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Ocho

El hecho que su amiga perteneciera a otro instituto le enojaba de vez en cuando. Obviamente, no se comparaba con su amistad con Scott, pero de alguna manera ella interactuaba de una manera que probablemente, podía hacer sentir más cómodo a un niño de ocho años. Heather y Scott se llevaban bien—quien no podría con Scott McCall—y tal vez, la causante más acertada de porque disfrutaba tanto el tiempo con ella es porque esa vez había logrado, por él mismo, agradarle a alguien siendo Stiles. Raramente sucedía, dado que su hiperactividad cruzaba límites de paciencia y aceptación.

El día del proyecto vocacional, Scott y Stiles presentaron el trabajo por el que la señora McCall había velado noches. Igual así, los dos se encargaron de desgastarlo y mal usarlo, como un niño trata a un juguete de vez en cuando. Para cuando llegó al escritorio de la maestra Patzer, este no llevó más que un aprobado. Con la obligación de defender su proyecto, ambos caminaron al frente y pretendieron explicar de qué iba. Así sin más el asunto terminó por confundir y dejarlos en ridículo frente a su clase, por el hecho de que exponían al mismo tiempo, se interrumpían y los ausentes dientes de leche de Stiles no lo dejaban hablar normalmente. Scott había construido un hospital de perros—no una veterinaria, un hospital de perros—porque afirmaba que su vocación era sanar a la gente como lo hacía su mamá; solo que prefería cachorros mucho antes que humanos. Stiles, por su parte, había construido un escenario con reflectores e instrumentos, afirmando queriendo ser una estrella de rock, aunque era lo primero que había abatido en su mente.

—Margaret y Lydia, adelante—pidió la maestra desde su asiento, cada vez recuperando menos paciencia.

Margaret explicó con detalles—contando incluso esa vez que su tía le dijo que nació para las pasarelas—que quería ser modelo. Según ella, el modelaje era la razón por la que las mujeres eran bellas y todos querían ser como ellas. Habló sobre el estilo que debía tener y todas las lecciones para aprender. La maqueta representaba unas muñecas caminando y luciendo ropa colorida.

Lydia Martin se acondicionó delante de su amiga y antes de presentarse, promovió a temblar muy apaciguadamente. Su cabello rubio frutilla brillaba con la luz del sol que se colaba por las ventanas, iluminando su rostro y sus mejillas pomposas y sonrojadas. Comenzó a hablar de cómo algún día sería una exitosa diseñadora de moda, perfilaría vestidos de boda basados en su princesa favorita y tendría un estilo personal que todos seguirían.

—Estas cámaras de aquí son todas las personas que van a ir a ver mis colecciones de moda—mostró con su pequeño dedo las cámaras—y voy a ser famosa porque a todas las chicas les gustará mi diseño, así que cuando alguien vista mi ropa, sabrán que son niñas bonitas, de otro modo no lo usarían. Incluso las niñas que no sepan vestirse la usarán, y todos seremos uno.

Lydia tenía una mente demasiado ambiciosa para una niña de tan solo ocho años, pero nadie notó nunca nada extraña y turbio, y una vez más, la dejaron ser.

El timbre sonó tiempo después; Stiles se despidió con un rápido choque de manos de Scott. El aula comenzó a vaciarse a medida que gritos y júbilo armonizaban la salida de clases. Stiles asumió con calma que la maestra citara hablar con sus padres después de clases. Claudia estaba cada vez más avanzada en su enfermedad, y su esposo había perdido el control por completo de lo que lo rodeaba. Stiles era ese problema sin ser problema que lo perseguía y atormentaba, aunque fuera un indefenso e inocente niño de ocho años, con quien no podía luchar. Las situaciones siempre prorrumpían de sus manos y la hiperactividad y problemas con el aprendizaje de Stiles no ayudaban.

Oyó una tiza raspar la pizarra, suave y rápido, casi como sentir un sonido deleitable. Lydia Martin escribía y dibujaba garabatos en él, alegre y saltando, como si llegando más alto consiguiera más de lo que estaba buscando.

—¿Qué estás haciendo?—preguntó Stiles. El aula ya estaba vacía y solo se oía a la niña chillar cuando conseguía lo más alto de la pizarra. Se dio la vuelta bruscamente y allí fue cuando el revoltoso cabello brillante desconcertó por primera vez a Stiles.

—¿ que haces aquí? Se supone que la maestra hablaría con mis padres después de clase—le acusó con una mirada incisiva—Ya que te hacías tanto el listo, pensé que lo eras—continuó dibujando flores y soles caricaturescos por toda la extensión de la pizarra, intentando ignorar el hecho de que la estuviera observando.

—No soy listo. Por eso la maestra va hablar con mis padres. Yo creí que tú eras inteligente por todas las cosas que te inventas.

—¿Qué yo invento? —se indignó la niña.

—Sí; Scott siempre me dice que inventas todo. Nadie iba a creer eso que cerraron Disneyland para ti sola porque hiciste una escena en las boleterías. Ni que vas a hacer diseñadora de modas.

—Al menos yo fui a Disneyland—se excusó. Luego exhaló un poco de aire contenido—Y no me gustaría ser diseñadora de modas. ¿Conoces a Frida Kahlo? Amaría pintar como ella lo hace o al menos ser tan inteligente como alguien que haya ganado un premio de matemáticas.

—Yo no quiero ser estrella de rock—añadió Stiles irguiéndose en su asiento—pero no sé qué quiero ser.

—Podrías trabajar atendiendo un cine—sugirió Lydia con precoz cinismo—a la gente le agrada tu… rostro—soltó con sarcasmo, pero Stiles no lo notó tan pronto.

—Gracias—dijo emocionado mientras ella rodaba sus ojos verdes para volver a la pizarra— Lydia, ¿tú crees que soy un problema? O un niño torpe, como dice la profesora de música.

Y ahí estaba, un niño indefenso entregándose a la opinión ajena, más específicamente de una niña de un prematuro corazón frío, con ese cabello tan mágico y ficticio. Los marrones ojos de Stiles hundidos en una tristeza por saber quién era en realidad se fundieron con fulgor con los de Lydia, verdes y reacios a tomarse enserio momentos como aquél. Mantuvieron su mirada y más allá de la incomodidad de hacerlo y el pudor que llevaban consigo, sintieron la profundidad de ellos mismos, probablemente porque nunca hubieran experimentado lo mismo con niños de su misma edad. No era atracción; era conexión inestable y curiosa, tanteando el terreno para entenderse entre ambos.

—Ningún niño debería ser un problema o torpe. No eres nada de eso—afirmó Lydia reluciendo su honestidad—eres muy inteligente y quién siempre sabe qué responder. ¿Recuerdas esa vez que nuestra mascota de laboratorio se escapó? Tú fuiste el que supo cómo hacerla volver, ¿no?

La maestra irrumpió en el aula junto a los padres de Stiles, pidiendo a los niños esperar en el pasillo de afuera. Stiles se fijó en la dulzura de los ojos de su madre y se imaginó los de la niña en ellos, verdes y fuertes, determinados y a la vez dudosos.