El dolor de volver a encontrarte.
—Preludio—
Una ligera brisa nocturna podía sentirse aquel día, algunas hojas danzaban al compás del dulce y parsimonioso cantar de los grillos y la luna llena resplandecía como la más pura perla en el cielo.
Las refulgentes estrellas iluminaban una esbelta silueta, sentada en el borde de un lujoso tejado, observando cómo aquella ciudad se sumía en el más profundo silencio. El viento agitaba sus largos cabellos platinos, alborotándolos y despeinando a la muchacha—la cual no tenía más de veintitrés años—.
Sus ojos contemplaban sin mucho interés el silencioso ambiente y su rostro, de facciones finas y bonitas, se encontraba relajado y denotaba que no había preocupación alguna en aquella mujer de sofisticadas facciones.
Su cuerpo, relajado, se encontraba sentado, con las piernas colgando al vacío. Éstas, largas y torneadas por un arduo entrenamiento, se encontraban vestidas por unos pantalones ceñidos de caza y unas botas marrones de tacón cuadrado y con cordones hasta el fin de las pantorrillas para la misma función.
Su torso, vestido con una camisa negra y una chaqueta del mismo color de tela, se encontraba semi arqueado para contemplar bien aquella ciudad del silencio. Sus manos, enfundadas en unos guantes sin dedos, se encontraban cerradas relajadamente sobre la empuñadura de una larga espada de guarda de plata y funda de caoba con encastres de marfil. La hoja, reluciente, poseía gravados con motivos florales. En el inicio de ésta, justo después del remate de la guarda, un nombre se encontraba esculpido, el nombre de la familia a la que ésta había pertenecido durante generaciones, la familia Hanabusa.
Una repentina brisa hizo que aquella mujer levantara su mirada y plasmara media sonrisa en su rostro.
—Mañana será el día…
Detrás, sobre aquel mismo tejado, un hombre de estatura alta y complexión fuerte, musculosa y atlética la observaba silenciosamente, sin emitir sonido alguno. Sus orbes, felinos y de un dorado que asemejaba al oro, se encontraban observando fijamente el cielo de la noche. Sobre el ojo izquierdo descansaban tres cicatrices, semejantes a la herida que provoca un zarpazo de un animal salvaje.
En su rostro pronto apareció una sonrisa, mostrando sus afilados y peligrosos dientes. Aquel hombre vestía unos pantalones de tela negra con varios bolsillos y una camisa gris desgastada por el uso. Llevaba también unas botas marrones de cordones hasta la mitad de las pantorrillas y una gabardina negra en los brazos, la cual depositó sobre los hombros de aquella muchacha.
Durante un largo rato ambos permanecieron en silencio, hasta que la mujer pareció recordar algo importante, lo que le hizo llevar su azulina mirada a su acompañante.
—¿Has traído lo que te encargué?—Preguntó con bastante interés.
—Sí, toma—de la chaqueta sacó una única rosa negra, de apariencia tanto hermosa como peligrosa.
—Bien… —la mujer tomó aquella flor y se levantó—. Será mejor que nos movamos.
Con un asentimiento por parte del moreno, ambos saltaron de techo en techo hasta perderse de vista.
Aún en aquellas manos, la rosa negra clamaba por sangre…
