marron. ¡Es cierto, maldita sea! —Y en un impulso vehemente, extendió los brazos y se adelantó hasta chocar de frente con Marron, hasta rodearla tanto a ella como a Trunks en un abrazo que gritaba una extraña, y no por ello menos maravillosa, aceptación.

Serían uno, los tres.

—Gracias —susurró, feliz, Marron—. Gracias… —Elevó su rostro hacia el techo, sintiendo en la espalda los latidos del corazón de Trunks y, frente a ella, los de Goten.

Era demasiado, era la cúspide de todo deseo que hubiera podido tener: ser rodeada por el amor de ambos, ser una con los dos. Tomó la mano de Trunks a un lado de sus cuerpos; del otro, rodeó el cuello de Goten, necesitando pararse en puntas de pie para hacerlo. Los tres rieron suavemente. Trunks, con su brazo libre, los rodeó a ambos, sin importarle rozar a Goten, pues no había confusión en su alma: Goten y él eran, para ella, el mismo ser, por lo cual no habría, de ahí en más, ni un tabú al cual temerle. Eran, juntos, el mismo ser, un Gotenks partido en dos cuerpos de vidrio.

Todo estaba bien.

Al contemplar a Goten por un solo segundo, Marron tan delicada pluma entre los dos, Trunks supo que su amigo de toda la vida, la otra mitad de ese Gotenks de la infancia y la eternidad, estaba completamente de acuerdo con él, al fin.

Ya no había nada por hacer.

Había mucho por sentir.


Dragon Ball (C) Akira Toriyama